Eran las nueve de la mañana del 4 de octubre. Eva dormía en el agua fría de la bañera. Se encontraba en medio de un sueño muy ruidoso e irritante. Al moverse en el agua con el fín de librarse de él se deslizó hacia delante y su cara se sumergió. Dio un respingo y tragó gran cantidad de agua jabonosa; carraspeó y tosió intentando levantarse, pero el fondo de la bañera de porcelana era muy resbaladizo y volvió a caerse. Escupía, babeaba y lloraba, hasta que por fín logró sentarse. Volvía a tener frío. En ese momento sonó el timbre de la puerta.
Se levantó de un salto, asustada, y pisó el suelo, olvidándose del pie herido. Gritó, tambaleándose un poco por haberse levantado tan bruscamente, y cogió el albornoz. Había dejado el reloj en la repisa, debajo del espejo, y lo miró rápidamente preguntándose quién sería tan temprano. Era demasiado pronto para vendedores y mendigos, su padre no iba nunca a ningún sitio y Emma no había anunciado su vuelta. ¡La policía!, pensó atándose el albornoz por la cintura. No estaba preparada, no había tenido tiempo para pensar en qué decirle si volvía a aparecer. Estaba segura de que era el policía. Ese inspector jefe de mirada intensa. Claro que tampoco estaba obligada a abrirle, pues era la dueña y señora de su propia casa, ¿no? Además, se encontraba en la bañera y era una hora completamente intempestiva para ir a hacer preguntas. Podría quedarse en el cuarto de baño hasta que ese tipo se marchara. Pensaría que no se había levantado aún, o que estaba de viaje. Si no hubiera sido por el coche, claro, que estaba aparcado delante de la casa, pero podría haber cogido el autobús, de hecho lo hacía a veces cuando no tenía dinero para gasolina. ¿Qué quería ese hombre? Del dinero de Maja no podía saber nada, a no ser que ella hubiera dejado un testamento y la policía lo hubiera encontrado. ¡Tal vez fue eso lo que hizo, legar todos sus bienes al centro de acogida! La idea le hizo tambalearse. Claro que Maja pudo haberlo hecho. No tenía el dinero en la caja de seguridad, pero sí su testamento, un cuadernito rojo que contenía la verdad sobre su vida. El timbre volvió a sonar. Eva tomó una rápida decisión. No serviría de mucho esconderse en el baño, el policía no se daría por vencido. Se enrolló la toalla en la cabeza a modo de turbante y salió descalza a la entrada, cojeando y gimiendo a cada paso que daba.
– Señora Magnus -dijo-, disculpe por haber interrumpido su baño, es imperdonable. Puedo volver más tarde.
– De todas formas ya estaba acabando -contestó Eva secamente, sin moverse de la puerta. El inspector llevaba una chaqueta de cuero y pantalones vaqueros. Parecía un hombre normal y corriente, en absoluto un enemigo, pensó Eva. El enemigo era el hombre de la montaña, fuera quien fuera. ¿Habría anotado su número de matrícula? Eva estuvo a punto de desmayarse sólo de pensarlo. En ese caso no tardaría mucho en presentarse. No había reparado en ese aspecto hasta entonces. Frunció el entrecejo.
– ¿Puedo entrar un momento?
Eva no contestó, se limitó a apretarse contra la pared, haciendo un gesto afirmativo con la cabeza. Dentro, en el salón, señaló el sofá, pero ella seguía de pie en medio de la habitación, como un frente frío, pensó él mientras se sentaba lentamente en el sillón negro de Eva Magnus. La experta mirada barrió casi imperceptiblemente la habitación blanca y negra, incluso registró la bolsa de caramelos de frambuesa en la mesa, las llaves del coche, el bolso abierto y un paquete de tabaco.
– ¿Se ha hecho daño en el pie? -preguntó.
– Me lo he torcido un poco, nada más. ¿Qué le trae por aquí?
Eva se sentó de mala gana en el sillón, enfrente de él.
– Sólo unos asuntillos. Me gustaría repasar su declaración del otro día, del principio al fin. Necesito que me aclare algunos detalles.
Eva se puso nerviosa. Buscó inmediatamente un cigarrillo preguntándose si podía negarse a contestar. No era sospechosa de nada, ¿o sí lo era?
– Dígame -dijo con gran autosuficiencia-, ¿estoy realmente obligada a darle explicaciones sobre todo esto?
Sejer se quedó boquiabierto.
– No -dijo asombrado-. ¡Claro que no!
Los ojos de Sejer, que en realidad eran grises, adquirieron un inocente tono azulado.
– ¿Acaso tiene usted algo en contra? Pensé que como ella era su amiga, usted querría ayudarnos a encontrar al asesino. Pero si tiene algo en contra…
– No, no quería decir eso…
Se retractó rápidamente y se arrepintió de haber hecho esa pregunta.
– Uno de octubre -prosiguió Sejer-, jueves. Empecemos por el principio. Cogió usted un taxi hasta la Tordenskioldsgate. ¿El taxi llegó aquí a las seis de la tarde?
– Sí, ya se lo dije.
– Según sus declaraciones anteriores, estuvo alrededor de una hora en el piso de Maja.
– Sí, más o menos, supongo. No mucho más, en todo caso.
«¿Cuanto tiempo estuve realmente? -pensó Eva-. ¿Dos horas?»
El policía había abierto un pequeño cuaderno del que iba leyendo. Qué desagradable. Todo lo que había dicho estaba anotado. Ahora podía usarlo en su contra.
– ¿Podría decirme qué hizo durante esa hora, por favor? Lo más detalladamente posible.
– ¿Cómo?
Eva lo miró nerviosa.
– Desde que entró en el piso hasta que Maja cerró la puerta cuando usted salió. Todo, todo lo que sucedió. Empiece por el principio.
– Bueno, eh… tomé un café.
– ¿Lavó la taza después?
– ¡No! -Sintió como si la silla comenzara a tambalearse.
– Lo pregunto porque no había rastro de ninguna taza. En cambio había un vaso con restos de Coca-Cola.
– ¡Ah, sí! Coca-Cola, naturalmente. Es que no me acuerdo muy bien. ¿Importa algo si era Coca-Cola o café?
Sejer le echó una mirada aguda y volvió a callar, como había hecho antes. Esperaba y observaba. Eva notó que estaba cayendo en la trampa con ambas piernas. Había tantas cosas en las que no había pensado… demasiadas.
– Bueno, comí un sandwich y bebí una Coca-Cola. Maja me preparó un sandwich.
– Sí. ¿De atún?
Eva sacudió la cabeza extrañada. Era incapaz de seguir ese ritmo, tal vez ese hombre estaba allí aquel día, pensó, tal vez estaba dentro de un armario viéndolo todo.
– ¿Me puede usted decir…? -preguntó Sejer de repente, cambiando de postura en el sofá, con un aire pensativo y curioso a la vez-, ¿me puede decir por qué vomitó ese sandwich?
Eva sintió que se iba a desmayar.
– Es que… es que me puse mala -tartamudeó-. Había bebido un par de cervezas, y no me sienta muy bien el pescado. Me había acostado muy tarde la noche anterior. Y había comido muy poco, no suelo comer mucho, realmente no había comido nada y ella insistió en darme algo de comer, le parecía que yo estaba muy flacucha…
Se detuvo y respiró. Había decidido no decir más que lo estrictamente necesario, ¿por qué lo olvidaba todo el rato?
– ¿Por eso se duchó estando allí? ¿Porque se puso mala?
– ¡Sí! -contestó Eva rápidamente. Y entonces fue ella la que se calló. Sejer vio en sus ojos una incipiente obstinación. Enseguida se cerraría del todo.
– Por lo que veo, le dio tiempo a hacer un montón de cosas mientras estuvo allí. Y en sólo una hora. ¿También se echó una pequeña siesta en el cuarto de huéspedes?
– ¿Una siesta? -preguntó abatida.
– Alguien estuvo tumbado en la cama de ese cuarto. ¿O lo cierto es, señora Magnus, que era usted socia de Durban y que las dos compartían el piso? ¿Hacía usted como ella? ¿Trabajaba unas horas extras de prostituta para mejorar un poco su situación económica?
– ¡No!
Eva gritó y se levantó. La silla se cayó hacia atrás.
– ¡No, no era así! No quise saber nada de todo eso. ¡Maja intentó convencerme, pero yo no quise! -Eva temblaba como una hoja de chopo y se había puesto pálida-. Maja siempre quería convencerme, tenía ocurrencias muy extrañas. Una vez, cuando teníamos trece años…
Empezó a sollozar.
Sejer miró algo perplejo el tablero de la mesa, expectante. Ese tipo de estallidos le hacían sentirse incómodo. La mujer parecía de repente tan afligida… El turbante se había soltado y se le había bajado hasta los hombros. Tenía el pelo empapado.
– A veces me pregunto -susurró Eva-, si piensa usted que lo hice yo.
– Esa es una posibilidad que hemos contemplado, desde luego -contestó Sejer en voz baja-, pero ahora no se trata de si tenía usted algún móvil o si es realmente capaz de asesinar a alguien y esas cosas. No, no se trata de eso; esos aspectos los estudiaremos más adelante. En primer lugar, nos informamos sobre quién estaba cerca de ella, sobre quién tuvo físicamente la posibilidad de cometer el asesinato. Luego estudiamos la coartada. Y finalmente -dijo, moviendo la cabeza-, nos preguntamos por el móvil. Y lo que sabemos es que usted estuvo con ella aquella noche muy poco antes de que muriera. Pero déjeme que se lo diga, estamos completamente seguros de que el asesino de Maja fue un hombre.
– Sí -dijo Eva.
– ¿Sí?
– Quiero decir que sería uno de sus clientes, ¿no?
– ¿Es eso lo que usted piensa?
– Pues claro… ¿No es así? ¡Lo ponía en los periódicos!
Sejer asintió con la cabeza y se inclinó hacia delante «Huele bien -pensó Eva-, se parece a papá cuando era mas joven.»
– Cuénteme lo que pasó.
Eva volvió a sentarse, hizo un enorme esfuerzo y se fue acercando a la verdad con pasos minúsculos. ¿Debería contar ya lo que vió aquella noche desde su banqueta? Él le preguntaría que por qué diablos no lo había contado enseguida. Eso es, pensó Eva, porque soy una persona insegura, una persona sin disciplina ni carácter, un ser en quien no se puede confiar, con una moral más que dudosa, una persona que no ayudó a una amiga que tanto había significado para ella. Y luego robé su fortuna. Le costaba mucho creerlo, le resultaba insoportable pensar en ello.
– Estamos bastante mal de dinero Emma y yo -murmuró- Siempre ha sido así desde que Jostein se fue. Se lo conté a Maja. Quería que solucionara mis problemas a su manera. Iba a dejarme el cuarto que tenía libre. Comimos en La cocina de Hanna y bebimos demasiado. Empecé a recapacitar sobre su propuesta, y estaba tan agotada y harta de tantas noches sin poder dormir por las amenazas en el buzón y el teléfono cortado que acordamos que volvería… para probar. Ella me ayudaría. Me enseñaría cómo tenía que hacerlo.
– ¿Sí?
– Estaba firmemente decidida y me presenté a la hora que habíamos acordado. Llegué algo borracha. Prefería no ser consciente de la decisión que había tomado, y no soportaba la idea de estar sobria.
Se detuvo horrorizada porque en ese momento sí era consciente. Era una puta en potencia. Y ahora, él también lo sabía.
– Pero después de todo fui incapaz. Maja me dio una Coca-Cola, me despejé y me faltó el valor. Pensé que me quitarían a Emma si se corría la voz. Me puse mala y logré escapar de la situación. Pero antes Maja me había explicado algunas cosas.
– ¿Qué cosas?
– Me explicó cómo suele ser.
– ¿Le enseñó el cuchillo?
Eva vaciló un segundo.
– Sí, me enseñó el cuchillo. Dijo que lo tenía como ejemplo y escarmiento. Yo me tumbé sobre la cama. Fue cuando me entró el miedo y decidí retirarme. No entiendo cómo ha podido usted enterarse de tantas cosas, no entiendo nada.
– Al parecer, el cuchillo no le sirvió de mucho, ¿verdad? -dijo Sejer con tono interrogante.
– No, ella…
Eva se detuvo en seco.
– ¿Qué iba a decir?
– Supongo que no tuvo suficientes agallas.
– Había huellas dactilares de usted por todo el piso -prosiguió el policía-; incluso -dijo lentamente- en el teléfono. ¿A quién llamó?
– ¿Huellas dactilares?
Notó que sus dedos se encogían al pensar en ello. Tal vez la policía había estado en su casa mientras ella se encontraba en la montaña, tal vez habían forzado la puerta y se habían deslizado por todas partes con sus pequeños pinceles.
– ¿A quién llamó usted, Eva?
– ¡A nadie! Pero pensé en llamar a Jostein -mintió.
– ¿Jostein?
– Mi ex marido. El padre de Emma.
– ¿Y por qué no lo llamó?
– Simplemente porque cambié de idea. Fue él quien me dejó y no quería pedirle limosna. Me vestí y me fui. Le dije a Maja que podía ser peligroso lo que estaba haciendo, pero se limitó a sonreír. Maja nunca escuchaba a nadie.
– ¿Por qué no me contó todo esto la primera vez que estuve aquí?
– Me daba vergüenza. No quería que nadie se enterara de que me había planteado seriamente la posibilidad de convertirme en prostituta.
– Yo jamás en toda mi vida he mirado con desprecio a las mujeres que ejercen la prostitución -dijo Sejer con sencillez.
Se levantó del sofá como si estuviera satisfecho. Eva no daba crédito a sus ojos.
Ya en la escalera, Sejer se detuvo un instante y dejó deslizar su mirada por el patio, el coche y la bicicleta de Emma, que estaba apoyada contra la pared. Luego miró el entorno, la calle y las otras casas, como si quisiera formarse una opinión sobre el vecindario de Eva, y sobre qué clase de persona era ella, que vivía precisamente ahí, en esa calle y en esa casa.
– ¿Le pareció que Maja tenía mucho dinero?
La pregunta llegó a bocajarro.
– Oh, sí. Todo lo que tenía era muy caro. Incluso comía en restaurantes.
– Nos hemos preguntado si tal vez tuviera algún dinero escondido -dijo Sejer-, y si alguien estaba enterado de ello.
La mirada del policía le alcanzó como un rayo justo entre los ojos y Eva parpadeó.
– El marido de Maja llegó ayer en avión desde Francia; esperamos que tenga algo que contarnos cuando le tomemos declaración.
– ¿Cómo?
– El marido de Maja -repitió Sejer-. Parece usted asombrada.
– No sabía que tuviera marido -dijo Eva abatida.
– ¿No? ¿No se lo contó?
Sejer frunció el entrecejo.
– ¿Extraño, no? Que no se lo contara, si realmente eran viejas amigas.
«¿Éramos viejas amigas? -pensó-. ¿Realmente éramos viejas amigas? ¿Estoy diciendo la verdad?» Pero no serviría de nada hablar, no la creería de ninguna manera.
– ¿No tiene usted nada más que añadir, señora Magnus?
Eva negó con la cabeza. Estaba aterrada. El hombre que apareció en la cabaña, ¿sería acaso el marido de Maja? Un marido buscando su herencia. Tal vez se presentara un día ante su puerta, tal vez por la noche, mientras ella dormía. Cabía la posibilidad de que Maja se lo hubiera dicho, de que hubiera hablado a su marido del encuentro con Eva. Si es que le había dado tiempo. Pudo haberlo llamado. Sejer bajó los cuatro escalones de la escalera de hierro forjado y se detuvo en la gravilla.
– No meta usted ese tobillo en agua caliente. Póngase una venda.
Y se marchó.