Llegó el sábado, y con él un tiempo despejado y tranquilo. Sejer estudió la manga catavientos al entrar con el coche en el aeródromo de Tarlsberg. En realidad parecía un preservativo gigante usado, tirado por alguno de los dioses, que caía flaccidamente sobre el asta. Aparcó el coche, sacó el paracaídas del portaequipajes y lo cerró. Llevaba el traje en una bolsa de plástico. El día era excelente, tal vez dé para dos saltos, pensó. Descubrió a algunos de los jóvenes ya en plena marcha. Llevaban trajes de saltar rojos y azules turquesa, tan ceñidos como los maillots de los patinadores de competición, y sus paracaídas enrollados parecían pequeñas mochilas.
– ¿Compráis esos chismes en botes de spray, o qué? -preguntó Sejer mirando los flacos cuerpos de los chicos, en los que se dibujaba claramente cada músculo, o mejor dicho, la carencia de ellos, bajo la finísima tela.
– Exactamente -dijo un chico rubio-. Con esa tienda de campaña que tú llevas no se puede coger gran velocidad. -Se refería al traje de Sejer-. Pero en tu trabajo tendrás movimiento de sobra, ¿no?
– Pues sí, más bien. Para mí éste frena lo justo.
Dejó caer al suelo el traje y el paracaídas y miró fijamente al cielo haciéndose sombra con la mano.
– ¿En qué vamos a volar hoy?
– En el Cessna. Cinco a la vez, y los viejos saltan primero. Hauger y Bjørneberg vendrán luego, podrás unirte a ellos en una pequeña formación a tres, ¿no? Sois de la misma categoría de peso, me parece. Si no, podrías olvidarte de tus habilidades.
– Me lo pensaré -contestó secamente-. Pero para ir cogido de la mano de alguien, prefiero quedarme en tierra. Precisamente, una de las cosas que me gustan de ahí arriba -dijo señalando al aire- es la soledad. Allí arriba es inmensa. Ya lo entenderás cuando te hagas mayor.
A Sejer no le gustaba más el salto en formación que la natación sincronizada. Sacó una Coca-Cola de la máquina y se quedó un rato sentado en el extremo de la lona. Tuvo cuidado de no manchar mientras bebía lentamente, observando a los paracaidistas que ya empezaban a saltar. En primer lugar lo hizo un grupo de aprendices. Parecían cornejas heridas que se precipitaban al suelo de las maneras más extrañas. El primero aterrizó con la barbilla en la tierra arada, el segundo se golpeó contra el ala de un agresivo avión de aeromodelismo que daba vueltas por la hierba. Los paracaidistas tenían que compartir la pista de aterrizaje con el club de aereomodelismo, un eterno conflicto que a veces se aproximaba a una guerra. Se oyeron maldiciones y blasfemias. «Joder, qué fácil parece cuando se salta desde una banqueta de cocina», pensó. Así se entrenaban, saltaban diez o quince veces desde una banqueta de cocina, rodaban y volvían a ponerse en pie de un salto con una enorme agilidad. La realidad era muy distinta, él mismo se fracturó el tobillo la primera vez, y Elise esbozó una sonrisa cuando volvió a casa cojeando, con el pie escayolado. No fue una sonrisa maliciosa, pero sí era cierto que le había advertido de antemano de los peligros que ese deporte conllevaba. Por lo demás, había tenido mucha suerte, tal vez demasiada. Después de sus dos mil diecisiete saltos no había tenido ninguna penalización, y eso era inquietante. Todo el mundo tenía alguna, y antes o después, también le tocaría a él. «Tal vez me llegue hoy», pensó. Tenía esos mismos pensamientos cada vez que se sentaba sobre la lona a preparar su primer salto. No debía olvidar jamás que antes o después tiraría de la manivela, miraría al cielo y comprobaría que no había ningún paracaídas sobre él, ese paracaídas azul y verde que tenía desde hacía quince años y que nunca había dado motivos para ser sustituido.
Se levantó y dejó la botella en el coche. Estudió el paisaje, que resultaba llano y aburrido desde el suelo, pero que desde diez mil pies de altitud se convertía en una hermosa acuarela. El aire era cristalino y el sol hacía brillar las ventanillas del coche. Luego se puso el mono azul, se ató el paracaídas y se dirigió lentamente hacia el avión rojo y blanco que estaba aterrizando. Primero se metieron dos chicos y una chica de unos dieciséis años. Sejer se sentó junto a la puerta; iban como sardinas en lata, con las rodillas encogidas hasta la barbilla y las manos cruzadas delante de los pies. Se tensó los cordones de las botas, se puso el casco de cuero y saludó con la cabeza al muchacho que hacía el número cinco y que a duras penas logró sentarse entre los demás. El piloto se giró, levantó un pulgar y arrancó. El avión no hacía mucho ruido pero dio unos cuantos tumbos en cuanto empezó a rodar. En ese momento siempre procuraba vaciar su cabeza de pensamientos; miró los coches aparcados al pasar junto a ellos y notó cómo se despegaban las ruedas del suelo. Seguía la aguja del altímetro conforme iban subiendo, con el fin de comprobar que todo estaba en orden. Se aproximaban a los quince mil pies. Vio el fiordo azul y el tráfico de la autopista centellear; desde esa altura parecía que los coches se movían muy despacio, como á cámara lenta, aunque en realidad iban a noventa o cien. Alguien carraspeó, los tres jóvenes repasaron la formación con las manos, parecían niños vestidos con monos alegres jugando a algo. El número de revoluciones iba bajando. Sejer tensó bien la cuerda del casco, volvió a comprobar una vez más los cordones,de las botas y la aguja del altímetro que seguía subiendo, y sonrió al ver las pegatinas en la puerta del avión, nubes blancas con distintos textos: Blue sky forever, Chickens turn back! y Give my regarás to mama. Ya estaban arriba. Hizo una seña con la cabeza a Trondsen, que estaba enfrente de él, para indicarle que quería saltar en primer lugar. Se volvió hacia el interior del avión, quedando de espaldas a la puerta y contempló esos rostros jóvenes tan peculiarmente lisos; realmente tenían aspecto de niños. No podía recordar haber tenido nunca la cara tan lisa, aunque claro, hacía mucho tiempo, más de treinta años, pensó. En ese momento Trondsen abrió la puerta de tal modo que el bramido de fuera y la presión del viento, que empujaba a Sejer hacia el interior del pequeño avión, le impidieran caer antes de estar listo. «Puede que no se te abra, Kohrad», se dijo a sí mismo. Se lo decía siempre en esos momentos para no olvidarlo. Levantó el pulgar, miró por última vez los jóvenes rostros sin sonreír, ellos tampoco le sonreían, se echó hacia atrás y cayó.