Capítulo 2 8

Maja abrió los brazos y la metió en casa. Los excesos del día anterior no habían dejado ninguna huella en su redonda cara.

– Entra, Eva. ¡Traes el cuadro!

– Vas a desmayarte al verlo.

– Nunca me desmayo.

Desenvolvieron el cuadro y lo apoyaron en la pared.

– ¡Caray!

Maja enmudeció por completo y se puso a estudiarlo detenidamente.

– La verdad es que eres muy especial. ¿Se llama de alguna manera?

– No, ¿estás loca?

– ¿Por qué no?

– Porque en ese caso sería yo la que decidiera lo que ibas a ver, y no quiero que sea así. Míralo y dime qué ves, y luego te contesto.

Maja se lo pensó durante mucho rato y por fm se decidió.

– Es un rayo, eso es.

– Pues sí, no es ninguna tontería. Entiendo lo que quieres decir, pero yo también veo otras cosas: la tierra que se agrieta durante un terremoto, o el río que atraviesa la ciudad por la noche, a la luz de la luna, o lava ardiente que chorrea por una llanura carbonizada. Mañana tal vez veas otra cosa, al menos eso es lo que pretendo. Tienes que librarte de algunas opiniones preconcebidas sobre el arte, Maja.

– Me quedo con lo del rayo. No me gusta que las cosas cambien y se transformen en algo diferente. Ahora eres tú la que tienes que librarte, bonita. He preparado la habitación. Ven a verla. ¿Has comido?

– Sólo he bebido.

– Eres peor que un niño. Habrá que darte de comer. ¿Serás capaz de masticar si te preparo un sandwich?

Condujo a Eva hasta el cuarto libre. Era una habitación oscura, con mucho terciopelo rojo y cortinas pesadas y tupidas. La cama era enorme; sobre el colchón había una colcha con flecos dorados. El suelo estaba cubierto con espesas alfombras en tonos rojos y negros y se mecía cuando andaban.

– Estos son tus colores -dijo a Eva con determinación-. Y tengo para ti una bata roja de terciopelo fino que se abre fácilmente. Aquí dentro -se fue al extremo de la habitación y apartó una cortina- hay un pequeño baño con lavabo y ducha.

Eva echó un vistazo.

– Puedes trabajar aquí mientras yo estoy en el centro de acogida. He hecho otra llave. Ven, tienes que comer.

– ¿Todo esto lo has organizado hoy?

– Sí. Y tú, ¿qué has hecho?

– Dormir.

– Entonces podrás trabajar algo durante la noche.

– No, Dios mío, no lo sé, si me atrevo… pensé que la primera vez con uno sería suficiente. Oye -dijo nerviosa-, ¿hay muchos tipos asquerosos?

– ¡Qué va!

– Pero supongo que algunos dirán cosas desagradables o harán guarradas…

– No.

– ¿No te da miedo? ¿Estar a solas con desconocidos noche tras noche?

– Ellos son los que están asustados, los que tienen mala conciencia. Primero han de inventar una mala mentira para marcharse de casa, y luego coger parte del presupuesto familiar para pagar el servicio. Ser cliente de putas hoy en día es algo terrible. Antiguamente no eras un hombre de verdad si no frecuentabas las casas de putas. Pues no, nunca tengo miedo. Soy profesional.

Eva mordió el sandwich y masticó lentamente. Atún con limón y mahonesa.

– ¿Y no suelen pedirte cosas especiales?

– No, casi nunca. La voz se corre y ya se han informado antes de venir por primera vez.

Abrió una Coca-Cola y dio un largo trago.

– Saben que soy una puta decente y que hay ciertas clases de sexo que aquí no tendrán jamás. Casi todos son clientes fijos y me conocen, saben lo que se permite y dónde está el límite. Si inventan alguna tontería no les dejo volver, y no quieren correr ese riesgo.

Acabó con un pequeño eructo.

– ¿Vienen bebidos?

– Sí, pero no completamente pedos, aunque algo alegres sí que están. Muchos vienen directamente de un pub que hay en esta misma calle: Las armas del Rey. Pero otros vienen a la hora del almuerzo, de traje y con maletín.

– ¿Puede ocurrir que se nieguen a pagar?

– No me ha pasado nunca.

– ¿Y alguno te ha pegado alguna vez?

– No, señora.

– No sé si me atrevo.

– ¿Y por qué no?

– No lo sé… se oyen tantas historias…

– Un hombre sólo se cabrea cuando no consigue lo que quiere, ¿no es así?

– Pues sí.

– Vienen aquí para comprar algo que necesitan, y lo consiguen. No tienen ningún motivo para armar líos. ¿Qué tiene de malo el acostarse con alguien?

– Nada. Excepto que muchos de ellos estarán casados y tendrán hijos…

– Claro, precisamente ésos son los que acuden aquí, los que obtienen demasiado poco. La gente casada no hace el amor muy a menudo.

– Jostein y yo sí.

– Bueno, puede que al principio. ¿Pero cómo estaban las cosas al cabo de diez años?

Eva se sonrojó.

– ¿O tal vez opinas -prosiguió Maja- que las mujeres debemos reservarnos para el gran amor? ¿Es eso lo que piensas? ¿Crees en el gran amor, Eva?

– Claro que no.

Bebió otro trago de Coca-Cola.

– ¿Alguno se ha enamorado de ti?

– Ah, sí. Sobre todo los más jóvenes. Me resultan muy agradables y los cuido un poco más que a los otros. Esta primavera, por ejemplo, llegó un joven que tenía un nombre increíble, la familia era de origen francés y español: Jean Lucas Córdoba. Fantástico nombre, ¿verdad? Imagínate llamarse así -dijo pensativa-. Te entran ganas de casarte con él sólo por el nombre, ¿a que sí? Y luego estaba Gøran, nunca lo olvidaré. Era virgen, así que tuve que explicarle ciertas cosas. Luego estaba muy conmovido y agradecido. No resulta fácil ser virgen cuando tienes veinticinco años y encima eres policía. Tuvo que haberse armado de mucho valor para venir aquí.

Eva ya se había acabado el sandwich. Vació el vaso y se apartó el pelo de la cara.

– ¿Habláis de algo?

– Intercambiamos algunas palabras. Las mismas frases hechas cada vez, más o menos lo que creo que quieren oír. La verdad es que no exigen mucho, Eva, ya lo verás por ti misma.

Dejó la botella.

– Son las siete menos diez, y el primero llega a las ocho. Es un tío que ya ha estado otras veces; algo huraño, pero acaba pronto. Me ocuparé de él y le diré que somos dos y que nos repartiremos los clientes. Y que vamos a seguir en la misma línea. Así sabrán lo que se van a encontrar, y tú tendrás el mismo tipo de clientela que yo.

– Me gustaría meterme en el ropero y observaros a escondidas -suspiró Eva-. Para ver cómo lo haces; creo que para mí lo más difícil será inventar algo que decir.

– Vas a estar demasiado estrecha en el armario. Mejor será que mires por la rendija de la puerta.

– ¿Cómo?

– Bueno, no podrás estar exactamente junto a la cama, pero puedes mirar desde el otro cuarto. Apagamos la luz y dejamos la puerta entreabierta. Así podrás quedarte sentada observando y hacerte una idea. Ya me conoces, nunca he tenido problemas de timidez.

– Dios mío, no me vendría mal una copa, estoy temblando.

Maja hizo una pistola con dos dedos e hizo como si le pegara un tiro en la frente.

– ¡Ni hablar! ¡Totalmente prohibido emborracharse o drogarse en el trabajo! Así conseguirás que todo se vaya a la mierda, Eva. Luego iremos a cenar a La cocina de Hanna. Una cosa puedo prometerte: cuando empieces a ganar dinero, empezará realmente a apetecerte. Cada vez que me entran ganas de comprarme algo, meto la mano en algún florero y saco un montón de billetes. Tengo dinero por todas partes, en cajones, armarios, en el cuarto de baño, en la cocina, metido en botas y zapatos, ya casi he perdido la cuenta.

– ¿No tendrás dos millones esparcidos por el piso?

Eva estaba pálida.

– No, no, sólo lo que me hace falta para ir viviendo. El resto lo tengo guardado en la cabaña.

– ¿En la cabaña?

– En la cabaña de mi padre. Murió hace cuatro años, así que ya es mía. Has estado allí una vez, te acuerdas, con más amigas. En la sierra de Hardanger.

– ¿Murió tu padre?

– Sí, hace años. Te puedes imaginar lo que acabó con él.

Eva tuvo la delicadeza de no contestar.

– ¿Y si va algún ladrón?

– Está muy bien escondido. A nadie se le ocurriría buscar en ese lugar. Los billetes son muy planos, no ocupan mucho espacio. Además, no puedo meterlos en el banco, ¿no crees?

– El dinero no lo es todo -dijo Eva sabihonda-. Tal vez te mueras antes de poder disfrutarlo.

– Tal vez te mueras antes de haber vivido -contestó Maja-. Pero si me muriera así, de repente, te nombro por el presente mi única heredera. Te lo mereces.

– Gracias. Creo que me hace falta una ducha -dijo Eva-. Estoy sudando de miedo.

– Dúchate. Voy a sacarte el vestido. ¿Te ha dicho alguien que el negro te sienta de maravilla?

– Gracias.

– No es un cumplido. Te lo pregunto porque como siempre vas de negro…

– Ah bueno -contestó Eva, avergonzada-. No, no recuerdo que alguien me lo haya dicho. A Jostein no le gustaba nada.

– No entiendo qué tienes en contra de los colores.

– Son… estorban de alguna manera.

– ¿Estorban en qué sentido?

– A lo que realmente importa.

– ¿Y qué es lo que realmente importa?

– Todo lo demás.

Maja suspiró y recogió los vasos y el plato.

– No es fácil entender a los artistas.

– No -sonrió Eva-, pero algunos tenemos que tomarnos la molestia de mostraros la profundidad de la existencia, para que tengáis una superficie sobre la que poder nadar.


Entró en el que iba a ser su cuarto, y se desnudó. Oyó a Maja canturrear y el tintineo de perchas. La habitación verde con mucho dorado de Maja hizo pensar a Eva en su propio piso, negro y blanco. Había un abismo entre ambas casas.

La cabina de la ducha era minúscula y la pared de enfrente estaba cubierta por un gran espejo. Observó su largo cuerpo y le pareció desconocido. Tuvo la sensación de haber renunciado al derecho de propiedad. El espejo se estaba empañando. Por un instante pareció joven y lisa, con un tono rosa de la cortina floreada.

«No debo pensar -se dijo-; Sólo hacer lo que me diga Maja.»

Acabó de ducharse, se secó y volvió a la habitación, que estaba fresca en comparación con la ducha. Maja entró con algo rojo sobre el brazo. Era una bata y Eva se la puso.

– Magnífico. Exactamente lo que necesitas. Cómprate algo de ropa roja, con ella pareces una mujer, en lugar de un palo para secar el heno. ¿Puedes hacer algo con tu pelo?

– No.

– Bien. Entonces sólo me queda enseñarte un pequeño detalle. Túmbate sobre la cama, Eva.

Eva vaciló, pero por fin se acercó a la cama y se tumbó justo en el centro.

– No, en un lado, en la parte derecha, si no, te quedarás sobre la rendija entre los dos colchones.

Eva se desplazó hasta el borde.

– Deja caer la mano derecha al suelo.

– ¿Qué?

– Deja caer el brazo por el borde de la cama. ¿Notas algo duro a través de la colcha?

– Sí.

– Mete la mano debajo y arráncalo. Está pegado con celo.

Eva rebuscó entre los flecos de la colcha con la mano derecha y descubrió algo largo y liso, pegado al borde. Lo arrancó. Era un cuchillo.

– ¿Ves ese cuchillo, Eva? Es un Hunter, de la casa Brusletto. Si te parece espantoso, el propósito se ha conseguido. Es para ejemplo y escarmiento. Para eso está ahí, por si a alguien se le ocurre alguna tontería. Si bajas el brazo con cuidado, vuelves a levantarlo con el cuchillo en la mano, y él está sentado en la cama con el culo y todas sus cosas al aire; apuesto a que se tranquilizará rápidamente.

– Pero… has dicho que nunca había ocurrido nada por el estilo.

Eva tartamudeó. Empezaba a sentirse mal.

– No -contestó Maja evasivamente-, nada más que algunos pobres intentos. -Se agachó junto a la cama y pegó el cuchillo en su sitio. Eva no podía verle la cara-. Pero de vez en cuando alguno se pone un poco chulo. No conozco bien a todos. Además, los hombres son mucho más fuertes que nosotras.

Vacilaba con el papel celo.

– Para ser sincera, suelo olvidarme de que el cuchillo está ahí. Pero te prometo que me acordaré si pasa algo. -Volvió a levantarse. La vieja sonrisa estaba de nuevo en sus labios-. Tal vez sea un poco frivola, pero no descuidada. Ven aquí, te hace falta un poco de lápiz de labios.

Eva vaciló un instante, luego cruzó descalza la espesa alfombra. «Este es otro mundo -pensó-, con sus propias reglas. Luego, cuando vuelva a casa, todo será como antes.» Dos mundos separados por una pared.


Estaba inmóvil, sentada en una banqueta junto a la puerta. No había luz en la habitación y nadie podía verla desde fuera. A través de una rendija podía ver la cama de Maja, la mesilla de noche y la lámpara, con una gran pantalla, decorada con un flamenco rosa. Era la única luz que había en la habitación. Eva esperaba a que sonara el timbre de la puerta: dos breves toques, la señal acordada. Eran las ocho menos cinco. El edificio estaba en una calle tranquila; no se oía ningún ruido, salvo una suave melodía procedente de la minicadena: la voz de Joe Cocker. Cada vez es más ronca, pensó Eva. De repente oyó el motor de un coche que estaba aparcando justo debajo de la ventana. Eva volvió admirar el reloj, eran las ocho menos tres minutos y su corazón empezó a latir más deprisa. Sonó la puerta del coche y a continuación un ruido sordo producido por la puerta del portal al cerrarse. Una repentina ocurrencia la impulsó a levantarse y acercarse a la ventana. Vio un coche blanco, aparcado junto a la acera. Un modelo deportivo, pensó, mirando con los ojos entreabiertos a través de la rendija de la cortina. Nunca se le escapaba ningún detalle. Era un Opel bastante bonito, pero no nuevo del todo. Le resultaba familiar. Jostein tenía uno igual cuando se conocieron. Volvió de puntillas hasta la banqueta y se sentó con las manos sobre las rodillas. El timbre sonó brevemente dos veces, tal y como se había acordado. Maja se levantó, atravesó la habitación, y de repente se giró y levantó el pulgar. Luego abrió la puerta. Eva intentaba respirar tranquilamente. Había tanta tela en la habitación que notaba que el aire se iba espesando. Un hombre entró. Eva no pudo verlo con claridad, pero tendría unos treinta y tantos años, era corpulento, de pelo rubio y ralo, más largo en la nuca, que llevaba recogido con una goma en una pobre coleta. Iba vestido con unos pantalones vaqueros que no le sentaban bien porque tenía una enorme tripa. Eva aborrecía a los hombres que no podían ajustarse bien los pantalones a causa de su tripa. También le ocurría a Jostein, pero Jostein era Jostein, y era diferente. El hombre se quitó descuidadamente la chaqueta y la tiró sobre la cama con un gesto muy familiar, como si estuviera en su propia casa. A Eva no le gustó, le pareció muy descarado. Luego vio que el hombre metía la mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacaba un billete que también tiró sobre la cama. Eva oyó la voz de Maja, pero hablaba tan bajo que tuvo que esforzarse para distinguir lo que decía. Se inclinó con mucho cuidado hacia delante y aproximó la oreja a la rendija todo lo que pudo.

– Te estaba esperando -oyó decir a Maja-. ¡Ven!

La voz sonaba dulce como la miel. «Yo nunca seré capaz de hablar así», pensó Eva espantada. De repente el hombre se acercó mucho, y aunque no era muy alto, a su lado Maja parecía aún más baja. A pesar de la tenue luz que iluminaba la habitación, Eva pudo ver cómo el hombre abría la bata verde de Maja y la deslizaba por los hombros de su amiga, hasta que la prenda cayó por fin al suelo. Eva miraba fijamente el cuerpo blanco y redondeado de Maja, y al hombre, pero no podía distinguir la expresión de su cara. La música sonaba agradablemente al fondo. Maja se acercó a la cama, y se tumbó lentamente boca arriba, con los brazos a lo largo del cuerpo. El hombre la siguió. Llevaba una camisa a cuadros que de repente sacó violentamente del pantalón. Como había pagado, podía tomar posesión de la mercancía con un evidente derecho de propiedad, y eso fue lo que hizo. Se arrodilló sobre la cama y empezó a desabrocharse el cinturón. Eva pudo ver las bragas negras de Maja y sus muslos rellenos. Ninguno de los dos hablaba, sus movimientos eran lentos y rutinarios; estaban haciendo algo que habían hecho muchas veces y seguían un sistema fijo. El hombre no perdió el tiempo, acabó de desabrocharse el cinturón y Eva pudo oír una cremallera que se bajaba. La cama crujía ligeramente mientras el hombre se acomodaba. Maja no se movía, y tampoco Eva. Miraba fijamente al hombre, que en ese momento se bajó los pantalones hasta los muslos. Luego le quitó las bragas a Maja violentamente. Ella le ayudó levantando con pereza el culo y enseguida se abrió de piernas. El hombre empezó a jadear, se sentó a horcajadas sobre Maja, le separó aún más las piernas y se lanzó dentro. Maja había vuelto la cara hacia un lado. Eva sólo veía el pelo ralo y el culo blanco del hombre, que se movía cada vez más deprisa. Pasaron unos instantes y se levantó, estiró los brazos, echó la cabeza hacia atrás, soltó un gemido ronco y dilatado, y se desplomó. En total había durado un minuto. Al caerse con la barbilla contra el colchón, su mano se deslizó fuera de la cama, y buscó a tientas en el borde un apoyo. Se oyó un sonido sordo. El hombre se estiró y miró al suelo. Eva vio que estaba buscando algo sobre la alfombra. Maja había girado la cabeza y enarcó las cejas, cuando el hombre de repente se incorporó. Tenía el cuchillo en la mano. Brillaba a la luz de la lámpara. El hombre lo miró asombrado, y luego miró a Maja, que estaba intentando levantarse. Eva se tapó la boca con una mano para ahogar un grito. Por unos segundos, hubo un silencio total en la habitación. Joe Cocker había acabado de cantar Up where we belong y se estaba tomando un respiro antes de pasar a la canción siguiente. La imagen que Eva estaba contemplando a través de la rendija hizo que se le helara la sangre en las venas y respirara con dificultad: Maja, todavía desnuda, estaba tumbada boca arriba sobre la cama, y el hombre, sin quitarle ojo, seguía sentado a horcajadas sobre ella, con los pantalones bajados hasta las rodillas y el puntiagudo cuchillo en la mano.

– ¿Qué coño es esto?

La voz denotaba sospecha. Miró a Maja, cuya actitud era tan dulce y cariñosa como antes: toda una profesional.

– Ni más ni menos que una pequeña seguridad para una mujer indefensa. Viene mucha gente rara por aquí.

Conque sí, pensó Eva.

– ¿Conque sí, eh? -gritó el hombre-. ¿Así es como nos ves? No tendrías pensado clavármelo, ¿no?

– Más bien has sido tú el que me ha clavado algo, ¿no? -se reía Maja con voz ronca.

El hombre seguía sin moverse, con el cuchillo en la mano.

– He leído algo sobre putas que roban así a la gente.

El hombre observó el cuchillo, le dio la vuelta y miró el cuerpo desnudo de Maja, su piel tan blanca, como gozando de lo que veía.

– Gracias -dijo Maja-. Ya me has pagado. Creo que ya es hora de que sueltes ese cuchillo. No me gusta que me estés apuntando con él.

– Y a mí no me gusta encontrarme cuchillos en la cama cuando he venido aquí con intenciones claras y honradas. ¡Uno no se puede fiar de vosotras ni de coña!

El hombre estaba montando en cólera. Eva se mordió el labio, casi había dejado de respirar. Maja intentó levantarse, pero él se lo impidió.

– ¡Relájate ya! -exclamó ella en voz alta-. No seas tan delicado.

– No soy delicado -objetó con voz arisca-. Vosotras sois las delicadas, siempre pensando que os queremos hacer daño. ¡Coño, un cuchillo y todo! ¿También tienes un arma de fuego?

– Naturalmente.

– Eres de las paranoicas, ya me lo imaginaba.

– El paranoico eres tú. Yo no tenía ninguna razón para clavarte el cuchillo. Al menos en un principio. Pero ya está bien. Vete ya, si no tendrás que pagar un extra.

– ¡Ja! ¡Me iré cuando haya acabado! -contestó el hombre, mientras tiraba de sus pantalones y se subía la cremallera haciendo grandes esfuerzos.

– Has acabado hace tiempo, y hay otros esperando.

– Lo siento por ellos. ¡Las putas sois la leche, joder! Te he dejado mil coronas por un trabajo de cinco minutos. ¿Sabes cuánto tengo que trabajar en la fábrica de cerveza para ganarme mil coronas?

– No -contestó Maja, que estaba empezando a cansarse. Miró el techo. Eva esperaba con tres dedos metidos en la boca.

– ¡Me cago en la puta! -murmuró el hombre intentando concentrarse en la hebilla del cinturón-. ¡Mujeres de mierda!

– ¡Ya está bien, joder! No hace falta que vuelvas. A partir de ahora no serás bienvenido aquí. Debería habértelo dicho hace mucho tiempo.

– ¿Ah, sí? -El hombre se detuvo y asintió con la cabeza, como si de repente lo comprendiera todo-. ¿Conque esas tenemos, eh? Nos recibís con los brazos abiertos y nos vaciáis la cartera, pero en el fondo ninguna de vosotras nos aguantáis. Así es, ¿verdad? ¡No hay nada más cínico que una puta, joder!

Maja se incorporó con gran esfuerzo y se apoyó sobre los codos. Intentó retirar las piernas, pero el hombre, ya fuera de sí, se lo impidió. Ella le dio un codazo y se escabulló de entre los muslos del hombre, buscando el cuchillo. De repente lo tenía en la mano. Se puso de rodillas y lo levantó; la punta vibraba. Maja tenía los ojos clavados en el hombre, que seguía sentado en la cama como si estuviera a punto de saltar, con su pequeña coleta rebosante, como la erección de un chiquillo, pensó Eva, con una mano entera metida en la boca, que mordía con fuerza para no gritar. Si el hombre se hubiera girado hacia la izquierda, habría visto el ojo de Eva, un puntito luminoso en la negra rendija de la puerta. Pero el hombre no se giró, sino que agarró un cojín y se lo puso delante como para protegerse. Miró a Maja, que estaba sentada sobre las rodillas, temblando, con el cuchillo en la mano. Un cojín y un cuchillo. Todo quedó en silencio.

Eva escondió la cara entre las manos. Quería hacer desaparecer esa amenazadora escena, le aterraba que el hombre la descubriera, que atravesara corriendo la habitación y abriera la puerta; se preguntaba qué conclusión sacaría si la viera allí, y pensaba en la rabia que sentiría si supiera que estaba sentada en la oscuridad observándolos. Permanecía inmóvil como una estatua, esforzándose por respirar tranquilamente. Joe Cocker había empezado otra canción, When a woman cries. En medio de la desesperación sintió un enorme alivio. Jamás permitiría que un desconocido entrara en esa habitación y la desnudara. No sólo finalizaría su carrera antes de haberla iniciado, sino que también convencería a Maja para que lo dejara. «En el fondo, Maja es una persona decente -pensó- que se preocupa por los demás, y casi dos millones ya estaba bien.» Tendría que contentarse con un hotel pequeño. Eva volvió a levantar la vista y miró a través de la rendija. El hombre había bajado por fín de la cama y estaba a punto de ponerse la chaqueta. Eva podía ver su nuca; el hombre miraba la habitación como queriendo asegurarse de que no olvidaba nada. Contuvo la respiración cuando vio que el hombre descubrió la puerta entreabierta. La miró fijamente durante algunos segundos, se dio otra vez la vuelta y cruzó la habitación. Algo iba mal. Nadie decía nada, había de repente un terrible silencio. Eva podía ver los pies de Maja, inmóviles bajo la colcha dorada, apuntando hacia los lados. Al hombre le entró la prisa, abrió rápidamente la puerta y se escabulló.


Eva no se movió.

Esperó a que Maja la llamara. Notó cómo la rabia le iba subiendo por dentro. Era una rabia dirigida hacia Maja, que la había metido en ese dudoso piso, jurando que era un trabajo seguro. Pero no oía ningún sonido procedente de la cama. Por fín se levantó, abrió la puerta de un empujón y vio el cuerpo blanco de Maja en diagonal sobre la cama. Estaba muy quieta, un cojín le cubría la cara.

Eva no gritó. Sería una de las típicas diabluras de Maja. No escatimaba nada cuando quería conseguir una buena carcajada. Eva se cruzó de brazos y movió la cabeza.

– Si vuelves a dejar entrar a ese tipo te perderé el respeto -dijo secamente.

Un coche arrancó en la calle. Eva se volvió rápidamente y se acercó corriendo a la ventana. Llegó justo en el momento en el que el coche se puso en marcha. «Es un Opel Manta -pensó-, como el que tuvo Jostein.» Le dio tiempo a ver parte de la matrícula: BL 74…

Las llantas chirriaron. El hombre dio un giro en forma de uve y estuvo a punto de chocar con un letrero que había en el borde de la acera. Luego desapareció a toda velocidad en dirección al pub. Eva siguió el coche con la mirada, luego volvió a la habitación. Se inclinó sobre la cama y levantó con cuidado una esquina de la gran almohada. Entonces gritó.


Fue un grito agudo, que le salió del fondo de la garganta. Maja estaba mirando fijamente el techo con los ojos abiertos de par en par. Sus dedos reposaban sobre la colcha muy separados. Eva retrocedió horrorizada y se golpeó la espalda contra la mesilla de noche, haciendo que la enorme lámpara con la pantalla del flamenco se tambaleara. La sujetó instintivamente con ambas manos para evitar que cayera al suelo, se volvió de nuevo y se acercó corriendo a la ventana; miró la calle desierta, ni un coche, ni una persona, sólo el suave murmullo del tráfico a lo lejos. Se inclinó sobre Maja, la cogió por los hombros y la sacudió. La barbilla le cayó hacia delante y se quedó con la boca abierta. Eva buscó desesperadamente el teléfono, pero no lo veía por ninguna parte; se precipitó hacia la otra habitación, miró en la mesilla de noche, volvió a la habitación de Maja y no pensó en encender más luz; seguía sin encontrar el teléfono, hasta que por fin descubrió un rojo y brillante coche deportivo en un estante. Era el teléfono. Se precipitó sobre él, levantó la carrocería para pedir ayuda, pero era incapaz de recordar el número de emergencias, acababan de cambiarlo, lo había visto en el Telediario, así que tendría que buscar la guía de teléfonos. No la encontró. Volvió a colgar y se dejó caer en un sillón. Se miró la bata roja, imaginándose de repente la habitación llena de policías uniformados y fotógrafos que le sacaban fotos con flash, sentada en el sillón, desnuda bajo la bata roja, como una puta.

Como una puta.

¿Qué diría? ¿Que había estado mirando a través de la rendija de la puerta? ¿Por qué no hice nada?, se preguntó asombrada. Porque todo había ocurrido muy deprisa. Había tenido miedo de que la descubriera, miedo de que la cólera de aquel hombre se dirigiera hacia ella. Estaba segura de que Maja sería capaz de dominar la situación. Maja, tan profesional. Se levantó de un salto y corrió hasta la otra habitación. Encontró su ropa y se cambió a toda prisa, atenta a cualquier ruido. ¿Y si de repente sonara el timbre de la puerta? ¿Y si llegara otro cliente? Ese pensamiento le hizo acercarse rápidamente a la puerta y cerrarla con llave. Era incapaz de controlar sus dedos y le resultó muy difícil abrocharse los botones. Con el rabillo del ojo veía en todo momento los pies blancos de Maja. «Nadie sabe que he estado aquí -se dijo a sí misma-, nadie salvo Maja. Si alguien se enterara, Jostein, la policía o la Protección de Menores, me quitarían a la niña. Me iré corriendo a casa como si todo esto nunca hubiera sucedido. No tiene nada que ver conmigo o con mi vida, yo no pertenezco a este lugar, a este piso de terciopelo y seda.» Fue tambaleándose por las habitaciones; encontró su bolso y su abrigo y de repente se dio cuenta de que sus huellas dactilares estarían por todas partes. Se detuvo en seco. Pero como no estaba en ningún registro no la encontrarían, pensó. Volvió a detenerse junto a la cama. Se acercó a la cabecera y se agachó. Había una mosca en la comisura de los labios de Maja. Le subió por la mejilla y se acomodó en el rabillo del ojo y luego empezó a entrelazar sus largas patas. Eva intentó espantarla, pero la mosca siguió su camino, llegó a las pestañas y por fin, como vacilando, entró en el globo del ojo. Allí se quedó. Era como si se hubiera sumergido en él.

Eva se tapó la boca con la mano y se fue corriendo al cuarto de baño. Sentía enormes arcadas y metió la cabeza en el inodoro para no manchar. Permaneció un buen rato babeando, intentando recuperar el aliento. Tenía un sabor amargo y agrio en la boca; vació la cisterna, fue a levantarse para beber y resbaló en su propio vómito, se precipitó hacia delante, y se golpeó la barbilla contra el borde de porcelana reventándose el labio inferior. Los dientes se le clavaron en la lengua y la sangre empezó a salir a gotitas. Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Tenía que dejar de mirar a Maja, de lo contrario, no saldría nunca de allí. Arrancó del rollo varios metros de papel higiénico y se puso a limpiar el suelo. Había vómitos por las paredes y por el pie del inodoro. Limpiaba una y otra vez y tiraba el papel al water, a la vez que vaciaba la cisterna para que el papel no se atascara, pero se atascó de todos modos y el papel mojado con su propio vómito se quedó flotando en el agua. Se dio por vencida, se acercó al lavabo a beber agua fría e intentó mantenerla un rato en la boca para detener la hemorragia. Por fin entró de nuevo en el dormitorio. De espaldas a Maja se preguntó cuánto tiempo permanecería allí el cadáver hasta que alguien lo descubriera. Luego volvió a sentarse. El edificio estaba en silencio, todavía era temprano, no debía precipitarse. Si alguien llamaba a la puerta no se movería. Se preguntó si podrían acusarla de cómplice de asesinato por haberse quedado mirando sin hacer nada. ¿Y si llamara y lo contara todo? ¿Toda la historia, desde el momento en que se encontraron en los almacenes Glassmagasinet? ¿La creerían? Echó un vistazo a su alrededor, a todos los objetos que Maja había coleccionado. Tenía un gusto exuberante, con mucho colorido. Sobre una mesita que había debajo de la ventana vio una enorme sopera con forma de fresón y unas hojas verdes de tapa. Eva se levantó lentamente, no entendió de dónde le vino la idea, pero se acercó a la ventana y levantó cuidadosamente la tapa de la sopera. Estaba llena de billetes. Se volvió a toda prisa hacia Maja, pero ella no podía verla. Era un gran fajo de billetes, seguramente varios miles de coronas. Buscó otros posibles escondites, y descubrió un florero blanco y azul con rosas de seda, sacó las flores y encontró otro montón de billetes. Un costurero también resultó estar rebosante. De repente se acordó de las botas del armario; fue hasta la entrada y abrió el ropero. Volcó los tres pares de botas y los billetes salieron a chorros. Eva empezó a sudar, metió el dinero en el bolso y siguió buscando. Encontró dinero en las dos mesillas de noche y en el botiquín del cuarto de baño. Conforme iba metiendo dinero en el bolso, iba estando cada vez más enfadada. Evitó volver a mirar el cadáver de Maja. Su amiga había destrozado algo en su vida. Le había revelado una faceta de ella misma que ignoraba, una faceta que le hubiera gustado no tener. La culpa era de Maja y ella ya no necesitaba ese dinero. Su bolso estaba rebosante de billetes de cincuenta, cien y mil coronas. Se pasó la mano por la frente para secarse el sudor. Sonó el timbre. Se escondió en un rincón, aterrorizada por la idea de que alguien mirara por el agujero de la cerradura. Dos breves timbrazos. Ahí está el hombre que hubiera sido mi primer cuente, pensó conteniendo el aliento y apretándose contra la pared. El timbre volvió a sonar. Tendría que esperar un rato hasta poder abandonar el piso. Nadie debería verla. Nunca había formado parte de eso, era un accidente. Los pasos del desconocido desaparecieron escaleras abajo. La puerta del portal se cerró de un golpe. Eva miró el reloj, eran las nueve menos cuarto. Echó un vistazo a Maja por última vez. No era muy guapa ya… esa forma de mirar y de abrir la boca. Es por tu culpa, sollozó. Luego esperó cinco minutos más, tiesa como un palo, de espaldas al cadáver, contando los segundos. Por fin abrió la puerta y salió a hurtadillas.


No se encontró con nadie por la escalera. Fuera el aire era oscuro y húmedo. Fue hacia la izquierda, no hacia la derecha, en dirección a Las armas del Rey. Volvió a girar a la izquierda, pasó por la iglesia metodista y por delante de la gasolinera Esso, giró otra vez a la izquierda, pasó por la compañía de seguros Gjensidige y caminó a lo largo del río hasta llegar a la rotonda. Tenía la lengua entumecida y con mal sabor, pero había dejado de sangrar. Apretaba el bolso contra el pecho. Continuó por la cuesta a paso tranquilo, cabizbaja y sin mirar a nadie; no podía andar demasiado deprisa, nadie debería ver a una mujer corriendo por esas calles, esa noche, exactamente a esa hora, por eso caminaba como si estuviera dando un paseo. No tiene nada de sospechoso que una mujer se dé un paseo por la ciudad, pensó. Hasta que no llegó al puente no empezó a correr.


Una hora más tarde estaba en el salón de su casa, con el bolso todavía apretado contra su cuerpo. Estaba agotada tras la larga caminata, pero no se había atrevido a parar ningún taxi. Le faltaba la respiración y sentía pinchazos en el pecho; quiso sentarse, pero primero tenía que esconder el bolso, le parecía totalmente descabellado dejarlo sobre la mesa como de costumbre, ya que estaba rebosante de dinero. Tendría que esconderlo. Alguien podría entrar. Miró a su alrededor en busca de un armario o un cajón, rechazó la idea y se fue al cuarto de la lavadora. Miró dentro del tambor, estaba vacío. Empujó el bolso hacia el interior y cerró la lavadora. Volvió al salón, iba a sentarse, pero fue otra vez a la cocina a por vino tinto. La botella estaba abierta; se llenó un vaso de los de leche y volvió al salón, miró fijamente por la ventana, hacia la oscuridad y el silencio. Dio dos grandes sorbos y decidió de repente echar las cortinas para que nadie pudiera mirar hacia dentro, aunque fuera no había nadie. Echó las cortinas en todas las ventanas y fue a sentarse con el vaso, cuando se acordó de que los cigarrillos estaban en el bolso, dentro de la lavadora. Volvió al cuarto de la lavadora y los cogió. Entró en el salón, pero se había olvidado del mechero y dio otra vez la vuelta. El pulso le latía cada vez más deprisa; encontró el mechero y pensó que por fin podría sentarse, cuando se acordó del cenicero. Se levantó una vez más y notó que los dedos le temblaban. Un coche pasó despacio por la calle, Eva se acercó corriendo a la ventana y miró por una rendija de la cortina; era un taxi. Estará buscando alguna casa, pensó; salió una vez más del salón, encontró el cenicero sobre la encimera de la cocina y encendió un cigarrillo. El teléfono no tiene línea, pensó, lo pensó con alivio, nadie podría localizarla. Había cerrado la puerta con llave. Aspiró una vez más el cigarrillo antes de dejarlo en el cenicero. Si apagara casi todas las luces parecería que no estaba en casa. Recorrió las habitaciones apagando una lámpara tras otra. La casa estaba cada vez más oscura, y los rincones negros.

Por fín se sentó en el borde del sillón, por si necesitaba levantarse otra vez. Tenía la desagradable sensación de haberse olvidado de algo, así que dio un trago de vino y fumó, a la vez que respiraba deprisa y febrilmente. Después de un rato, empezó a sentirse mareada. En su interior intentaba convertir los pensamientos en frases, pero no llegaba a terminarlas antes de que le surgieran nuevos pensamientos. Se sentía aturdida. Bebió más vino y encendió un cigarrillo tras otro. Eran cerca de las once. Puede que ya hubieran encontrado a Maja, tal vez alguno de sus clientes hubiera descubierto que la puerta estaba abierta. Pero si el hombre tenía mujer e hijos, puede que se hubiera alejado a toda prisa, como ella había hecho. Una puta puede morirse sin que nadie se tome la molestia de anunciarlo, pensó espantada. Tal vez Maja permaneciera sobre la cama mucho tiempo. Tal vez pasarían varios días, o incluso semanas, hasta que alguien diera la voz de alarma, hasta que empezara a oler a podrido en la escalera y los vecinos comenzaran a extrañarse. Eva fue a la cocina a por más vino. Pronto vendrá Emma, pensó, entonces todo volverá a ser como antes. Vació el vaso de pie, junto al banco de la cocina y se metió en el cuarto de baño. Sería mejor acostarse y dejar pasar el tiempo. Cuanto más deprisa pasara, mejor. Se cepilló los dientes y se metió debajo del edredón. Tal vez la localizara la policía a pesar de todo; sería mejor que empezara a pensar en lo que iba a decir.

Había cerrado los ojos y quería dormir, pero constantemente le llegaban nuevos pensamientos. ¿La había visto alguien entrar en el bloque de Maja? Pensaba que no. Pero en el restaurante La cocina de Hanna sí, y también en la cafetería de los almacenes Glassmagasinet. No podría negar que se habían encontrado, sería demasiado arriesgado. Tendría que relatar ese día tal y como había transcurrido, que habían comido juntas y que luego habían ido a casa de Maja. El cuadro, penso de repente. Apoyado contra la pared del salón. Pero podría haberlo llevado ese mismo día. ¿Debería confesar que sabía que Maja era una puta? Cuantas más verdades contara, mejor sería, ¿no? Sí, lo sabía porque Maja se lo había contado. Había querido contárselo. Nunca habían tenido secretos la una para la otra. Forzó sus ojos a cerrarse, no quería seguir pensando. El taxi, pensó de repente. Ese taxi que había pedido y la había llevado a Tordenskioldsgate con el cuadro envuelto en una manta. ¿Lo localizarían? Bueno, podía haber ido a casa de Maja con el único fin de entregarle el cuadro, podía haberse quedado un rato y luego haberse marchado porque Maja esperaba a un cliente. Así había sido, claro. Se encontraron el miércoles y tomaron café. Llevaban veinticinco años sin verse. Luego comieron juntas. Maja pagó. Quería comprar un cuadro, y al día siguiente envió un taxi para recogerlo. ¿Si había visto al cliente? ¿Oído algún nombre? No, se marchó bastante antes de que él llegara. No sabía nada de ese hombre ni quería saberlo, le parecía horrible, espantoso. «No sé cómo murió -pensó de repente-, sólo lo que he leído en los periódicos. Tengo que leer los periódicos. Tendré que escuchar la radio. No debo cometer ningún error.» Miraba al techo mientras entrelazaba los dedos debajo del edredón. ¿Cuando emitían las primeras noticias? ¿A las seis? Miró el reloj, que marcaba cerca de medianoche. Las manecillas verdes estaban muy abiertas, como las piernas de Maja bajo la oscura colcha. Pestañeó y abrió unos ojos como platos. Las pesadillas hacían cola en la parte posterior de su cabeza. Se levantó y fue al cuarto de baño, se echó la bata sobre los hombros y se sentó en el salón. Volvió a levantarse y encendió la radio, que estaba emitiendo música. Pensó: «Debo mantenerme despierta, mientras esté despierta sabré lo que está ocurriendo».

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