Ninguno de los técnicos era capaz de recordar un mono verde.
Tampoco habían visto ninguna linterna, ni ninguna nota con algún nombre o número de teléfono apuntado. La guantera había sido vaciada y registrada a fondo. Encontraron los objetos que la gente suele llevar en la guantera: el permiso de circulación, un manual, un plano de la ciudad, un paquete de cigarrillos, un papel de chocolatina, dos encendedores vacíos. Y a pesar de que su mujer opinaba que el marido no era muy ligón, un paquete de condones. Se había tomado buena nota de todo.
A continuación llamó a la fábrica de cerveza. Pidió que le pasaran con el Departamento de Personal, y contestó al teléfono un amable señor con acento del norte.
– ¿Einarsson? Claro que me acuerdo de él. Fue una historia horrible. Además tenía familia, según tengo entendido. Era uno de nuestros empleados más puntuales. Apenas una falta, por lo que veo, en siete años, lo que dice mucho en su favor. En cuanto a los meses de septiembre y octubre del año pasado…, vamos a ver.
Sejer oía cómo hojeaba los papeles.
– Voy a tardar un poco. Aquí trabajamos ciento cincuenta hombres, ¿sabe? ¿Quiere que le vuelva a llamar?
– Prefiero esperar.
– De acuerdo.
La voz fue sustituida por una cinta con una música que tronaba en su oído. Era una canción sobre un hombre que fue a buscar cerveza. Muy divertido, pensó Sejer, por lo menos, mucho mejor que esas melodías de hilo musical que solían poner en todas partes. Era una versión danesa con acordeón. Muy alegre.
– Sí, exacto -carraspeó-. ¿Me escucha? Veo que un día de octubre fichó bastante tarde. Concretamente, el dos de octubre. No llegó hasta las nueve y media. Puede que se durmiera. Esos chicos se pasan bastante tiempo en el pub.
Sejer hizo tamborilear los dedos.
– Muchas gracias. Por cierto, una cosa, ahora que me acuerdo. La señora Einarsson se ha quedado viuda con un niño de seis años, y aún no ha recibido ningún pago de ustedes. ¿Es correcto?
– Pues sí, lo es.
– ¿Y cómo puede ser? Einarsson tenía un seguro suscrito con ustedes, ¿no?
– Sí, sí, así es, pero no sabíamos con certeza lo que había pasado. Las reglas en este caso son muy claras. A veces, la gente se esfuma sin más, quizá huyendo de algo, nunca se sabe. Ocurren tantas cosas raras hoy en día…
– En ese caso, Einarsson habría tenido que tomarse la molestia de matar una gallina o algo así primero -dijo Sejer secamente-, y luego haber vertido la sangre sobre el coche. Supongo que les darían algunos detalles, ¿no?
– Sí, es verdad. Pero le prometo que ahora que tenemos la información necesaria, daremos preferencia a este asunto.
Parecía perplejo. Su acento del norte se notaba cada vez más.
– Confío en usted -dijo Sejer.
Y asintió con la cabeza para sí mismo. En realidad, podría tratarse de una casualidad, pero no dejaba de ser curioso que Einarsson se durmiera justo ese día, la mañana siguiente al asesinato de Maja Durban.
Cruzó el puente, camino del pub Las armas del Rey. Conducía despacio, admirando las esculturas que había a ambos lados, separadas unos metros unas de otras. Representaban a mujeres trabajando, mujeres con cántaros de agua sobre la cabeza, con niños en los brazos, o bailando. Un elegante y magnífico espectáculo sobre las sucias aguas del río. Luego giró a la derecha, pasó por delante del viejo hotel y se deslizó lentamente por la calle de dirección única.
Aparcó el coche y lo cerró. El interior del local estaba muy oscuro y el ambiente muy cargado. Las paredes, muebles y demás enseres estaban impregnados de humo y sudor, que había penetrado en la madera, revistiendo todo el pub de esa pátina que tanto agradaba a los clientes. Las armas del rey colgaban en las paredes tapizadas de arpillera: viejas espadas, revólveres, fusiles, e incluso una impresionante ballesta vieja. Sejer se quedó en la barra, mientras sus ojos se habituaban a la oscuridad. Al fondo del local vio una puerta giratoria doble. En ese momento se abrió y apareció un hombre bajo, vestido con una chaqueta blanca de cocinero y pantalones de cuadros negros y blancos.
– ¿Podría hablar con el encargado? -preguntó Sejer.
Le gustaba ese anticuado traje de cocinero; amaba las tradiciones en general.
– Soy yo. Pero no compro nada.
– Policía -dijo Sejer.
– Eso cambia las cosas. Déjeme cerrar la puerta del congelador.
Se volvió a meter dentro. Sejer echó un vistazo a su alrededor. El pub tenía doce mesas colocadas en forma de herradura, en cada una de las cuales había sitio para seis personas. En ese momento ninguna de ellas estaba ocupada, los ceniceros estaban vacíos y las palmatorias sin velas.
El cocinero, que resultó ser también el encargado, salió de nuevo por la puerta giratoria con un gesto complaciente. En lugar de gorro de cocinero llevaba en el pelo gel, brillantina u otra materia pegajosa, porque los cabellos reposaban sobre su cabeza como el caparazón de un escarabajo. Sólo un huracán sería capaz de levantar uno de esos pelos y echarlo a la sopa. Muy práctico, pensó Sejer.
– ¿Está usted aquí todas las noches?
Se sentó sobre un taburete junto a la barra.
– Sí señor, todas las noches. Excepto los lunes, que cerramos.
– Un horario de trabajo bastante incómodo, me imagino, de pie hasta las dos todas las noches…
– Si tienes mujer e hijos, perro, coche, barco y casita en la montaña… entonces sí, muy incómodo. Pero yo no tengo nada de eso. -Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro-. Para mí es ideal. Además, estoy a gusto aquí, con los muchachos que frecuentan este lugar. Somos como una gran familia, ¿sabe?
Se subió al taburete de un salto.
– Bien.
A Sejer le hacía gracia el hombrecillo de pantalón a cuadros negros y blancos. Tendría cuarenta y tantos años; su chaqueta blanca estaba limpísima, lo mismo que sus uñas.
– Conocerá al grupo de la fábrica de cerveza. Suelen frecuentar este pub, ¿no?
– Solían. Esa pandilla se ha disuelto. No entiendo muy bien por qué. Pero claro, supongo que tendrá que ver con la desaparición de Primus.
– ¿Primus?
– Egil Einarsson. El Primus Motor de la pandilla. De alguna manera él era el que los mantenía unidos a todos. Por eso está usted aquí, ¿no?
– ¿Lo llamaban así?
El encargado sonrió, cogió un par de cacahuetes de un platito y lo empujó hacia Sejer. Le recordaron a enormes larvas y ni los tocó.
– Pero eran muchos, ¿no?
– En total unos diez o doce, pero el alma del grupo eran unos cuatro o cinco que venían casi a diario. Estaba completamente seguro de que esos chicos seguirían viniendo. No tengo ni idea de lo que pasó, salvo que a Primus lo apuñalaron. No entiendo por qué los demás han dejado de venir. Una triste historia. Esos muchachos representaban una gran fuente de ingresos. Lo pasaban bien aquí. Buena gente.
– Cuénteme qué hacían cuando venían, de qué hablaban.
El encargado se echó el pelo hacia atrás, un gesto totalmente innecesario.
– Solían jugar a los dardos -dijo señalando una gran diana que había al fondo del local-. Hacían torneos y cosas así. Charlaban, se reían y discutían. Bebían y decían tonterías. Como la mayoría de los hombres. Aquí estaban completamente relajados, jamás traían a sus mujeres. Este es un lugar de hombres.
– ¿De qué hablaban?
– De coches, mujeres, fútbol… Y del trabajo, si había sucedido algo especial. Y de mujeres, ¿ya lo he dicho?
– ¿Discutían a veces?
– Sí, sí, pero no en serio. Al final siempre quedaban como amigos.
– ¿Sabe el nombre de alguno de ellos?
– Bueno, sí, si Primus, Peddik y Graffen pueden considerarse nombres. Sus verdaderos nombres no los sé. Salvo el de Arvesen, el más joven de todos, Nico Arvesen.
– ¿Quién era Graffen?
– Uno que trabajaba en artes gráficas. Hacía carteles y material de publicidad para la fábrica de cerveza, muy bonitos, por cierto. No sé su verdadero nombre.
– ¿Cree que alguno de ellos pudo apuñalar a Einarsson?
– No, aunque nunca se sabe…, pero me extrañaría, eran amigos.
– ¿Conocían a Maja Durban?
– Todo el mundo la conocía. ¿Usted no?
Sejer pasó por alto la pregunta.
– La noche en que la mataron hubo bronca aquí, ¿no?
– En efecto. Y pensándolo bien fue por culpa de las luces azules. Normalmente no suele haber problemas, pero nadie está completamente a salvo.
– ¿La bronca empezó antes o después de que viera nuestros coches patrulla?
– Déjeme pensar… -Acabó de masticar los cacahuetes y se relamió los labios-. Creo que antes.
– ¿Y sabe qué la provocó?
– Fue por culpa del alcohol, está claro. Peddik bebió demasiado. Tuve que llamar a la policía, aunque no me gusta nada tener que hacerlo. Me enorgullezco de poner yo mismo las cosas en su sitio, pero aquella noche no sirvió de nada. Perdió completamente los estribos; no soy médico, pero creo que fue algo parecido al delirium tremens.
– ¿Solía armar bronca por regla general?
– Se irritaba rápidamente, eso sí, pero no era el único. Eran todos bastante alborotadores. De hecho, Primus era el más tranquilo, se agitaba un poco de vez en cuando, ¿sabe usted?, como esos miniterremotos de San Francisco, que hacen tintinear suavemente los vasos en los mueble bar. Casi nunca llegaba a mayores. Se traía a menudo el coche, entonces sólo bebía Coca-Cola o Seven Up. Siempre era el que anotaba cuando hacían torneos.
– ¿De manera que nuestra gente se llevó a ese Peddik?
– Sí, señor. Pero luego cambiaron de idea.
– Einarsson intercedió por él.
– Joder, ¿eso se puede hacer?
– Bueno, nosotros también estamos dispuestos a escuchar. No hay nada mejor que las redes sociales de protección, ¿sabe? No sucede con frecuencia. ¿No oyó usted nada en medio de la bronca?
– Algo sí, no pude evitarlo. «Mujeres de mierda», y cosas por el estilo.
– ¿Un lío de faldas, entonces?
– No creo. Sólo mucho alcohol en la sangre, y luego la toman con lo que más cerca tienen. No creo que su matrimonio fuera de lo más apasionado, por eso venían aquí, ¿no? -Sacó un palillo de un jarroncito que había en la barra y comenzó a limpiar sus uñas, aunque ya estaban limpias-. ¿Cree usted que hay alguna relación entre los dos asesinatos?
– Ni idea -contestó Sejer-. Pero no puedo dejar de hacer esa pregunta, ya que desde donde estoy ahora mismo veo la calle y casi hasta el bloque donde ella vivía.
– Entiendo. Una mujer estupenda, por cierto. Como deben ser las mujeres.
– ¿Venía aquí a menudo?
– No. Tenía gustos más refinados. Rara vez se pasaba por aquí, lo justo para tomarse una copa de coñac en tiempo récord y luego salir a toda prisa. No creo que tuviera mucho tiempo libre. Una chica muy trabajadora. No descansaba nunca.
– Esos chicos que se pasaban aquí la vida harían más de un comentario sobre ella, ¿no?
– El asesinato estaba aquí, en medio del local, como una caca fresca de vaca, y ellos la rodearon durante semanas. Siempre pasa lo mismo.
Sejer se bajó del taburete.
– ¿Y ya no vienen por aquí?
– Sí, de vez en cuando, pero no por sistema. Y ya no vienen juntos. Se toman un par de cervezas y se vuelven a marchar. Perdone -dijo de repente-, debería haberle ofrecido una copa.
– En otra ocasión. Tal vez venga cualquier día a tomarme una cerveza. ¿Es usted buen cocinero?
– Véngase una noche a tomar un Schnitzel Cordón Bleu.
Sejer salió y se detuvo en seco ante la penetrante luz del día. El cocinero lo siguió.
– Ya vino un poli antes, después de morir Durban. Un caballero inglés de esos con bigote de gato.
– Karlsen -dijo Sejer sonriendo-. Es de Hokksund.
– Bueno, eso no es impedimento para que sea buena gente.
– ¿Se fijó en si algunos de ellos desaparecieron en el transcurso de la velada y luego volvieron?
– Estaba claro que esa pregunta iba a llegar -dijo riéndose-. Pero soy incapaz de desenterrar cosas así. Entraban y salían a menudo, y al fin y al cabo, hace ya medio año. A veces se iban al cine a la sesión de las siete y luego volvían. Otras veces cenaban en el Peking y venían aquí después a emborracharse. Einarsson salía a veces a comprar una Egeberts, una marca de cerveza que yo no tengo. Pero justo aquella noche, pues no sé, la verdad. Espero que lo comprenda.
– Gracias por la charla. Ha sido agradable.
De camino a casa se paró en la gasolinera Fina. Entró en la tienda y cogió el periódico Dagbladet del estante. Detrás del mostrador había una chica rubia y guapa, con el pelo rizado, un poco llenita de cara y las mejillas redondas y doradas, como bollitos recién hechos. Pero sólo tenía diecisiete años, así que Sejer se limitó a hacer comentarios paternalistas.
– Tengo en mi garaje un mono igual que ése que llevas -dijo señalándolo.
– ¿Ah, sí? -exclamó la joven con una interrogante sonrisa.
– ¿Sabes si los hacen en tallas infantiles?
– ¡Dios mío! ¡No tengo ni idea!
– ¿No se lo podrías preguntar a alguien?
– Sí, pero tendría que llamar por teléfono.
Sejer consintió, y abrió el periódico mientras ella marcaba el número. Le gustaba el olor de la tienda de Fina. Era una mezcla de aceite y chocolate dulce, tabaco y gasolina.
– La talla más pequeña es para diez años. Cuesta doscientas veinticinco coronas.
– ¿Me puedes encargar uno? Seguramente le estará un poco grande, pero ya crecerá.
Ella asintió con la cabeza. Sejer dejó su tarjeta sobre el mostrador y le dio las gracias, pagó el periódico y salió de la tienda. Al llegar a casa sacó del congelador un paquete de sopa cremosa. Era de esas precocinadas, pero le supo a gloria. Sejer no era un gran cocinero, siempre se había encargado de eso Elise. A él ya no le importaba. En otros tiempos, el hambre era como un irritante hoyo en el estómago, mezclado con una maravillosa expectativa sobre lo que Elise habría preparado en sus cacerolas. Ahora el hambre era más bien como un perro ladrando: cuando hacía demasiado ruido le echaba una galleta para perros. Pero se le daba bien fregar los platos. Todos los días de su matrimonio, que había durado más de veinte años, él había fregado los platos. Se dejó caer sobre una silla junto a la mesa de la cocina y comió despacio la sopa cremosa, acompañada por un zumo de grosella. Dejó volar sus pensamientos, que se detuvieron en Eva Magnus. Buscó algo que pudiera servirle de pretexto para ir a verla de nuevo, pero no encontró nada. Su hija tendría más o menos la edad de Jan Henry. Y su marido se había marchado y probablemente jamás había conocido a Maja Durban. Pero nadie le prohibía hablar con él, seguro que había oído hablar de esa mujer. Sejer sabía que cada dos fines de semana la niña pasaba uno con su padre, lo que significaba que viviría en la región. Intentó acordarse del nombre y no lo logró. Pero lo encontraría. Hablaría con él por si acaso, nunca se sabe. Un nuevo nombre en la lista. Tenía tiempo de sobra.
Acabó de comer, enjuagó el plato debajo del grifo y se acercó al teléfono. Llamó al club deportivo y se apuntó para saltar el sábado siguiente, siempre que no hiciera demasiado viento, dijo, porque no lo soportaba. Luego buscó el apellido Magnus en la guía, y deslizó lentamente el dedo por la columna de nombres. Tal y como había pensado, lo reconoció nada más verlo: Jostein Magnus. Ingeniero superior. Domicilio: Lille Frydenlund.
Volvió a la cocina, se preparó una gran taza de café y ocupó su sillón en el salón. Kollberg llegó al instante y puso la cabeza sobre sus pies. Abrió el periódico y en mitad de un ardiente artículo a favor de la Unión Europea se durmió.