Eran las nueve de la noche cuando se metió en el coche. Al cabo de dos horas y media se había fumado diez cigarrillos. La tienda amarilla no se veía por ninguna parte. Se le estaban entumeciendo las piernas y le dolía la espalda. De repente le pareció que era una idea descabellada. Fuera del coche reinaba una oscuridad total, y ya había dejado atrás Veggeli y el café donde siempre había un gran troll fuera; había pasado por todos los pequeños pueblos, reconociéndolos uno a uno por sus nombres. Iba por buen camino, estaba segura. La tienda tenía que estar al lado derecho de la carretera y debería estar iluminada, como suelen estarlo las tiendas durante toda la noche. Pero no se veía más que una completa oscuridad; ninguna casa, nada de tráfico. El bosque se alzaba a ambos lados de la carretera como negras paredes, era como conducir hacia el fondo de una profunda garganta. De la radio salía una música que de repente le resultó estridente y pesada. ¡Dónde coño estaba esa tienda!
Se fue hacia un lado de la carretera y paró el coche. Encendió otro cigarrillo y se puso a reflexionar. Era cerca de medianoche y se sentía cansada. Tal vez no encontrara nunca esa tienda, puede que se hubiera equivocado. Hacía tanto tiempo… veinticinco años, no éramos más que unas crías. Maja dirigía el grupo y las demás la seguían como mansos corderos: Eva, Hanne, Ina y Else Gro. Llevaban viejos sacos de dormir verdes y latas de comida, tabaco de liar y cerveza. Quizá hubieran derribado la tienda amarilla y construido en su lugar un enorme centro comercial. Aunque en medio del bosque no solían levantar centros comerciales, ¿no? Seguiría conduciendo un poco más, se daría veinte minutos; si no la encontraba, daría la vuelta. También podía pasar la noche en el coche y seguir buscando cuando se hiciera de día. Pero la idea de dormir en el asiento de atrás no era muy tentadora; estaba en el culo del mundo, ni siquiera estaba segura de que se atreviera a quedarse en el coche. Arrancó, volvió a la carretera y apagó el cigarrillo en el cenicero, que estaba repleto. Volvió a mirar el reloj y aceleró. La carretera pasaba por un puente, creía recordar, había muchas ovejas y cabras, y una cuesta muy empinada llena de curvas cerradas. Durante el invierno, la carretera se cortaba en el hotel de montaña, y Maja tenía que subir en esquís el último trecho. Menos mal que aún no había nieve, aunque quizá allí arriba ya había nevado, entonces tendría que recorrer el último trecho abriéndose paso entre la nieve; era algo que no se le había ocurrido. Eva no era muy aficionada a la vida al aire libre, y se sentía muy torpe. Encendió otro cigarrillo, el tabaco empezaba a provocarle náuseas; buscaba alguna luz en el bosque oscuro y subió la calefacción del coche. El aire era distinto allí arriba, mucho más fresco. ¡Joder, qué lejos estaba eso! Puede que Elmer estuviera ya en la cama, con las pesadillas haciendo cola para mantenerle despierto, o tal vez estaba sentado en el salón con su tercer whisky, mientras su mujer dormía ya el sueño de los inocentes. No debía de ser fácil acostarse con la imagen de Maja en la retina, con la sensación de sus piernas pataleando para librarse de él mientras la apretaba contra el colchón con la almohada. Maja tuvo que haber opuesto una gran resistencia. Su amiga era fuerte, pero los hombres lo eran muchísimo más, ése era un hecho que nunca dejaba de asombrarla. Ni siquiera hacía falta que fueran muy corpulentos, era como si estuvieran hechos de otra materia. Frenó de repente. Vió luces un poco más adelante, al lado izquierdo de la carretera. Poco a poco iba apareciendo ante sus ojos el conocido cartel cuadrado de color naranja, con una gran S [4].
Samvirkelaget. La tienda amarilla. Y allí estaban el camino y el puente. Cruzó la carretera y cambió a segunda antes de iniciar la subida por el montañoso camino. Se le volvió a acelerar el pulso y se imaginó la cabaña, un taquito de madera, sencillo y modesto, escondiendo en su interior un tesoro, un verdadero castillo encantado, la llave de una vida sin preocupaciones. Maja debería verla en ese momento, le habría gustado; le gustaba la gente que aprovechaba los bienes que la vida ofrecía. Al menos, no le habría hecho ninguna gracia que el dinero hubiera ido a parar al Estado. Dos millones, ¿cuánto sacaría de intereses si le dieran un seis o un siete por ciento? No, no podía ir al banco. Se mordió el labio, tendría que guardarlo en el sótano. Nadie debería enterarse, ni siquiera Emma. Y tendría que procurar no derrochar, no hablar en sueños y no emborracharse. La vida se volverá muy complicada, pensó. Su Opel Ascona subía gateando por la ladera; no se encontró con un solo coche, era como hallarse en otro planeta, en un lugar totalmente desierto, incluso las ovejas habían desaparecido. Tal vez hacía demasiado frío para ellas. Eva no sabía nada de esas cosas. Al cabo de quince minutos vió a la derecha el hotel de montaña. Continuó por el mismo camino, vió el lago y buscó el lugar por el que se bajaba hasta él. No había rastro de nieve, pero allí arriba había más luz, y el cielo era inmenso. A la izquierda vio una cabaña bastante grande, por una ventana salía luz. Se estremeció un instante. Si había gente, debería tener mucho cuidado. Los propietarios de las cabañas de montaña solían conocerse y estar en contacto. Era gente de Oslo, tenían cabañas en ese lugar desde hacía varias generaciones. Sí, anoche vimos pasar un coche por aquí sobre las doce. Era el ruido de un motor desconocido, pues Amundsen tiene un Volvo, y Bertrandsen un Mercedes Diesel. De manera que era alguien forastero, eso es seguro.
Eva tomó la curva y siguió el lago. Estaba tranquilo como un espejo y tenía un aspecto metálico, como si estuviera cubierto por una capa de hielo. Divisó una pequeña cabaña junto al agua y pensó que habría un camino que conduciría hasta ella. Lo encontró; estaba lleno de baches y agujeros, por lo que condujo con mucho cuidado. Miraba constantemente a su alrededor, pero no veía luz en ninguna parte. No se detuvo hasta encontrarse junto al agua. Era posible dar la vuelta a la cabaña y aparcar en la parte de atrás. Así lo hizo. Apagó el motor y las luces y por un instante permaneció inmóvil en medio de una completa oscuridad.
Estaba a punto de cerrar la puerta del coche pero cambió de idea. La puerta de un coche al cerrarse sonaría como el disparo de un rifle en el silencio. Se limitó a juntarla sin hacer ruido, y se metió la llave en el bolsillo. Luego se colgó a la espalda la mochila con el martillo, el cincel y la linterna, se subió la cremallera del anorak y se ató la capucha. No recordaba muy bien la distancia que había desde allí, pero calculaba que unos quince o veinte minutos andando. Hacía mucho, mucho frío; caminaba con la cabeza agachada, dando largos pasos por el desigual terreno. Esperaba ser capaz de reconocer la cabaña cuando llegara hasta ella. Recordó que por la parte de atrás discurría un arroyo, un arroyo en el que se habían lavado los dientes y del que habían cogido agua para el café. Por todas partes se erguían las montañas, negras y altivas. El pico más alto era el Johovda, habían subido hasta arriba del todo. Recordaba haber contemplado desde allí la altiplanicie de Hardanger y haberse sentido extrañamente pequeña, pero, el ver que la mayor parte de las cosas del mundo eran más grandes que ella, fue una sensación agradable. Le gustó. «Curioso -pensó de repente, caminando sola en medio de la oscuridad-, todos sabemos que vamos a morirnos y sin embargo vivimos todo lo que podemos.» Este pensamiento le hizo estremecerse.
Al doblar una curva, vio unas cabañas a lo lejos; eran varias, cuatro o cinco, pero no había luz en ninguna de ellas. Aceleró el paso. Si no se equivocaba, la cabaña estaba en un lugar solitario junto al arroyo. Bueno, podía ser que hubieran construido esas cabañas más tarde; de todos modos, mientras no hubiese luz en ninguna de ellas y no se vieran coches aparcados, no importaba. Estaban colocadas de una forma muy extraña en medio del paisaje, parecían paquetes de raciones de emergencia lanzados desde un avión, esparcidos a boleo. Desde donde ella se encontraba, todas parecían negras. Se acercó a la primera, era marrón y con los marcos de las ventanas blancos. Observó luego la de la izquierda; estaba más cerca del arroyo, pero no estaba pintada de rojo, aunque eso tampoco significaba nada, podían haberla pintado de otro color en todos esos años. Anduvo más despacio; había una placa de madera colgada en una de las paredes, tenía aspecto de nueva, y aunque no se acordara del nombre de la cabaña, estaba segura. Esa era la cabaña de Maja. Se llamaba Hilton.
Fue a la parte de atrás. El arroyo se internaba por el brezo; era más profundo de lo que recordaba, pero reconoció las piedras sobre las que solían sentarse, y el pequeño sendero que parecía una serpiente pálida y conducía a la entrada. Había llegado. Estaba sola. Nadie sabía nada y la noche era larga. «Voy a encontrar ese dinero -pensó-. ¡Aunque tenga que abrir el suelo de madera con mis propias uñas!»
No se atrevió a encender la linterna. Estudió las ventanas con lo poco que podía ver en la oscuridad. Parecían bastante endebles, sobre todo la ventana de la cocina, pero estaba muy alta, necesitaría algo en qué subirse. Volvió a dar la vuelta a la cabaña, y vio un montón de leña y un tajo para cortarla. Pesaba mucho, era casi imposible moverlo, pero serviría para subirse encima. Lo agarró e intentó empujarlo hacia delante. Funcionó. Tiró la mochila al suelo y se puso manos a la obra. Logró arrastrar el pesado tajo hasta la ventana de la cocina. Luego fue hasta la mochila, cogió el cincel y se subió en el tajo. Por un instante, allí subida, en medio de la oscuridad otoñal, con el cincel en la mano y el corazón tronando de codicia, estuvo a punto de perder el aliento. No se reconocía a sí misma. No era su cabaña, no era su dinero. Bajó de un salto del tajo. Se apretó el pecho durante unos instantes, inhalando el aire helado. De repente el pico del Johovda se erguía amenazante hacia el cielo, como si quisiera advertirle de algún peligro. Podría volver a casa con la mayor parte de su moral intacta, salvo esas sesenta mil que ya había cogido, pero el día anterior no estaba en sus cabales, había actuado incontroladamente, y por eso podría perdonarse. Esto era otra cosa. Era robo con agravante, era aprovecharse de la muerte de Maja. Los truenos del corazón iban disminuyendo poco a poco. Volvió a subirse en el tajo. Vacilando, metió el cincel en una rendija entre la ventana y la pared. La madera era blanda como la carne y penetró bastante. Al soltarlo se quedó dentro. Eva bajó del tajo y con el martillo introdujo aún más el cincel. Luego soltó el martillo y empujó el cincel hacia un lado. La madera cedió. Oyó el ruido de astillas que se resquebrajaban. La falleba del interior se rompió con un pequeño chasquido. La ventana se abrió unos diez o veinte centímetros, y se quedó colgando de la bisagra de arriba. Eva echó un vistazo a su alrededor, cogió la mochila y abrió la ventana del todo. Estaba cubierta por una tela oscura. Metió la mochila por la abertura y lanzó la herramienta. A continuación metió la cabeza, luego los brazos y finalmente intentó introducir todo el cuerpo. El tajo debería haber sido más alto, tendría que saltar. Lo peor era esa abertura tan estrecha. Flexionó las rodillas, dio un gran salto y quedó balanceándose en el borde, con la cabeza y los brazos dentro y las piernas fuera. La ventana le arañaba la espalda. La cocina estaba completamente oscura, pero notaba el banco debajo de las manos; se deslizó cuidadosamente por el borde, apoyó el pie en el marco interior de la ventana y cayó estruendosamente al suelo, llevándose consigo jarras y jarrones. Hizo mucho ruido y se dio con la barbilla en el cemento. Por un instante se quedó luchando en el suelo, medio enredada en una esterilla. Luego se incorporó, intentando recuperar el aliento. Ya estaba dentro.
Todas las ventanas estaban cubiertas con telas oscuras para impedir que penetrara la luz, así que no había peligro de que se viera nada desde fuera, y encendió la linterna.
Lanzó un intenso rayo de luz blanca hacia la chimenea y se colocó en medio de la habitación intentando orientarse. El sofá estaba cubierto por una manta de cuadros. En él solía sentarse Maja a contar sus aventuras, que no eran pocas, aunque sólo tenían trece años. Y sus amigas la miraban con los ojos abiertos como platos, con una mezcla de espanto y veneración. Algunas bajaban la vista. Ina cerraba la boca a cal y canto y se negaba a seguir escuchando porque era creyente.
Dentro de la chimenea había un troll con verrugas en la nariz y un abeto en la mano. Del techo colgaba una bruja que la miraba fijamente con sus relucientes ojitos de botones. Vio la mesa del comedor, una pequeña rinconera colgada en lo alto de la pared, el aparador con tazas y platos, una cómoda, seguramente llena de manoplas y gorros, dos pequeños dormitorios cuyas puertas estaban abiertas, la minúscula cocina, con sus cajones y armarios, la pequeña anilla de hierro en el suelo y la trampilla que tendría que abrir para llegar al sótano, un excelente escondite, por cierto, frío y oscuro. Otro lugar apropiado era la leñera, donde guardaba las herramientas, o la letrina, que estaba en un pequeño anexo al que se accedía por un pasillo desde la cabaña. Siempre iban de dos en dos, histéricas y aterradas, porque Maja les había leído en voz alta terribles historias de cadáveres descuartizados de la Revista de Casos Criminales. Iban con los hombros encogidos y la lámpara de petróleo colgando. Y allí estaba también la cocina de gas. «¡No hagáis saltar la cabaña por los aires!», fueron las últimas palabras del padre de Maja cuando se metió en la furgoneta para volver a la ciudad. Sobre el sofá había dos grandes estanterías, repletas de libros baratos de bolsillo y cómics. Recordó que Maja tenía varios números de la revista picante Cocktail. Solían leerla en voz alta, pero siempre después de que Ina se hubiera acostado.
Eva tenía frío. No debería estar allí perdiendo el tiempo, tenía que trazar un plan, intentar ponerse en el lugar de Maja cuando tuvo que decidir dónde esconder el dinero para que nadie lo encontrara. Tenía mucha imaginación y seguro que se le ocurrió algo muy ingenioso. Eva pensó instantáneamente en la letrina, en la posibilidad de que el dinero estuviera enterrado entre los excrementos. También podía haberlo enterrado fuera, bajo los matorrales. Se levantó, intentando no dejarse dominar por el pánico. Contaba con un tiempo limitado, tendría que salir de allí antes del amanecer. El método de la eliminación, pensó. Debería excluir todos los lugares en los que era seguro que no se encontraba el dinero, los lugares más evidentes, tales como el aparador, la rinconera y la cómoda. Tendría que buscar sistemática y tranquilamente. Se le ocurrió que podría estar en alguna bolsa de plástico o en sobres cerrados con una goma, protegidos contra la humedad. En el primer dormitorio había una cómoda. Rechazó esa idea, y se concentró en otras posibilidades más originales. Primero el sótano, ése era al fin y al cabo el peor sitio. Metió la mano por debajo de la anilla de hierro y levantó la trampilla. Se encontró con un enorme agujero negro del que subía un aire helado. Puede que hubiera ratas allí abajo. La trampilla se mantenía levantada con la ayuda de una cadena y Eva bajó con la linterna en la mano. No se podía estar de pie, así que se agachó e iluminó las paredes. Había frascos de mermelada y pepinillos en vinagre, vino tinto, vino blanco, oporto, jerez y más frascos de mermelada, y una caja de galletas con imágenes de Blancanieves y la Cenicienta. Al agitarlo, oyó el sonido a galletas bailando de puro susto. También había patatas heladas con brotes largos, y algunas latas que también levantó, pero pesaban mucho y estaban cerradas, algunas botellas de cerveza y más vino. A Maja no le había dado tiempo a cerrar la cabaña antes de la llegada del invierno. El cono de luz se deslizaba por el suelo de piedra rugoso; olía a moho y humedad. No había nada más. Se sentó en el último escalón e iluminó trozo por trozo el minúsculo cuarto, lenta y minuciosamente. Ni una caja, ni un hueco en la pared de piedra. ¿Era posible enrollar los billetes y meterlos en botellas de vino vacías? ¡Por Dios, no! Se levantó y subió de nuevo a la cocina. Cerró la trampilla y empezó a registrar los armarios. Volvió a cerrar inmediatamente el de los vasos y platos, pero miró con más detenimiento el armario de las cacerolas, las iluminó por dentro y por el fondo. Nada. Echó un vistazo dentro de la cocina de gas, fue a la salita e iluminó debajo del sofá. Quizá debería mirar dentro de los libros, tardaría mucho en abrirlos todos, pero seguro que allí no lo había escondido. En cambio, podría estar en la chimenea. Metió un pie dentro e iluminó el tiro. Nada. Luego pensó en el banco que había junto a la mesa de comer. Era de madera, de esos que se abrían. Dentro había zapatillas y viejas botas de esquiar, jerséis gordos, un viejo anorak y dos arpilleras. De repente descubrió una vieja radio y se le ocurrió pensar que Maja podría haberla abierto, vaciado y metido dentro el dinero, pero no estaba segura de que hubiera tenido tanta pericia técnica como para hacerlo.
Pensó en la panera, que estaba sobre la encimera y en la sopera. Tal vez dentro del reloj de pared, o en esa vieja mochila colgada de un clavo en la pared. Allí está, pensó tirando de la mochila. Vacía. Eva dirigió la luz hacia su reloj, era casi la una. Luego entró en los dormitorios, levantó la ropa de la cama y los colchones, y a pesar de todo, registró las cómodas y dos pequeños armarios en los que había anofaks y plumas. Un viejo cuenco de madera estaba lleno de bufandas y calcetines de lana. Volvió a la cocina y abrió todos los Jxascos de porcelana, pero contenían lo que ponía en los letreros: sal, harina, arroz y café. Luego se fue a la entrada y miró detrás de una cortinilla que colgaba delante de un banco, pero no encontró más que una palangana, un cepillo de fregar y un frasco pegajoso de lavavajillas. Quedaba el anexo: el pequeño taller, la leñera y la letrina. La puerta rechinó peligrosamente al abrirla, la habitación no tenía ninguna ventana. El suelo crujía bajo sus pies. Oyó cómo el anorak sonaba ligeramente en el silencio. De pared a pared había un gran banco de trabajo. Vio colgada una chapa para herramientas, sobre la que alguien había calcado cada herramienta para que después de usarlas resultara fácil devolverlas a su sitio. Otro tajo para cortar leña. Viejos muebles de jardín, un colchón de goma espuma medio comido por los ratones, esquís y palos. Un quitanieves manual. Eva no sabía por dónde empezar. Tal vez lo mejor sería abrir de una vez la puerta de la letrina, entrar e iluminarla. Eso hizo. El cuarto era minúsculo, pero había dos asientos y la letrina tenía mucha caída. Los dos agujeros estaban tapados con espuma de poliuretano y el cuarto no olía demasiado mal. Seguramente no la había utilizado nadie en mucho tiempo. Había una foto del príncipe heredero Haakon, vestido con un jersey azul, pegada en la pared. Sus dientes lucían blanquísimos en la oscuridad. ¿Sabría que estaba colgado en los retretes de la gente? El suelo estaba cubierto por un trozo de arpillera. Eva empujó hacia un lado una de las tapas y se inclinó sobre el agujero. Intentó contener el aliento mientras iluminaba el interior de la letrina por si el dinero estuviera pegado con celo a las paredes. No vio nada. Levantó también la otra tapa e iluminó el agujero por dentro. Muy abajo, en el fondo, se veía una masa marrón vaga y confusa, en la que se distinguían algunos trozos de papel blanco. Se imaginó que el dinero estaba en el fondo, debajo de todo ese revoltijo, en una caja de metal, por ejemplo. ¡Estaría bueno! Se levantó y respiró. Tal vez debería comprobarlo pinchando con una pala de esquí. Había varios pares junto al banco. De repente se sintió muy tonta, el dinero no podía estar enterrado en los excrementos, por supuesto que no, todo tenía un límite. Por un instante se quedó desconcertada. Debajo del banco de trabajo había un viejo cubo de plástico lleno de manchas, un par de botellas de aguarrás y un bote de pintura grande, tal vez de diez kilos. Se acercó, se agachó y leyó: «Pintura para exteriores. Marrón». Agitó el bote y oyó que algo se movía en su interior. Metió los dedos por debajo de la tapa pero no logró levantarla; siguió intentándolo sin ningún éxito, hasta que por fin cogió un destornillador de la chapa que había sobre el banco, lo metió por debajo de la tapa y consiguió abrir el bote. Estaba lleno de paquetes planos, paquetes envueltos en papel aluminio; parecían paquetitos de merienda. Eva dio un respingo, sujetó la linterna con la barbilla, y abrió rápidamente uno de los paquetes: ¡un fajo de billetes! ¡Por fin lo había encontrado!
Eva se cayó hacia atrás con el paquete en la mano. Maja había tenido la misma ocurrencia que ella. ¡Había metido el dinero en un bote de pintura vacío! Se tapó la cara con las manos y permaneció así un instante; se sentía abrumada por todo ese dinero del que nadie sabía nada, que no pertenecía a nadie, por esa extraordinaria suma que tenía en las manos: un inmenso seguro de vida. Recogió los demás paquetes, once en total. Eran abultados, como si contuvieran cuatro o cinco rebanadas de pan, pensó, mientras los colocaba en un montón en el suelo. Ya no tenía frío, la sangre corría velozmente por sus venas y respiraba como si acabara de hacer una larga carrera; incluso tenía la sensación de que le sudaba la frente. Buscó las cremalleras de los numerosos bolsillos del anorak para meter los billetes en ellos. Dos paquetes en cada bolsillo y el resto en el del pantalón. Funcionaría. Tenía que cerrar bien las cremalleras, no podía arriesgarse a que se le cayeran los paquetes en el camino de vuelta, ya que había decidido correr hasta el coche, con el fin de librarse de toda esa inusual energía que se le iba extendiendo por todo el cuerpo. Una carrera, una enloquecida carrera a través de los matorrales, eso era lo que le hacía falta. Se levantó para llegar más fácilmente a los bolsillos y en ese momento oyó un ruido. Era un sonido familiar, de los que oía todos los días, y que por tanto reconoció inmediatamente. El corazón le dio un vuelco, se paró como si hubiera recibido un hachazo. Era el ruido de un coche.
Un coche que se estaba acercando con fuertes rugidos a la cabaña, Eva oyó cómo reducía la velocidad y el sonido del brezo helado que le rozaba los guardabarros. La intensa luz de los faros penetraba a través de las agrietadas paredes. Eva estaba de pie, con los paquetes de dinero en las manos, transformada en una estatua de sal. No había ya ni un sólo pensamiento en su cabeza, habían volado todos, sólo sentía un pánico ciego y dejó que su cuerpo se encargara de todo. Este actuó, libre ya de todos los pensamientos, y Eva volvió a colocar los paquetes en el bote, puso la tapa, lo cogió por el asa y se fue a hurtadillas hasta la puerta. El suelo crujía suavemente, mientras el motor del coche seguía en marcha. Abrió la puerta del retrete, levantó una de las dos tapas y metió el bote dentro. A continuación apagó la linterna.
Sonó la puerta de un coche al cerrarse. Eva oyó pasos rápidos y poco después el ruido de una llave en la cerradura. ¡Era medianoche y alguien estaba a punto de abrir la puerta de la cabaña de Maja! No podía ser nadie con buenas intenciones, pensó Eva, mientras oía el chirriar de bisagras oxidadas. Alguien entró con pasos firmes en la pequeña cabaña.Unos segundos después la persona desconocida descubriría la ventana abierta y registraría toda la cabaña. Eva no era capaz de pensar, estaba como sobre un barco en llamas; prefirió tirarse al revuelto mar. Resueltamente, metió una pierna dentro de la letrina, se apoyó en el borde y comprobó que no podía meter la otra porque el agujero era demasiado pequeño, así que volvió a sacarla, metió las dos piernas a la vez, y se dejó caer dentro del oscuro agujero, agitando los pies mientras esperaba dar contra el fondo. Por fin llegó a una especie de masa blanda en la que se sumergió. Los pasos de la persona desconocida seguían oyéndose en el interior de la cabaña. Eva cogió la linterna y la dejó caer a sus pies. Luego se puso en cuclillas, haciendo enormes esfuerzos por meter los hombros y buscó a tientas la tapa para cubrir el agujero. La balanceó sobre las yemas de los dedos y logró colocarla encima de su cabeza. Se encontraba rodeaba de una oscuridad total, no entraba ni un rayo de luz por ninguna parte; se sumergió otro poco y se sentó con la frente apoyada en las rodillas. Al principio, cuando estaba arriba iluminando la letrina, no había notado demasiado el mal olor, pero allí abajo el hedor llegaba a oleadas, conforme Eva iba calentando el contenido con su cuerpo. Respiraba lo menos que podía, con la nariz apretada contra las rodillas. La linterna había rodado hacia un lado y estaba fuera de su alcance. Entre sus piernas tenía el bote con los dos millones de coronas. Oyó que una puerta se cerraba violentamente dentro de la cabaña y a alguien que maldecía. Era una voz de hombre y estaba furioso.
Tenía que procurar respirar por la boca. No abrió ni un instante las fosas nasales. Temía desmayarse. Intentó escuchar y averiguar lo que estaba haciendo el hombre, no cabía duda de que estaba buscando algo y al parecer, no le importaba nada hacer ruido. Puede que hasta hubiera encendido las luces. De repente se acordó de la mochila; la había dejado tirada en el salón. Estuvo a punto de vomitar. ¿Habría visto la luz de la linterna? No lo creía. Pero esa mochila en el suelo… ¿Se imaginaría que ella seguía allí? ¿Pondría la cabaña patas arriba buscándola? Tal vez era lo que estaba haciendo justo entonces, así que en cualquier momento podría entrar en la leñera y abrir violentamente la puerta del retrete. Pero no quitaría la tapa del agujero para iluminar la letrina por dentro, ¿no? Eva apretó la nariz contra las rótulas de las rodillas y respiró suavemente con la boca. Durante algunos instantes no oyó nada, pero enseguida volvió a empezar el barullo. Al cabo de unos minutos oyó que los pasos se acercaban; ya estaba en la entrada; algo se cayó y sonaron nuevas maldiciones. El hombre entró en la leñera. De nuevo se hizo el silencio. Se imaginaba que estaba mirando fijamente la puerta de la letrina, pensando, como haría cualquiera, que alguien se escondía allí dentro. Dio unos pasos más. Eva se encogió y esperó. Oyó un gran crujido cuando el hombre entró. El mundo se detuvo por completo durante unos segundos y Eva quedó reducida a una masa temblorosa de miedo y sangre caliente que bombeaba por su cuerpo. Pero de repente se paró todo: la respiración, el corazón y la sangre, que se había convertido en una espesa y grumosa masa. Tal vez estaba a un metro de distancia, tal vez podía oír su respiración, por eso Eva dejo de respirar y sintió que sus pulmones estaban a punto de estallar. Cada segundo era una eternidad. Luego volvió a oír pasos, el hombre estaba saliendo del cuarto y tropezó con algo sobre el banco de trabajo. De repente a Eva se le ocurrió que el desconocido podía necesitar ir al retrete. Si pensaba seguir buscando, era probable que pronto sintiera necesidad, y entonces entraría, levantaría una tapa y orinaría dentro del agujero. Si eligiera el agujero más próximo a la pared, orinaría sobre sus pies y si eligiera el otro, sobre su cabeza. Si encendiera la luz, vería que había alguien sentado en la oscuridad, con un bote de pintura entre las piernas. No entendía quién podía ser ese hombre: Maja había mentido u omitido algo; Maja era la que la había metido en esa absurda situación, como había hecho mil veces antes, la que le había abierto esa posibilidad de conseguir dinero, montones de dinero, aunque ella nunca hubiera deseado tanto, tan sólo lo suficiente para la comida y los gastos fijos, no era ambiciosa. Se lo habría entregado gustosamente; tal vez pudieran compartirlo, pensó, porque él no tendría más derecho a ese dinero que ella; al fín y al cabo, ella y Maja habían sido amigas de la infancia, habían compartido todo. Maja la había nombrado su única heredera. En ese momento, el hombre estaba haciendo un ruido infernal en uno de los cajones de herramientas, a juzgar por los sonidos estaba enfurecido, colérico. La cabaña parecería un campo de batalla cuando hubiera acabado. Se preguntó si se le ocurriría hacer noche allí, si se acostaría en una de las literas bajo un grueso edredón, mientras ella tenía que quedarse sentada en ese montón de excrementos, con los pies entumecidos. Si se viera obligada a permanecer así hasta la mañana siguiente, correría el riesgo de tener gangrena, se moriría de frío, de desesperación y de hedor, pero tal vez él fuera un simple ladrón como ella y tuviera que marcharse antes del amanecer. Esa era la esperanza de Eva. Eso era lo que esperaba mientras el hombre recorría la cabaña buscando, sin parar de buscar. Eva notó que le estaba entrando sueño, pensó que no debería dormirse, pero no podía evitarlo, así conseguía alejar algo el olor, o tal vez estaba ya completamente anestesiada. Qué maravilloso poder dormir un poco. De repente pensó que tal vez tuviera dificultades para salir del agujero, sería imposible tomar impulso desde ese montículo blanduzco, puede que se quedara allí atrapada, abandonada a su suerte, hasta perecer con dos millones entre las rodillas. Tal vez debería pedir socorro, intentar salir, quitarse la ropa, y compartir la fortuna con ese pobre hombre que no sabía dónde buscar. Pensaba en eso mientras captaba vagamente que por fin se había hecho el silencio. Quizá el hombre se había tumbado en el sofá y tapado con la manta a cuadros. Tal vez había cogido una botella de vino tinto del sótano, lo había calentado en la cocina de gas y le había añadido azúcar: vino tinto ardiente y dulce, una manta calentita y fuego en la chimenea. Eva movió los dedos y notó que estaban entumecidos. Lentamente se cerró a sí misma, se cerró al frío y al olor, cerró los ojos y la mente, dejando abierta una rendija por si el tipo volvía a entrar para orinar o para seguir buscando, pero la rendija era cada vez más pequeña, y Eva se sumergía cada vez más en la oscuridad. Un último pensamiento le pasó velozmente por la cabeza: ¿Cómo diablos había llegado hasta allí?
Sonó un fuerte golpe.
Eva se sobresaltó. Abrió los brazos por un acto reflejo y dio con el codo en la madera podrida. Puede que el hombre lo hubiera oído, ya que las paredes estaban poco aisladas y reinaba un gran silencio. Eva comprendió que el golpe lo había dado la puerta al cerrarse. El hombre estaba fuera de la cabaña, junto a la pared del retrete; dio unos tres o cuatro pasos y luego se detuvo. Eva escuchó, intentando adivinar lo que estaba haciendo, completamente rígida ya, incapaz de mover ni brazos ni piernas. El hombre tosió y a continuación se oyó el sonido familiar de un fuerte chorro que alcanzó el suelo helado. El hombre estaba orinando. Típico de los hombres, pensó, son tan vagos que ni siquiera se molestan en ir al servicio, se limitan a sacar su cosa por la puerta, y eso fue lo que la salvó de ser descubierta. Estuvo a punto de echarse a reír de puro alivio. El chorro seguía sonando fuera. El hombre llevaría mucho tiempo conteniéndose y tal vez se habría tomado una cerveza. Puede que ya hubiera terminado y estuviera a punto de marcharse. Era extraño que no hubiera mirado dentro de la letrina, seguro que no tenía ni pizca de imaginación, pensó. Ella habría metido la pala de esquí en el montón de excrementos si no hubiera encontrado el bote de pintura. Comenzó a crecer dentro de ella la esperanza de que todo estuviera a punto de acabar, y con la esperanza volvió el frío y las extremidades entumecidas, junto con el hedor, que era ya insoportable. El hombre volvió a entrar. «¿Qué hora será? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?», pensó Eva, esforzándose por respirar tranquilamente. Empezaron otra vez los ruidos: puertas, cajones y muchos pasos que iban y venían por el suelo. Tal vez era ya de día y todo estaba iluminado, el hombre podría haber echado abajo las telas oscuras de las ventanas, y seguiría buscando. Entraría otra vez en el retrete y miraría por el agujero. Se le ocurriría como una ráfaga, como se le había ocurrido a ella. Intentó imaginarse lo que diría cuando descubriera su cabeza, y se enterara del tiempo que llevaba ahí abajo. No daría crédito a sus ojos y se enfadaría, si es que había acudido con buenas intenciones. Pero Eva no creía que fuera así. Oyó la puerta de nuevo y la llave en la cerradura. No podía creerlo, no podía creer que el hombre realmente fuera a marcharse. No se le movía ni un pelo, los pasos se iban alejando y por fin llegó el sonido que más había ansiado oír: el de la puerta de un coche al cerrarse. Eva empezó a temblar de pies a cabeza. El motor arrancó con un rugido y Eva respiró aliviada; rugió durante un buen rato y ella seguía sin moverse, se limitaba a esperar mientras el coche comenzaba a maniobrar en la oscuridad, tal vez estaba dando marcha atrás con el fin de salir de cara. Oyó ramas que golpeaban el coche y el ruido del motor cada vez más suave. Luego aceleró. Ya estaría en el camino; aceleró de nuevo; el motor sonaba cada vez menos, hasta que por fin dejó de oírse.
Una gran tranquilidad invadió todo su cuerpo.
Puso las manos sobre el bote y respiró gimoteando. Intentó enderezar las piernas, que estaban retorcidas como viejas raíces de pino. Tenía los pies completamente insensibles. Con una mano empujó hacia un lado la tapa que cubría el agujero. Todo seguía oscuro, como si todavía fuera noche cerrada. La linterna, pensó de repente, ¿dónde está la linterna? Apretó los puños resistiéndose, antes de empezar a buscar a tientas entre los excrementos, entre sus propias piernas, por las paredes; no había mucho sitio, tendría que encontrarla. Por fin notó el helado mango metálico detrás de su cuerpo. Tal vez se hubiera estropeado. Encontró el interruptor. Funcionaba. Con un suspiro de alivio miró el reloj. Eran las tres y media. Habría oscuridad durante varias horas más y tenía tiempo de sobra. Sacó la linterna por el agujero y la colocó sobre el asiento, luego se agarró al borde e intentó subir. Le dolía la espalda y las piernas apenas la sostenían, pero consiguió sacar la cabeza, luego forzó los hombros hacia arriba. De repente notó que se ahogaba y que tenía que salir de allí como fuera. Forcejeaba, gemía y movía el cuerpo para salir, impulsándose todo lo que podía con las piernas sumergidas en la blanda masa. Logró sacar el cuerpo y se quedó tumbada sobre la letrina. Hizo un enorme esfuerzo y sacó por fin las piernas. Sin querer, dio un empujón a la linterna, y cayó al suelo. Se quedó mirando la arpillera iluminada y se restregó los pies en ella. Luego intentó enderezarse, apoyando los pies en el suelo, como si estuviera paralítica. Volvió a agacharse, iluminó por última vez el agujero, y cogió el bote de pintura por el asa. Había luchado duramente por eso. El dinero ya era suyo. Salió del cuarto y entró en la cabaña. Todo estaba completamente arrasado, volcado y tirado por el suelo. Iluminó las paredes. El hombre no había quitado las telas de las ventanas. Todo estaba oscuro, pero el aire se notaba extrañamente fresco y era fácil respirar. Eva casi se había había olvidado de lo agradable que era respirar un aire normal. Se tambaleó insegura sobre sus pies, fue hasta un sillón y se dejó caer en él. La ropa se le había quedado tiesa. Tiraría todo, cada fibra de lo que llevaba encima del cuerpo. Tal vez debería cortarse el pelo, puede que ese olor no la abandonara jamás. El viaje de vuelta era largo, sobre todo para conducir cubierta de excrementos de los pies a la cabeza. Tal vez podría encontrar algo de ropa en la cabaña y cambiarse. Se levantó con gran esfuerzo y entró en uno de los dormitorios. Iluminó con la linterna y cogió prenda tras prenda de la cómoda: ropa interior, calcetines, una vieja camiseta y un jersey de lana, pero no encontró ningún pantalón. Fue hasta la entrada, donde estaba colgada la ropa de abrigo y tuvo suerte, encontró un traje de plumas suave y viejo, pero seguramente demasiado pequeño. Sería como meterse en la funda de una salchicha, pero estaba limpio; al menos en comparación con lo que llevaba puesto. Olía a cera para esquís y leña de chimenea. Dejó las prendas en un montón sobre el suelo y comenzó a desnudarse. Lo peor eran las manos, intentó mantenerlas alejadas de la cara, no soportaba el olor. Tal vez pudiera echar lavavajillas encima y secarlas con un trapo de cocina. Comenzó a tiritar, pero a la vez estaba eufórica. No apartaba la vista del bote de pintura, tenía un aspecto tan inocente… ¿Quién, salvo ella, podría pensar que contenía una fortuna? Pero claro, ella era una persona con mucha imaginación, una artista.
Finalmente encontró un par de botas de esquiar en el banco de madera y le costó un poco atarse los cordones. Sus dedos estaban entrando en calor, pero seguían siendo muy lentos. Metió la ropa sucia en la mochila, que él había tirado en un rincón. Se la colgó a la espalda y cogió la linterna con una mano y el bote con la otra. No había razón alguna para empezar a luchar con la estrecha ventana de la cocina, no en ese momento, después de todo lo que había pasado. La puerta principal estaba cerrada con llave desde fuera. Entró en el dormitorio, arrancó la tela oscura y abrió la ventana de par en par. Inhaló profundamente el aire de montaña y se subió al alféizar. Por fin saltó.