Capítulo 12

Emma estaba de nuevo en casa, era un alivio. Eva ya no tenía más pensamientos que pensar, volvía a dar vueltas a lo mismo una y otra vez; era mejor tener a la niña cerca, con todo lo que eso conllevaba de prisas y trajín. Ahora sólo restaba esperar. Cogió a su hija de la mano, esa mano suave y gordita, y la condujo hasta el coche. No había mencionado la mochila de cuero rosa que le esperaba en casa del abuelo, sería una sorpresa. No quería robarle a su padre los gritos de alegría de la niña, no tenía ocasión de oírlos muy a menudo. Emma se sentó en el asiento de atrás y se puso sola el cinturón de seguridad. Llevaba un traje pantalón de color marrón que le sentaba bastante bien y Eva la había ayudado a peinarse. El abuelo vivía algo distante, a una media hora en coche, y cuando sólo llevaban cinco minutos de viaje, Emma empezó a dar la lata. Eva se irritó. Tenía los nervios a flor de piel y no aguantaba gran cosa.

– ¿Me compras un helado?

– ¡Pero si acabamos de meternos en el coche! ¿No podríamos por una vez llegar a casa del abuelo sin parar a comprar nada?

– ¿Solo un polo?

«Estás demasiado gorda -pensó Eva-. No deberías comer nada en mucho tiempo.»

Nunca le había dicho a Emma que estaba gorda. Se le había metido en la cabeza que la niña no lo sabía, y que si ella, su madre, se lo decía, la gordura se convertiría en un verdadero problema para ella.

– Espera por lo menos a que salgamos de la ciudad -dijo secamente-. Además, el abuelo nos está esperando. Tal vez haya preparado algo de comida, y no debemos estropear el apetito.

– Pero si no se puede estropear un apetito -dijo Emma incrédula. No entendía ese fenómeno, ya que ella siempre tenía apetito.

Eva no contestó. Pensó que pronto empezaría el colegio y que tendría que ser examinada por el médico escolar. ¡Ojalá hubiera más alumnos con el mismo problema! Al ser una clase de veinticuatro, cabía esa posibilidad. ¡Qué extraño! Estaba pensando en el futuro, un futuro en el que tal vez ni siquiera tomaría parte. Quizá sería Jostein el que la acompañara al colegio, peinara sus rebeldes cabellos y la cogiera de su mano gordita. El tráfico era fluido; Eva respetaba los límites de velocidad con gran precisión. El que nadie pudiera pillarla por nada se había convertido en una obsesión, no debía llamar la atención. En cuanto salieron de la ciudad pasaron por una gasolinera Esso, que estaba abierta las veinticuatro horas.

– ¡Mamá, ahí es muy fácil parar para comprar un helado!

– ¡Emma, ya está bien!

Su voz era cortante. Se arrepintió y añadió en un tono más suave:

– Tal vez a la vuelta. -Se hizo el silencio. Eva vio la cara de la niña por el retrovisor sus redondos mofletes y esa ancha barbilla que había heredado de su padre. Era una cara seria, que no sabía nada del futuro y de todo lo que tendría que pasar si…

– Estoy viendo el asfalto -dijo Emma de repente. Iba colgada del cinturón mirando el suelo del coche.

– Ya lo sé. Es óxido. Vamos a comprarnos un coche nuevo, lo que pasa es que no he tenido tiempo.

– Pero ya podemos permitírnoslo, ¿verdad? ¿Podemos, mamá?

Eva miró por el espejo retrovisor. No había ningún coche detrás.

– Sí -dijo en tono cortante.

El resto del viaje transcurrió en silencio.

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