Levantó la cabeza y vio una zapatilla azul; luego fue subiendo la mirada por la pierna del hombre preguntándose cómo no se había caído. Parecía todo tan tonto… Como si se hubiera quedado dormido mientras observaba el motor. Era extraño que no pasara nada. Nadie había acudido corriendo, no se oía ninguna sirena. Estaban los dos solos, completamente solos en la oscuridad.
Nadie los había visto. Nadie sabía dónde estaban, tal vez ni siquiera que estaban juntos.
Eva se levantó con gran esfuerzo, tambaleándose ligeramente, y notando lo mojada y pegajosa que estaba. El coche distaba del agua unos diez o doce metros, y el hombre no era muy grande, pesaría alrededor de setenta kilos. Ella pesaba sesenta, tal vez pudiera hacerlo. Si el río se lo llevaba a la deriva, pasaría algún tiempo antes de que lo encontraran; flotaría en dirección a la ciudad; y si movía también el coche, no encontrarían el lugar donde había sido asesinado y donde ella, sin duda, había dejado huellas. Aguzó el oído, asombrada de la lucidez y coherencia de sus pensamientos, y se acercó al coche. Levantó el capó cuidadosamente y volvió a poner la varilla. El hombre seguía colgado. No quedaba otro remedio que tocarlo, tocar la cazadora resbaladiza, que tenía grandes manchas de sangre. Cerró automáticamente las fosas nasales ante el olor, lo cogió por los hombros y le dio un empujón. El hombre cayó hacia atrás como un saco sobre sus pies, y ella se apresuró a retirarlos. Estaba tumbado boca arriba. Se inclinó sobre él y se le ocurrió sacarle la cartera del bolsillo, pensando que así tardarían más tiempo en averiguar quién era. Pero eso era ridículo. Lo agarró por debajo de los hombros, se volvió a mirar el río y empezó a arrastrarlo hasta allí. Era más pesado de lo que pensaba, pero la hierba estaba húmeda y él se deslizaba fácilmente con las piernas muy separadas. Eva lo arrastraba dos veces y descansaba, otras dos veces y volvía a descansar; y lentamente se iba acercando al río. Después de un rato se paró y miró la pálida calva antes de seguir. Por fin el hombre tenía la cabeza en el agua. Eva lo soltó. Había muy poca profundidad. Dio un par de pasos. Estuvo a punto de resbalar en las piedras, pero aún le cubría muy poco. Finalmente el agua helada rebasó sus botas y se metió en ellas. No obstante dio algunos pasos más, y se detuvo cuando el agua le llegaba a las rodillas. Volvió a la orilla, lo agarró de nuevo y empezó a arrastrarlo hasta la corriente. El hombre flotaba ya y era mucho más fácil moverlo. Continuó internándose en el agua hasta que sintió la corriente peligrosamente sobre los muslos. Entonces le dio la vuelta para que quedara boca abajo. El hombre chapoteó y se balanceó un par de veces, luego comenzó a moverse con la corriente. Su calva era una mancha clara en el agua oscura. Eva seguía dentro del río como petrificada, viéndolo alejarse. El agua le llegaba casi hasta las caderas. De repente ocurrió algo muy extraño: uno de los pies del hombre se levantó y su cabeza desapareció bajo el agua. Parecía estar buceando. Se oyó un suave murmullo en medio del constante rumor y el hombre desapareció. Eva siguió mirando, esperando que emergiera de nuevo, pero el río seguía fluyendo y desaparecía en la oscuridad. Salió del agua y se giró por última vez. Volvió al coche y bajó el capó con mucho cuidado. Cogió la linterna y la cartera, y abrió el maletero. Estaba ordenado y limpio. Descubrió un mono verde de nailon y se lo enfundó. Seguía con los guantes puestos, no se los había quitado en todo el tiempo. Se sentó por fin en el asiento del conductor. Volvió a salir del coche de un salto y comenzó a buscar en la hierba. Encontró la funda del cuchillo justo delante del coche y se la metió en el bolsillo. Pasaba un par de coches por la carretera y esperó para encender las luces. Cuando ya no se veía ninguno, puso el Manta en marcha y condujo lentamente por la pequeña arboleda. Subió la calefacción a tope y se internó en la carretera. Sus pies eran como dos bolas de carne muerta. Tal vez lo encontraran en cuanto se hiciera de día. O quizá, pensó, se había enganchado en alguna cosa y no salía a la superficie. Eso le había parecido: que la ropa o tal vez uno de los brazos se había enganchado en algo que había en el fondo, como un árbol que hubiera caído al río o algún otro objeto, y tal vez se quedara balaceándose con la corriente hasta que su esqueleto fuera consumido por el agua y los peces. Es un coche agradable de conducir, pensó. Mantenía una velocidad constante, mientras se dirigía a la ciudad. Cada vez que se cruzaba con algún vehículo contenía la respiración, como si los demás conductores pudieran ver a través del cristal lo que había sucedido. Después de pasar el puente, se metió en la autovía en dirección hacia Hovland y el vertedero. Allí dejaría el coche. Lo encontrarían enseguida, tal vez incluso al día siguiente; nada podía esconderse eternamente. Y luego perderían el tiempo rastreando en el vertedero. Y tal vez él fuera a la deriva hasta muy lejos, quizá hasta el mar, y apareciera en la orilla de otro lugar, de otra ciudad, y entonces buscarían otra vez en el sitio equivocado y el tiempo pasaría, posándose como un polvo gris sobre todas las cosas.