Capítulo 15

Cuando se sentó en el coche y Kollberg dio por terminada una bienvenida tan entusiasta como si su amo acabara, de llegar del Polo Sur, Sejer sabía que en ese mismo momento Magnus estaría llamando por teléfono a su ex mujer. Una pena, pensó, le hubiera gustado pillarla por sorpresa. De todos modos, Eva Magnus no tendría mucho tiempo para prepararse, porque él tardaría un cuarto de hora en ir de Frydenlund a Engelstad. Tal vez debería haber comprobado primero en el turno de guardia si realmente ella había llamado aquella noche y si, por alguna razón, la llamada no se registró. Pero no creía que se hubiera cometido tal error. Cualquier agente con la cabeza sobre los hombros sabía que no pocas veces era el asesino mismo el que llamaba, por eso pedían siempre el nombre y la dirección. Si alguien no quería identificarse había que registrar la llamada como anónima, indicando la fecha, la hora y el sexo. Iba conduciendo a una velocidad regular, sin dejarse tentar por el acelerador. Quizá le diera tiempo a llegar mientras Eva Magnus seguía hablando con su ex marido, o seguía buscando desesperadamente una excusa creíble. Porque, pensó, ¿quién encuentra un cadáver en el río, se encoge de hombros y luego se va a comer al McDonald's?

Para divertirse un poco marcó en el teléfono móvil el número de la casa que acababa de abandonar. Estaba comunicando.

Al tomar la calle vio que el chalet estaba oscuro y el patio vacío. El coche no se veía por ninguna parte. Se quedó allí un rato, tragándose la decepción. Las cortinas estaban en su sitio; no se ha mudado, se dijo a sí mismo para consolarse. Luego volvió a arrancar el motor, miró el reloj y decidió hacer un viaje relámpago hasta el cementerio. Le gustaba pasear por allí, observar cómo las manchas de nieve se hacían cada vez más pequeñas y comenzar a planificar lo que plantaría esa primavera en la tumba de Elise. Tal vez prímulas, pensó, irían muy bien con el croco morado que brotaría en cualquier momento, en cuanto hiciera un poco de calor.

La iglesia de ladrillos, grande y ostentosa, se erguía con mucha autosuficiencia sobre una de las colinas de la ciudad. A Sejer nunca le había gustado mucho, en su opinión sobresalía demasiado, pero no había otro lugar donde colocarla. La lápida era de piedra thulit roja, y como única inscripción habían grabado su nombre: Elise, en letras bastante grandes. Había omitido fechas, años y cosas por el estilo. Con ello se habría convertido en una de tantas, y ella no lo era, pensaba él. Al hurgar un poco en la tierra con un dedo, vio los primeros brotes verdosos y amarillos. Se alegró. Permaneció un instante con los ojos entornados, Elise al menos tenía compañía. El lugar más solitario del mundo, pensó de repente, sería un cementerio con una sola lápida.

– Kollberg, ¿qué se sentirá estando aquí? ¿Crees que hará frío?

El perro lo miró con sus ojos negros y las orejas alerta.

– Ahora también hay cementerios para perros, ¿sabes? Antes me hacía mucha gracia, pero con el tiempo he ido cambiando de opinión, porque ahora sólo te tengo a tí.

Acarició la gran cabeza del perro y respiró profundamente.

De camino al coche pasó por la tumba de Durban. Estaba completamente vacía, salvo un ramito de brezo seco y marrón. Deberían haberlo quitado. Se agachó rápidamente, retiró el brezo seco y limpió la tierra delante de la lápida. Echó el brezo en el cubo de basura que había junto al grifo de agua para regar. Se metió de nuevo en el coche, y como por un impulso repentino se dirigió a la comisaría.

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