Su padre les había dejado la puerta abierta. Había visto a lo lejos el viejo Ascona; así que llamaron al timbre y entraron sin esperar. El hombre estaba mal de las piernas y andaba muy despacio. Eva le dio un cariñoso abrazo, como siempre hacía. Olía a cigarrillos Players y a loción para después del afeitado. Emma tuvo que esperar su turno.
– ¡Las mujeres de mi vida! -gritó el padre feliz. Y añadió-: ¡No adelgaces más, Eva! Con esa ropa pareces un palillo negro.
– Te agradezco el piropo -contestó ella-, pero a ti tampoco te sobra mucha grasa, así que tengo a quién parecerme.
– Bueno, bueno. Menos mal que hay gente que sabe disfrutar de este mundo -dijo, cogiendo a Emma por la cintura con su delgado brazo-. Ve a mi despacho, hay algo para tí.
La niña se separó de él y salió corriendo de la habitación. Un instante después oyeron un grito de alegría que resonó en toda la casa.
– ¡Rosa! -gritó y volvió a entrar ruidosamente.
Qué mal le queda con el pelo rojo, pensó Eva con tristeza; habría sido mucho mejor una marrón. Intentó ahogar esos pensamientos sombríos que asomaban por todas partes.
Su padre había encargado un pollo en la tienda, y Eva le ayudó a prepararlo.
– Podríais quedaros a dormir y así beberíamos un poco de vino -dijo en tono suplicante-, como en los viejos tiempos. Pronto me olvidaré por completo de cómo se comporta la gente. Tú eres la única persona que viene a verme.
– ¿Jostein no viene nunca?
– Sí, de vez en cuando. No puedo quejarme de él -se apresuró a decir-. También me llama y me envía postales. Me gusta mucho Jostein, en realidad fue un yerno estupendo. También lo decía tu madre.
Emma bebió cerveza de jengibre y devoró el pollo con gran apetito. El padre necesitaba un poco de ayuda para cortarlo. Cuando estaba solo comía casi siempre sopa, pero no se lo decía a su hija. Eva le limpió la carne, le quitó los huesos y le echó vino. Era la marca Canepa, la única que su estómago toleraba, y de la que bebía gran cantidad. Al mismo tiempo, iba echando comida en el plato de Emma. No debería hacerlo, pero mientras tuviera comida delante, no se acordaría del cadáver del río.
– ¿Tienes con quién acostarte estos días, hija? -preguntó su padre de repente.
Eva abrió unos ojos como platos.
– No, no tengo a nadie.
– Bueno, bueno -dijo él-, ya lo tendrás.
– Es posible vivir sin eso, ¿sabes? -dijo Eva en tono arisco.
– Bastante lo sé yo, ¡llevo catorce años viudo!
– ¡No me creo que hayan pasado catorce años desde la última vez! -protestó Eva-, ¡te conozco!
Su padre se reía entre dientes y bebía el vino a pequeños sorbos.
– No es muy sano, ¿sabes?
– No voy a buscarme a uno en la calle, ¿no? -replicó ella, e hincó los dientes en un crujiente muslo de pollo.
– ¿Por qué no? Lo único que tienes que hacer es invitarle a cenar a tu casa. La mayoría aceptaría la invitación, estoy seguro. Eres una chica guapa, Eva. Un poco flacucha, pero guapa. Te pareces a tu madre.
– No, me parezco a ti.
– ¿Vendes algún cuadro? ¿Trabajas mucho?
– La respuesta a la primera pregunta es no. Y a la segunda sí.
– Si necesitas dinero, dímelo.
– No necesito nada. Bueno, quiero decir que hemos aprendido a arreglárnoslas con poco.
– Antes no podíamos permitirnos el lujo de ir al McDonald's -dijo Emma en voz alta-, pero ahora sí.
Eva notó que se estaba sonrojando. No le hacía mucha gracia, pues su padre la conocía bien y era muy observador.
– ¿Tienes algún secreto que desconozco?
– Tengo casi cuarenta años, claro que tengo secretos que desconoces.
– Está bien, entonces no diré nada más. Pero pobre de ti si necesitas algo de mí y no me lo pides. Me pondría de muy mal humor, que lo sepas.
– Ya lo sabía -dijo Eva sonriendo.
Terminaron de comer en silencio. Eva echó el vino que quedaba en la copa de su padre y recogió la mesa. Pensó que tal vez fuera la última vez que hacía todo eso en casa de su padre. A partir de entonces, siempre pensaría así.
– Túmbate un poco en el sofá. Voy a hacer café.
– Tengo algún licor -dijo él con voz ronca.
– Bien, ahora lo cojo. Ve a echarte, yo fregaré los platos y leeré un poco a Emma. Luego nos beberemos otra botella de vino.
El hombre se levantó con gran dificultad y ella lo cogió por el brazo. A Emma se le ocurrió cantar para que su abuelo se durmiera pronto, y a él le pareció bien. Eva se fue a la cocina, metió unos billetes en un frasco que su padre guardaba en el armario y echó agua en el fregadero. Mientras, la voz de Emma resonaba en toda la casa. Su canción decía: «Ahora tendremos que decirnos adiós, Johannes…», y Eva tuvo que agarrarse al fregadero, llorando y riéndose a la vez.
Cuando cayó la tarde, Eva echó una manta por encima de su padre y le puso unos cojines debajo. Apagaron casi todas las lámparas y se quedaron sentados en la penumbra. Emma dormía con la puerta abierta, y oían sus suaves ronquidos.
– ¿Echas de menos a mamá? -preguntó Eva acariciando la mano de su padre.
– Cada hora del día.
– Creo que está aquí ahora.
– Claro que está aquí, de una manera u otra. Pero no sé exactamente cómo, no lo veo muy claro.
Buscó en la mesa un cigarrillo, y ella se lo encendió.
– ¿Por qué crees que se sentía tan infeliz?
– No lo sé. ¿Crees en Dios? -prosiguió él.
– ¡No seas ridículo!
Volvieron a quedarse callados y así permanecieron durante mucho tiempo. Él no paraba de beber vino y Eva sabía que al final se dormiría en el sofá y luego se despertaría con dolor de espalda; siempre le pasaba lo mismo.
– Cuando sea mayor, quiero casarme contigo -dijo Eva. Estaba cansada y tenía sueño. Cerró los ojos y supo que ella también se quedaría dormida en el sofá con la cabeza apoyada en el respaldo. No podía resistirse. En el salón de su padre se sentía segura, como cuando era pequeña y él la protegía. Ya no podía hacerlo, pero, de todos modos, era una sensación agradable.