Capítulo 42

La mano izquierda del hombre descansaba perezosamente sobre el volante, y la derecha no soltaba ni un momento la corta y deportiva palanca de cambios. Eva miraba fijamente esas manos; eran cortas y anchas, con dedos gordos, lisas, sin vello. La que reposaba sobre el volante era floja, la otra, la que empuñaba la palanca de cambios era una pálida garra. Esas manos le recordaban a algo que había visto en los libros de Emma: animales subacuáticos ciegos e incoloros. Sus muslos, cortos y rechonchos, amenazaban con reventar las costuras de los vaqueros. Llevaba una cazadora de cuero abierta y la tripa, muy abultada, sobresalía por la cremallera, como si estuviera de cinco meses.

– ¿Y a estas alturas quieres comprarte un Manta? -dijo el hombre moviéndose en el asiento.

– Soy un poco sentimental -contestó Eva en tono cortante-. Tuve una vez un Manta, pero me vi obligada a venderlo. Es algo que nunca he superado.

«Estoy sentada a su lado -pensó asombrada-, hablando como si nada hubiera ocurrido.»

– ¿Y qué coche tienes ahora?

– Un viejo Ascona -dijo sonriendo-. No es exactamente lo mismo.

– Desde luego que no.

Estaban en medio del puente; el hombre puso el intermitente a la izquierda en la calle principal.

– Ve hacia la cascada -dijo Eva-. Por allí hay rectas donde se puede acelerar un poco.

– ¿Así que te gusta la velocidad?

El hombre se reía entre dientes y volvió a balancearse, era un hábito infantil que le hacía parecer muy tonto, primitivo, exactamente como Eva lo recordaba. Ella se sentía muy vieja a su lado, pero seguramente eran más o menos de la misma edad, tal vez él algunos años más joven. La grasa de su tripa no se movía con él, parecía dura como una piedra. Cada vez que pasaban por un poste de luz, su pálido rostro se iluminaba un instante. Era una cara anodina, inexpresiva, sin carácter.

– Iré hasta el aeropuerto, y a la vuelta puedes cogerlo tú. Será suficiente, ¿no?

– Sí, sí.

El hombre separó un poco los dedos de la mano derecha con el fin de dejar entrar algo de aire hasta la sudorosa palma de la mano. Conducía cada vez más deprisa. La figura rechoncha dentro de la ropa estrecha recordaba a Eva a una salchicha rellena. No cabía duda de que era más fuerte que ella, al menos había sido más fuerte que Maja. Además, estaba sentado encima de ella. Intentó imaginarse qué hubiera pasado si Maja hubiera sido más rápida y le hubiera apuñalado; en ese caso, los dos se habrían convertido en cadáveres. Podría haber sucedido así, era curioso. En la vida, al fin y al cabo, todo era casual.

– Este es el modelo GSI, para que lo sepas.

– ¿Crees que no entiendo de coches o qué?

– Vale, vale, te lo decía por si acaso -murmuró el hombre-. No ha perdido ni pizca de reprís, ¿sabes? Coge los cien en diez segundos. Puedo ponerlo a doscientos, si te atreves. Por cierto, las mujeres conducen de una manera rarísima -añadió balanceándose-. Dejan que el coche decida. Se limitan a ir sentadas y dejarse llevar.

– Para mí es suficiente velocidad. Los asientos son cómodos -añadió.

– Son Recaro.

– ¿La ventana del techo es automática?

– No, tienes que usar la manivela. Es mejor así, ¿sabes?; las automáticas se estropean mucho antes, y la reparación es carísima. El maletero es de 490 litros y tiene luz. Por si llevas un coche de niños y esas cosas.

– ¡Vaya piropo! ¿Gasta mucha gasolina?

– No, no, normal. Cero coma seis, y en ciudad tal vez un litro.

– Hace tiempo que estoy detrás de este coche -se le escapó a Eva.

– ¡Vaya! ¿Tanto te gusta?

Su voz denotaba desconfianza.

– Pero primero tenía que reunir el dinero.

– ¿Y ya sabes que será suficiente?

– Seguro que sí.

– No me has preguntado el precio.

– Ni te lo preguntaré. Te haré un oferta, y la aceptarás.

– Joder, hablas como un mafioso.

– Sí señor.

– En realidad no quiero venderlo.

– Ya, pero seguro que te gusta el dinero tanto como a todos; no creo que haya problema.

Eva se movió en el asiento y notó que el cuchillo le estaba pinchando el muslo.«No soy una cobarde», pensó.

– ¿Y cuál es tu oferta? -carraspeó él.

– Te gustaría saberlo, ¿verdad? Primero tengo que conducirlo, verlo por dentro y comprobar el chasis, y también quiero verlo a la luz del día. Y pasarle un test de esos que hace la Asociación de Automovilistas.

– ¿Quieres comprar un Manta o no?

– ¿No has dicho que no querías venderlo?

Se hizo el silencio; el interior del coche se había calentado, había mucha humedad y las ventanas se estaban empañando. El hombre puso en marcha el ventilador. Eva se volvió para echar un último vistazo a la ciudad. En el nuevo puente del ferrocarril, que estaba en construcción, centelleaba de vez en cuando una llama de soldador. Cada vez se veían menos coches y se estaban acercando al punto donde terminaba la iluminación. En la rotonda giró a la izquierda y volvió por el lado sur. El río fluía más despacio por allí, pero la corriente era muy fuerte. Seguían los dos callados y de repente el hombre giró a la derecha. El aeropuerto quedaba a mano izquierda, pero él se metió por un camino lleno de baches a través de una arboleda. Finalmente se detuvo en un espacio abierto, en la misma orilla del río. Eva no se sentía cómoda. Estaban demasiado lejos de la gente. El motor seguía en marcha, rugía suavemente, inspirando confianza. No cabía ninguna duda de que el coche estaba en buen estado.

– Un sitio cojonudo para pescar -exclamó el hombre echando el freno de mano.

– Noventa y dos mil -se apresuró a decir Eva-. ¿Es verdad? No habrás manipulado el cuentakilómetros, ¿no?

– ¿Qué coño dices? ¡Ya está bien de sospechas y desconfianza!

– Es que me parece poco. Este es un coche típico de hombres, y los hombres soléis conducir mucho. Mi Opel Ascona es del año ochenta y dos y tiene ciento sesenta mil.

– Entonces te hace falta un coche nuevo. ¿No quieres echar un vistazo al motor?

– Es de noche y no se ve nada.

– He traído una linterna.

El hombre paró el motor y salió del coche. Eva se armó de valor y abrió la puerta de su lado; una violenta ráfaga de viento le arrancó la puerta de la mano.

– ¡Maldito tiempo!

– Se llama otoño.

El hombre levantó la tapa del capó y lo sujetó con la varilla.

– Hoy le he hecho un lavado de motor, tengo que confesarlo. De todos modos no habrías visto nada en mal estado.

Eva se acercó y miró el interior del reluciente motor.

– ¡Parece de plata!

– ¿Verdad que sí?

El hombre se dio la vuelta con una amplia sonrisa. Le faltaba un colmillo.

– Todo lo que fabrica la Opel está muy bien. Es estupendo, si te gusta andar arreglando los coches.

– Puede ser, pero no pienso hacerlo.

– Tengo algunas piezas de reserva. Van incluidas en el precio, si es que te decides a comprarlo.

– ¿Y cuál piensas comprarte luego?

– No lo sé, pero tengo muchas ganas de un BMW. Ya veremos. Habrá que ver tu oferta.

Se volvió a inclinar sobre el motor, y Eva le vio el culo por encima del estrecho pantalón vaquero, que se le caía, dejando al descubierto un amplio trozo de piel desnuda entre el cinturón y la cazadora de cuero. Una piel blanca y sudada, como masa de pan.

– Creo que ya sé lo que provoca ese escape de aceite. No es más que una junta. Cuesta unas treinta o cuarenta coronas. Tengo una en casa.

Eva no contestó. No apartaba la vista del culo del hombre, de su piel blanca y su pelo ralo. Tenía una pequeña calva en la parte posterior de la cabeza. Eva se olvidó de contestar. En el silencio oía el rumor del río, regular y gruñón. «Ese pobre conductor de autobús -pensó- seguirá sentado en el cuarto de interrogatorios, harto de café instantáneo. Sudará buscando una coartada, o tal vez tenga una que no quiere utilizar. Puede que tenga una amiga, y si lo cuenta, su matrimonio se irá a pique, aunque si lo oculta, se irá de todos modos. ¿Y qué pensarán sus vecinos? Sus nietos tendrán que inventar algo qué contar a todos los mocosos del colegio cuando empiece a correr el rumor de que su abuelo tal vez sea el tipo que mató a esa puta en Tordenskioldsgate. Puede que esté mal del corazón -pensó-, y le dé un infarto y muera durante el interrogatorio. Está en la edad, cincuenta y siete años.» O quizá no tuviera ninguna amiga, simplemente soñara con tenerla, y estuviera simplemente dando un paseo en su coche para evadirse un rato, tal vez se detuvo delante de un puesto de perritos calientes, o quizá se diera un paseo por la orilla del río para tomar un poco de aire fresco. Y nadie lo cree, porque los hombres maduros en edad de ser abuelos no van por ahí de noche solos en su coche, a la buena de Dios; o son delincuentes sexuales o tienen una amante. No nos creemos en absoluto lo del perrito caliente, tendrás que inventar algo mejor. Dínoslo ya: ¿cuándo visitaste por última vez a Marie Durban?

– Aquí está la linterna.

El hombre había vuelto a enderezarse. Le puso la linterna en la mano. Eva iluminó la hierba.

– Si quieres, yo la sostendré mientras tú miras.

– No -tartamudeó Eva-, no hace falta. Realmente tiene buen aspecto. Quiero decir, me fío de tí. Lo de comprar un coche es un asunto de mutua confianza.

– Creo que debes echarle un vistazo. Mira lo bien que está, no hay mucha gente que esté tan pendiente como yo, ¿sabes? Y sólo ha tenido un dueño antes. No se lo dejo conducir a nadie y mi mujer no tiene carné. De modo que tu oferta tendrá que ser muy buena. Antes de firmar el contrato quiero que lo mires de arriba abajo. No quiero que luego vengas quejándote.

– No soy idiota -dijo Eva malhumorada-. En lo que se refiere al coche, creo que eres de fiar.

– Puedes estar segura. Pero las mujeres no siempre tenéis el coco muy despejado, por eso te lo digo. A veces escondéis alguna sorpresa, por así decirlo.

El cuchillo, pensó Eva.

El hombre sorbió por la nariz y prosiguió:

– Tengo que asegurarme de que eres capaz de hacer una buena compraventa.

Eva temblaba. Levantó la linterna y le enfocó la cara.

– Claro que lo soy. Pago y recibo la mercancía que he pagado. ¿Es curioso, verdad, cómo todo se puede comprar con dinero?

– Aún no me has hecho ninguna oferta.

– Te la haré después del test de la Asociación Automovilística.

– ¿No has dicho que te fiabas de mí?

– Sólo en lo que se refiere al coche.

El hombre resopló.

– ¿Qué coño quieres decir con eso?

– Piensa un poco.

Eva se enderezó, se acaloró y volvió a desinflarse de nuevo.

El hombre movió la cabeza incrédulo y volvió a inclinarse sobre el motor.

– Jodidos líos de mujeres -murmuró-. ¡Sacar a un pobre diablo inocente del calor del garaje en medio de esta maldita tormenta sólo para fastidiar!

– ¿Inocente?

Eva notó que la tierra se hundía bajo sus pies. Se sentía de pronto tan desfallecida, tan extraña y débil, que tuvo que apoyarse en el coche. Estaba en el lado izquierdo, junto a la varilla que sostenía el capó.

– Lo que quiero decir -gruñó el hombre desde el fondo del motor- es que eras tú la que querías comprar el coche. Y yo me he limitado a presentarme, tal y como habíamos quedado. No entiendo por qué te enfadas tanto.

– ¿Enfadarme? -ladró Eva-. ¿A esto lo llamas tú enfadarse? ¡He visto cosas peores, he visto a gente perder completamente los estribos por una tontería!

El hombre se volvió y la miró con desconfianza.

– ¡Joder! ¿Estás esquizofrénica, o qué?

Volvió a inclinarse.

Eva respiraba con dificultad, notaba que la cólera se estaba apoderando de ella, lo sintió como un alivio que le iba subiendo por dentro a una velocidad vertiginosa, ardiente como una corriente de lava, abriéndose camino hacia el estómago, el pecho, y extendiéndose luego por los brazos. Muy agitada gesticulaba en la oscuridad, cuando de repente notó que tropezaba con algo y oyó un ruido. La varilla que sostenía el capó se soltó y la pesada tapa metálica se cerró con un estruendo. El culo y las piernas del hombre sobresalían por el borde, el resto de su cuerpo había desaparecido.

Eva retrocedió dando un grito. Desde el fondo le llegaban bramidos y alguna que otra terrible maldición. Miró asustada la tapa del capó; tenía que pesar una barbaridad; se levantó una pizca y luego volvió a caer antes de levantarse de nuevo. El corazón le palpitaba con tanta fuerza que él tendría que oírlo. Había provocado la cólera del hombre, exactamente igual que hizo Maja, pero esa ciega cólera iba dirigida entonces hacia ella. Un momento después, el hombre lograría salir y se abalanzaría sobre ella con todas sus fuerzas. Eva dio unos pasos hacia delante, se palpó el muslo buscando el bolsillo, metió la mano y encontró el cuchillo.

– ¡Me cago en Dios!

El hombre quería levantarse, darse la vuelta, pero Eva dio un salto hacia delante y se echó sobre el capó con todo el peso de su cuerpo. El gritaba con voz ronca desde el interior, como si estuviera dentro de una lata.

– ¿Qué coño estás haciendo?

– ¡He perdido el juicio! -gritó Eva con voz quebrada.

– ¡Estás loca!

– ¡Tú sí que estás loco!

– ¿Qué coño quieres de mí?

Eva tomó aliento y gritó:

– ¡Quiero saber por qué tuvo que morir Maja!

Hubo un silencio total. El hombre intentó moverse, pero no lo logró. Eva podía oír su acelerada respiración.

– ¿Cómo cojones has podido…?

– ¡Te gustaría saberlo!, ¿verdad?

Seguía tumbada sobre el capó; el hombre había dejado ya de moverse, jadeaba como un perro a punto de reventar, con la cara pegada al motor.

– Puedo explicarlo -gruñó-; ¡fue un accidente!

– ¡No lo fue!

– ¡Ella tenía un cuchillo, joder!

El hombre hizo un movimiento tan brusco que el capó se levantó de repente. Eva resbaló y acabó en la hierba sin soltar el cuchillo. Miraba las manos del hombre, esas manos que habían matado a Maja; vio cómo se cerraban.

– ¡Yo también tengo uno!

Eva consiguió levantarse y volvió a lanzarse sobre el coche. El hombre se desplomó, la primera cuchillada le alcanzó en el costado; el cuchillo penetró sin resistencia, como en un pan recién hecho. El capó lo tenía aprisionado como un ratón en una ratonera. Eva sacó el cuchillo; algo rojo y caliente chorreó por sus guantes, pero el hombre no gritó, sino que se limitó a emitir un pequeño gemido de asombro. Intentó volver a tomar impulso sacando con gran esfuerzo un brazo, cuando la segunda cuchillada le alcanzó en la región lumbar. Eva notó que esa vez la hoja encontró resistencia, como si hubiera alcanzado un hueso; tuvo que hacer fuerza para arrancarla y en ese instante las rodillas del hombre se doblaron. Caía lentamente al suelo, pero todavía estaba enganchado y colgado del coche; ella ya no podía parar, porque él aún se movía y tendría que detenerle, poner fín a esos repugnantes gemidos que seguían saliendo de su boca. Poco a poco iba adoptando un ritmo que era el que se ocupaba de dirigir el cuchillo; lo clavó una y otra vez, alcanzándole en la espalda, en el costado y de vez en cuando en la chapa del coche, el radiador, la aleta…, hasta que por fín se dio cuenta de que el hombre había dejado de moverse, aunque seguía colgado, ya muerto, como el cuerpo de un cerdo en un garfio.


Eva se golpeó contra algo húmedo y frío. Se había caído hacia delante y estaba tumbada boca abajo sobre la hierba. El río seguía fluyendo como si nada. Reinaba un gran silencio. Extrañada, sintió cómo una especie de parálisis iba extendiéndose por todo su cuerpo; no era capaz de mover ni un músculo, ni siquiera los dedos. Esperaba que alguien los encontrara enseguida. El suelo estaba frío y mojado, y empezó a tiritar.

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