Eva miró estupefacta al desconocido. Detrás de él había un Saab azul. Tampoco lo había visto antes.
– Perdone -tartamudeó-, lo había confundido con otra persona.
– ¿Ah, sí? ¿Por qué, Eva?
Eva pestañeó, insegura. De repente tuvo una terrible sospecha. Llegó a su cerebro como un rayo y su rostro se entumeció, parecía de cartón. Después de seis meses había aparecido la nota, no tenía ni idea de dónde. Después de seis meses se había presentado en su casa el hombre al que llevaba tiempo esperando. Eva pensó que finalmente habría desistido. Entonces él dio un par de pasos y se apoyó en el marco de la puerta con una mano. Eva podía sentir su aliento.
– ¿Sabes lo que encontré en el desván el otro día, ordenando las cosas de Maja? Un cuadro. Un cuadro bastante interesante; por cierto, llevaba tu firma en una esquina. Yo no había reparado en ello. Maja te mencionó la noche en que llamó, dijo que os habíais encontrado en el centro. Aquella noche, ¿sabes?, la noche antes de morir. Una vieja amiga de la infancia, me dijo. Una de esas amigas a las que se cuenta todo.
Sonaba como si su voz proviniera de un reptil, cavernosa y ronca.
– No deberías ir sembrando tus cuadros por todas partes, con firma y todo. Fui a recoger algunos muebles para venderlos y allí estaba. Llevo seis meses buscándote. No ha sido fácil, hay muchas Evas. ¿Qué pasó, Eva? ¿Acaso la tentación fue demasiado grande? Te habló ella del dinero, ¿verdad?, y luego la mataste.
Eva tuvo que apoyarse en la pared.
– ¡Yo no la maté!
El hombre la miró con sus ojos rasgados.
– ¡Me importa un carajo! ¡El dinero es mío!
Eva retrocedió hasta la entrada y cerró la puerta de un portazo. Tenía cerradura de resbalón. Fue tambaleándose hasta el salón y oyó cómo el hombre manipulaba la cerradura, suavemente al principio, como si tuviera una ganzúa. Eva no perdió el tiempo. Bajó a toda prisa al sótano, se metió con dificultad detrás del viejo banco de carpintero y encontró el interruptor general de la luz. Todo quedó sumido en la oscuridad. El hombre puso más empeño en su intento. Eva anduvo a tientas hasta la trampilla y palpó la madera mientras le ardían las sienes; esa puerta llevaba años sin usarse. Puede que estuviera cerrada, tal vez con un candado, no lo recordaba, pero al menos daba a un jardín lleno de matorrales, y justo detrás del seto estaba el jardín del vecino y una bocacalle por la que podría escapar. Desde arriba le llegaban chasquidos cada vez más furiosos y el sonido de algo metálico que penetraba la madera. Puede que el hombre estuviera utilizando un hacha. Encontró la barra que atravesaba la trampilla y deseó que no estuviera atrancada, pero no se movía ni un ápice. Rápidamente se quitó un zapato y se puso a darle golpes en el instante en que el hombre logró abrir la puerta y se metió en el salón. Por fin, la barra cedió. La levantó con cuidado, porque arriba, el hombre se había detenido. Estaba muy quieto y escuchaba; en cualquier momento descubriría la escalera del sótano y se imaginaría que ella estaba ahí abajo, oculta en la oscuridad, y que tal vez desde allí hubiera un camino para escapar. Mientras él estuviera quieto, ella no podía intentar abrir. Esperó a que el hombre volviera a andar. Y efectivamente, no tardó mucho: se acercó a la escalera arrastrando los pies por el parqué. Eva volvió a ponerse el zapato y empujó la puerta con un hombro confiando en que no chirriara. Pero sí lo hizo, un sonido quejumbroso que retumbó en todo el sótano. Lo único que la separaba ya del jardín era un postigo; pensó que estaría abierto, nunca solía cerrarlo, de manera que subió los cuatro escalones y empezó a empujarlo con el hombro cuando oyó los pasos del hombre en la escalera. Había adivinado ya por dónde pretendía escaparse. Él apresuró el paso; Eva seguía empujando el postigo con el hombro. Se abrió una pequeña rendija, pero volvió a cerrarse. A través de la pequeña abertura, pudo ver que alguien había metido un palo por las anillas metálicas de fuera. Tal vez lo hiciera Jostein, siempre tan práctico. Pero si era un palo de madera se rompería antes o después, así que siguió empujando con el hombro; la rendija se estaba haciendo más grande, pero Eva tenía la sensación de que su hombro se rompería antes que el palo. Se estaba entumeciendo, casi no lo sentía, por eso continuó. De repente vio el pie del hombre en el primer escalón: una zapatilla clara y los dientes blancos en la oscuridad. El hombre dio un par de pasos y alargó un brazo. Eva empujó el postigo con el hombro con todas sus fuerzas y en ese instante, el palo se rompió y el postigo se abrió con un gran estruendo. Se cayó en la escalera, se levantó y salió lanzada contra el seto por la abertura, pero en ese momento notó las manos del hombre alrededor del tobillo; la tenía bien agarrada y tiraba de su pie hacia sí; la barbilla de Eva golpeaba los escalones. El suelo de cemento estaba helado. Ya no sentía el hombro. Le sangraba el interior de la boca. El hombre le soltó el pie con un pequeño chasquido.
Eva se quedó boca abajo. El hombre estaba sobre ella, con un pie a cada lado; podía notar su olor a colonia para después del afeitado, un extraño y desconocido olor en ese sótano mohoso. Los pensamientos le llegaban a oleadas; pensó: «No es muy grande, está delgado y parece débil, y el postigo está abierto. Yo tengo las piernas más largas, si lograra cogerlo por sorpresa…».
– No te muevas -gruñó el desconocido.
Eva intentó trazar un plan. Tenía que inventar algo, romper la concentración del hombre, desconcertarle. La escalera que subía al jardín tenía cuatro escalones, si fuera capaz de subirlos de dos en dos…
– Si me dices dónde tienes escondido el dinero, no te pasará nada. -La voz del hombre sonaba casi como un consuelo-. Pero, en cambio, si no me lo cuentas, te verás en un gran aprieto.
El hombre encendió una cerilla. Eva se tragó una incipiente náusea e intentó calcular cuántos segundos necesitaría para ponerse en pie y salir corriendo, atravesar el seto y cruzar el césped del vecino. Repasó el movimiento mentalmente: encoger las piernas y los brazos, levantarse de un salto, dos pasos hasta el seto, cruzar el césped, salir a la calle, donde se confundiría entre el tráfico y la gente.
– No oigo nada -dijo el hombre con voz ronca.
– Naturalmente, no lo tengo aquí -gimió Eva-. No habrás pensado que lo tendría aquí, ¿no?
Él se rió en voz baja.
– Me da igual donde esté, con tal que me indiques el camino.
¿Con qué podría sorprender a ese hombre?, se preguntó; alguna acción inesperada, tal vez un grito estridente, ese grito que nunca llega a salirte cuando estás angustiada, ese grito que se queda en la garganta cerrando el paso a la respiración. Un grito. Tal vez lo paralizara durante dos segundos, el tiempo suficiente para poder levantarse del suelo.
Eva levantó la cabeza.
– ¿Y bien? -dijo el hombre.
Eva llenó sus pulmones de aire y tomó impulso.
– ¿Qué dices?
La cerilla se apagó. Entonces gritó. Las paredes del sótano devolvieron su grito en golpes estridentes de habitación en habitación. Eva se levantó de un salto, cogió más aire y volvió a gritar. Él recapacitó y salió corriendo detrás; justo cuando ella subía los cuatro escalones de dos saltos. Eva cruzó el jardín y fue hada el seto; notaba el aire en la piel y en el pelo, y oyó cómo se desgarraba su abrigo y la respiración jadeante del hombre justo detrás; aceleró el paso, rodeó la casa del vecino, salió por la verja a la calle, que estaba muy tranquila, se internó en otro jardín, todo muy deprisa gracias a sus largas piernas, los dolores y el miedo, que le daban fuerzas. Oyó los pasos del hombre sólo a unos metros, dio una vuelta alrededor de la casa, se topó con un nuevo seto; podía atravesarlo y seguir su carrera por otro jardín, pero cambió de idea, optó por dar la vuelta a la casa y se detuvo en la otra esquina, justo a tiempo de verlo llegar; él pensaría que habría atravesado el siguiente seto, pero le engañó y salió a la calle; siguió corriendo por la cuneta para que los zapatos no sonaran en el asfalto; vio la carretera nacional a lo lejos y también los primeros coches, aceleró de nuevo, ya no miraba hacia atrás sino que seguía corriendo sin aliento y con los pulmones a punto de estallar. Por fin divisó un coche, iba despacio, Eva salió de un salto a la carretera y oyó chirriar los frenos. Se desplomó como un saco sobre el capó. Sejer la miró sorprendido a través del cristal delantero. Transcurrieron unos segundos hasta que la mujer lo reconoció. Entonces dio la vuelta de repente, cruzó la carretera a toda velocidad y se introdujo en un jardín del otro lado. Oyó cómo el coche de Sejer salía de la carretera y se detenía, se abrió una puerta y oyó los pasos del policía en la acera. A Eva se le estaban agotando las fuerzas, pero seguía corriendo, con las faldas revoloteando. Sejer la persiguió por el jardín, iba corriendo por la gravilla, ella le oía claramente a pesar de los zumbidos de sus oídos y también otro sonido, un sonido familiar que la dejó sin respiración: un perro, Kollberg, quería participar en el juego. Al ver correr a su amo se mostró entusiasmado, y no tardó más de dos segundos en alcanzarlo. Se puso a mover felizmente el rabo, a saltar y a tirarle de la chaqueta, cuando, de repente se percató de la mujer que iba corriendo delante, por el jardín semioscuro, con las faldas revoloteando. El perro se olvidó de Sejer y comenzó a perseguir a Eva. Ella se volvió y vio ese gran perro con la boca roja, de la que salía humo y vapor, la lengua se movía de un lado a otro como un péndulo. Ella ya no pensaba en Sejer, sino que huía del perro, de esos dientes amarillos y de esas enormes patas que dando largos saltos se abrían camino por la hierba mojada, comiéndose la distancia a grandes bocados. Entre los viejos manzanos del jardín había una casita de juegos. Eva se precipitó hacia ella haciendo un último esfuerzo, abrió la puerta violentamente y la cerró tras de sí. Allí dentro se sentía a salvo del perro, allí no podía alcanzarla.
Sejer se relajó y se acercó a paso lento a la minúscula casita. Acarició al perro que volvía decepcionado, pero que enseguida se puso contentó de nuevo, y fue saltando delante de Sejer hasta la puerta. Sejer abrió con cuidado. La mujer estaba sentada en el suelo con las rodillas contra la barbilla, junto a una mesa puesta. Sobre un mantel blanco había una cafetera minúscula y dos tazas de porcelana blanca. A su lado, en el suelo, había una muñeca olvidada con el pelo cortado al cero.
– Eva Magnus -dijo en voz baja-, tenga usted la bondad de acompañarme a la comisaría.