Capítulo 20

Ingrid le había dado una pomada de resina. Sejer la olió, arrugó la nariz y la dejó en el cajón. Luego miró las fotos que tenía sobre la mesa, unas de la guapa Marie Durbán y otras del algo más vulgar Einarsson, tan despojado de potencia y virilidad, como ella de inocencia. Era incapaz de imaginarse que los dos se hubieran conocido, que hubieran frecuentado los mismos ambientes. Ni siquiera que hubiesen tenido conocidos comunes. Pero Eva Magnus era una conexión entre ambos. Ella había encontrado a Einarsson en el río, y por alguna razón no había denunciado el hallazgo a la policía. Había sido amiga de Durban y fue una de las últimas personas que la vio con vida. Fueron asesinados con muy pocos días de diferencia, y los dos frecuentaban la parte sur, aunque eso no significaba nada en una ciudad pequeña, como era ésa.

Dos asesinatos sin resolver no sacaban a Sejer de sus casillas, y tampoco le hacían sentirse agobiado. Más bien aumentaban su tenacidad y le hacían esforzarse aún más. Ordenaba al extremo sus pensamientos en columnas lógicas, probaba distintas yuxtaposiciones y pasaba revista a las diferentes posibilidades, como si fueran fragmentos de una película. Echaba mano, cada vez más, de su tiempo libre, aunque de todos modos, tenía de sobra. Su intuición le decía que entre las dos personas había alguna conexión, y sin embargo le faltaba casi todo para encontrar la solución. ¿Había tenido Einarsson una historia extramatrimonial, a pesar de que a su mujer la mera idea le hiciera sonreír? Bueno, las mujeres no lo sabían todo, excepto Elise, pensó y se sonrojó. Debería haber llevado a Eva Magnus a la comisaría para presionarla más, pero no podía hacerlo sin un motivo concreto. No obstante, debería haberla sentado al otro lado de su escritorio, debería haberla cogido por sorpresa y asustada, no en su casa, sino sola y angustiada en ese enorme edificio, en medio de ese gigante gris capaz de quebrantar a cualquiera. Resultaba demasiado fácil resistir en la propia casa. Mi casa es mi castillo. Debería haber utilizado una antigua máquina de ésas de escurrir la ropa, escurrirla y ver lo que le salía a chorros. Pintura negra y blanca, tal vez. Pero no tenía motivo alguno para llamarla a un interrogatorio, ése era el problema. No había hecho nada ilegal, había declarado después del asesinato de Durban, y él la había creído. Era una mujer que vivía como cualquier otra. Llevaba a su hija a la guardería, pintaba, hacía la compra, no tenía trato con nadie, ni siquiera con otros artistas. Tampoco estaba prohibido pagar los recibos antes de que vencieran. Sejer se maldijo a sí mismo por haberla dejado marchar tan fácilmente desde el principio. La había creído, había creído que ella no sabía absolutamente nada. Y tal vez fuera verdad que se había encontrado con Durban casualmente. El que su amiga fuera asesinada aquella misma noche tendría que haber sido un duro golpe para ella. Podría explicar ese comportamiento tan tenso que mostró la primera vez que la visitó. Un nerviosismo casi vibrante. «Pero ¿quién -pensó- encuentra un cadáver en el río, se encoge de hombros y se va al McDonald's a cenar?» Además, tenía más dinero que antes. ¿De dónde lo sacaba?

Sejer seguía pensando mientras miraba fijamente por la ventana, pero no veía más que tejados y las copas de los árboles más altos; era una vista anodina, pero al menos podía ver un trozo de cielo, y el cielo era lo más importante. El cielo era lo que veían los presos desde sus celdas, pensó. Era el cielo lo que echaban de menos, los distintos matices, la luz cambiante, el eterno caminar de las nubes. Sejer gruñó un poco para sus adentros, abrió el cajón de la mesa y encontró una bolsa con unas pastillas muy fuertes llamadas Fisherman's Friend. El teléfono sonó cuando tenía dos dedos dentro de la bolsa. Era la señora Brenningen, desde la recepción, que decía que había allí un chiquillo que insistía en hablar con él.

– ¡Date prisa! -dijo-, ¡se está haciendo pis!

– ¿Un chiquillo?

– Uno delgadito, Jan Henry.

Sejer se levantó de un salto y fue corriendo hasta el ascensor, que bajó, casi sin hacer ruido, una planta tras otra. A Sejer no le gustaba que el ascensor hiciera tan poco ruido: daría impresión de mayor solidez si chirriara más. No es que tuviera miedo a los ascensores, era simplemente una ocurrencia.

Jan Henry estaba de pie, muy quieto en medio del enorme vestíbulo, mirando a ver si lo veía. Sejer se conmovió al ver esa diminuta figura; allí, en la gran estancia, parecía más perdido que nunca. Lo cogió de la mano, lo acompañó hasta los lavabos y lo esperó hasta que volvió a salir. El niño parecía aliviado.

– Mamá está en la peluquería -explicó.

– ¿Ah, sí? ¿De modo que sabe que estás aquí?

– No, no exactamente, pero me ha dejado ir a dar un paseo. Tardará mucho, ¿sabes?, se va a rizar el pelo.

– ¿La permanente? Pues sí, es algo serio, dura unas dos horas -dijo Sejer con aires de especialista-. Sube a mi despacho, si quieres, para que veas cómo es.

Cogió al niño de la mano y lo condujo hasta el ascensor, mientras la señora Brenningen le dirigía una larga y elogiosa mirada. Ella ya había acabado la mayor parte de las intrigas y del poder de su libro. Le quedaba el deseo.

– Supongo que no te gusta el agua mineral con gas, Jan Henry -dijo Sejer, mirando a su alrededor buscando algo que ofrecerle. Agua mineral con gas y pastillas Fisherman's Friend no era lo más apropiado para ofrecer a un niño que aún tenía todos los órganos del gusto intactos y sin viciar.

– Sí, sí que me gusta el agua mineral. Solía tomarla con papá -dijo contento.

– ¡Ah, qué suerte para mí!

Sacó un vaso de plástico del montón que había metido en una especie de salchicha colocada sobre el lavabo, echó agua de la botella y lo puso en la mesa delante del niño, que dio un gran trago y eructó suavemente.

– ¿Qué tal lo has pasado últimamente? -preguntó Sejer. Vio que el niño tenía más pecas.

– Bueno… bien -murmuró el niño. Y añadió, como para explicar la verdadera razón de su visita-: Mamá tiene un novio.

– ¡Caray! -se le escapó a Sejer-, a eso se debe tanta permanente, entonces.

– No sé, pero tiene moto.

– ¿Ah, sí? ¿Una japonesa?

– Una BMW.

– ¡Ajá! ¿Y te deja montar?

– Sólo en el patio.

– Bueno, no está mal. Tal vez los paseos sean luego más largos. Llevarás casco, ¿no?

– ¡Claro!

– ¿Y tu madre monta?

– No, nunca. Pero él intenta convencerla.

Sejer bebió de la botella y sonrió.

– Me ha gustado mucho verte, no recibo muchas visitas, ¿sabes?

– ¿No?

– Quiero decir visitas como ésta. Visitas que sólo son de placer, que no tienen nada que ver con mi trabajo, ¿entiendes?

– Sí. Pero en realidad, he venido a traerte la nota -dijo rápidamente el niño-. Dijiste que debería decírtelo si me acordaba de algo sobre la nota que tenía mi padre.

Sejer cerró la boca y se agarró al borde de la mesa.

– ¿La nota? -tartamudeó.

– La encontré en el garaje. Me senté en el banco a pensar durante varios días, como tú me dijiste. Y cuando cerraba los ojos veía a papá cómo estaba aquel día, el día que no volvió, cuando sacó esa nota del bolsillo. Y de pronto me acordé de que estaba tumbado en el suelo debajo del coche cuando la sacó. La leyó, se salió un poco y luego se estiró hacia atrás, así…

Estiró un brazo por encima de la cabeza como dejando algo en el aire.

– … y luego la dejó en un borde debajo del banco, muy cerca del suelo. Bajé de un salto, y allí estaba.

Sejer notó cómo le subía la tensión, pero como habitualmente la tenía baja, no conllevaba grandes alteraciones a su cuerpo bien entrenado. El niño metió la mano en el bolsillo y entre los dedos sacó un papel arrugado.

A Sejer le temblaban las manos al desdoblar el papel y leerlo.

En la nota ponía Liland y un número de teléfono. La hoja estaba partida por la mitad. Tal vez había algo escrito en la otra parte. ¿Liland?

– ¡Muy bien, muchacho! -dijo y le echó más agua en el vaso.

Era un número local y no tenía por qué significar nada. Lo sabía por experiencia, tras casi treinta años en la policía. Al fin y al cabo, la mayor parte de la gente era buena, y no estaba prohibido mostrar interés por un coche, sobre todo por un Opel Manta, un coche atractivo para los que preferían coches alemanes, si es que Einarsson había insinuado realmente su intención de venderlo. Sejer estaba contento y ansioso por abalanzarse sobre el teléfono, incluso se hubiera fumado un cigarrillo liado, pero nunca llevaba el paquete al trabajo, sólo unos asquerosos cigarrillos secos para ofrecer a los demás, Jan Henry se merecía una pequeña visita por el edificio, tal vez un vistazo a los calabozos y a alguno de los cuartos de interrogatorios. El asesino de Einarsson llevaba seis meses en libertad, una hora más o menos no iría a ninguna parte. Volvió a coger al niño de la mano y lo condujo a través de los pasillos. Era una mano más delgada que la de Matteus. Su nieto tenía unas manos fuertes y regordetas. «Tendré que acordarme del mono», pensó, esforzándose por dar pasos cortos. Se detuvo delante del último calabozo y lo abrió. Jan Henry echó un vistazo.

– ¿Ése es el servicio? -preguntó señalando un agujero en el suelo.

– Sí.

– No me gustaría tener que dormir aquí.

– No tendrás que hacerlo si obedeces a tu madre.

– Pero el suelo está calentito.

Movía los dedos dentro de las zapatillas de deportes.

– Sí. No queremos que pasen frío, ¿sabes?

– ¿Los miráis a través de la ventanilla?

– Sí, de vez en cuando. Ven, vamos fuera. Te levantaré para que puedas mirar tú también.

El pequeño cuerpo pesaba muy poco.

– Es exactamente como me había imaginado -dijo con sencillez.

– Pues sí, tiene aspecto de cárcel, ¿verdad?

– ¿Hay mucha gente encerrada aquí?

– En este momento no mucha. Tenemos sitio para treinta y nueve personas, pero ahora sólo hay veintiocho. La mayoría son hombres, mujeres hay muy pocas.

– ¿Mujeres también?

– Sí señor.

– No sabía que también las mujeres iban a la cárcel.

– ¿Ah, no? ¿Acaso pensabas que son mejores que nosotros?

– Sí.

– Entonces te diré un secreto -susurró-. Lo son.

– Por lo menos los dejáis que tengan radio. Se oye música.

– El sonido viene de allí. -Sejer señaló una puerta gris-. Allí dentro está el cine. Ahora están viendo una película que se llama La lista de Schindler.

– ¿Cine?

– Aquí tenemos todo lo que necesitan: biblioteca, colegio, médico, taller. La mayoría de ellos trabajan mientras están presos, en este momento están montando cables para calentadores de motores. Y todos tienen que lavarse la ropa y hacerse su propia comida en la cocina, que está en el piso de arriba. También tenemos un gimnasio y una sala de actividades. Y cuando necesitan aire libre los llevamos al tejado, porque allí está el patio.

– Entonces no les falta de nada.

– Bueno, no exactamente. No pueden darse una vuelta por el centro cuando hace bueno y comprarse un helado, como nosotros.

– ¿Se fugan alguna vez?

– Sí, pero no muy a menudo.

– ¿Disparan a los vigilantes para robarles las llaves?

– No. Aquí no ocurren esas cosas. Suelen romper un cristal y descolgarse por una cuerda por fuera del edificio, y abajo suele estar esperándolos algún amigo con el motor de un coche en marcha. Alguna que otra vez hemos tenido fracturas de piernas o conmociones cerebrales. El edificio es bastante alto.

– ¿Hacen tiras con las sábanas, como en las películas?

– Qué va, roban cuerda de nailon en el taller. No pasan mucho tiempo en las celdas, ¿sabes?, están casi todo el día por el edificio.

Lo volvió a coger de la mano y pasaron por la central de seguridad, donde se pararon para que el niño pudiera verse en el monitor del circuito cerrado. Luego continuaron hasta el ascensor. Finalmente lo acompañó hasta la peluquería, que estaba a dos manzanas de allí. El pequeño se sentó a esperar a su madre en un sofá de mimbre tapizado de flores, mientras Sejer volvía a su despacho a toda prisa.

Cogió la guía telefónica y buscó el apellido Liland. Encontró seis, de los cuales uno era una empresa. Repasó los números con el dedo, pero no encontró el de la nota. Extraño. Además, ninguno de ellos correspondía a una mujer. Pensó un poco, descolgó el teléfono y marcó el número de la nota. Sonó una vez, dos veces, tres; miró rápidamente el reloj y contó las señales, al sonar por sexta vez alguien contestó por fin. Era una voz de hombre.

– Larsgård -dijo.

– ¿Larsgård?

Hubo un instante de silencio, mientras Sejer pensaba en si lo había oído antes. No le sonaba familiar. Miró por la ventana, hacia la plaza y la gran fuente que estaba sin agua, esperando la primavera, como todo el mundo.

– Sí, Larsgård.

– ¿Vive ahí alguien apellidado Liland? -preguntó ansioso.

– ¿Liland?

El hombre calló un instante, luego carraspeó.

– No, aquí no vive nadie con ese apellido. Ya no.

– ¿Ya no? ¿Se ha mudado entonces?

– Pues sí, en cierto modo sí. Se ha ido muy lejos, para decir la verdad, ha pasado a la eternidad. Está muerta, era mi mujer. Liland era su apellido de soltera. Kristine Liland.

– Lo lamento de veras.

– Seguramente, pero eso a mí no me sirve de mucho.

– ¿Ha muerto hace poco?

– No, no, lleva muchos años muerta.

– ¿Ah, sí? ¿Y no hay nadie más con ese apellido en ese número de teléfono?

– No, aquí no vive nadie más que yo. Vivo solo desde que ella murió. ¿Quién es usted? ¿De qué se trata?

Empezaba a desconfiar, su voz sonaba más aguda.

– Soy policía. Se trata de un caso de asesinato. De un pequeño detalle que tengo que investigar. ¿Puedo pasar a verle un momento?

– Sí, claró, venga cuando quiera. No suelo recibir muchas visitas.

Sejer anotó la dirección y calculó que estaría allí en una media hora. Movió el imán de la pizarra. Me doy un par de horas, pensó, cogió su chaqueta por el cuello y salió del despacho. Será un tiro errado, se dijo, pero al menos era una oportunidad para salir del edificio. No le gustaba estar mucho tiempo sentado sin moverse; no le gustaba contemplar los tejados y las copas de los árboles desde arriba, a través de los polvorientos cristales.

Condujo despacio por la ciudad, como hacía siempre. Por fin todo empezaba a tener algo de color. Los jardineros y las personas que cuidaban de las instalaciones deportivas estaban en plena actividad, habían plantado petunias y tagetes por todas partes, aunque probablemente se helarían. Él siempre esperaba hasta después del 17 de mayo [1]. Había tardado veinte años en abrir su corazón a esa ciudad, pero ya por fin la había dejado entrar, eso sí, poco a poco: primero el viejo parque de bomberos, luego las colinas de lo alto de la ciudad, la parte poblada de elegantes casas, algunas de las cuales habían sido transformadas en pequeñas y exquisitas galerías y oficinas, mientras que las colinas de la parte sur estaban cubiertas en su mayor parte por bloques altos, en los que se concentraban todos los inmigrantes y demandantes de asilo de la ciudad, con todo lo que eso conllevaba de oscuros prejuicios y sus correspondientes problemas de orden público. Con el tiempo se había creado una policía de barrio, que no funcionaba demasiado mal. A Sejer le gustaba también el puente, con sus hermosas esculturas, y la gran plaza, el orgullo de sus habitantes, con un adoquinado que formaba un complicado dibujo. Durante el verano, la plaza se transformaba en un lugar exuberante, lleno de frutas, verduras y flores. En ese momento el pequeño tren estaba dando vueltas por la plaza, como hacía siempre cuando se acercaba el verano. Había llevado a Matteus en una ocasión, pero a Sejer le había resultado muy complicado meter sus largas piernas en el minúsculo vagón. Miró el tren, lleno de madres sudorosas y caritas sonrosadas con chupetes y pequeños gorros, que daba fuertes tumbos sobre el desigual suelo. Dejó atrás el centro y pasó un momento por su casa. Pensó que a Kollberg le sentaría bien un paseo en coche; pasaba demasiado tiempo solo. Encontró la cadena, se la puso y bajó por las escaleras. Ese Larsgård parecía un viejo cascarrabias. ¿Por qué el apellido no coincidía con el número? Meditaba sobre ello mientras conducía en dirección sur, pasando por la Central Eléctrica y el camping. Controlaba por el retrovisor los coches que tenía detrás, y dejaba pasar a los que se impacientaban. Todos los conductores que iban detrás de Sejer por la carretera se impacientaban, lo que él tomaba con gran tranquilidad. Al llegar a la fábrica de pan giró a la izquierda, condujo un par de minutos por campos y prados y finalmente llegó hasta un pequeño grupo de cuatro o cinco casas. Cerca había también una pequeña granja. Larsgård vivía en la casa amarilla. Era una casa pequeña, muy bonita, con las maderas del tejado pintadas de color teja y una leñera al lado. Sejer aparcó el coche y se acercó lentamente a la entrada. Antes de llegar a la puerta, ésta se abrió y apareció un hombre flacucho. Llevaba una chaqueta de lana y zapatillas de franela a cuadros, y estaba apoyado en el marco de la puerta. En la mano llevaba un bastón. Sejer buscó en su memoria, algo en ese viejo le resultaba familiar, pero no recordaba qué.

– No habrá tenido problemas para encontrar esto, ¿verdad? -preguntó el viejo.

– No, no. Esto no es Chicago, y tenemos la Dirección General de Cartografía, ¿sabe?

Se saludaron con un apretón de manos. Sejer estrechó la mano flaca del viejo con cierta reticencia, por si padecía de artritis o de alguna otra porquería de esas que suelen acompañar a las edades avanzadas. Luego lo siguió hasta el interior. La casa estaba desordenada pero resultaba acogedora, envuelta en una agradable penumbra. El aire era fresco, no había polvo viejo en los rincones.

– ¿Así que vive usted aquí solo? -preguntó al sentarse en un viejo y cómodo sillón de los años cincuenta.

– Completamente solo. -El hombre se dejó caer con gran esfuerzo sobre el sofá-. Y no siempre resulta fácil. Mis piernas están a punto de pudrirse, ¿sabe usted? Se están llenando de agua, ¿puede imaginarse algo peor? Además, tengo el corazón al otro lado, pero por lo menos sigue latiendo. ¡Toca madera! -exclamó de repente, y dio un golpe con los nudillos en la madera.

– ¿Ah, sí? ¿Es posible tener el corazón al otro lado?

– Claro que lo es. Veo que no me cree. Ha puesto la misma cara que ponen todos cuando lo cuento. Me quitaron el pulmón izquierdo cuando era joven. Tenía tuberculosis y me pasé dos años en el sanatorio de Vardåsen. Era un buen sitio, no lo niego, pero cuando me quitaron el pulmón, quedó tanto espacio, que toda esa basura empezó a desplazarse hacia la derecha. Pero bueno, como le he dicho, sigue latiendo. Me las arreglo a duras penas. Tengo una asistenta municipal que viene una vez por semana. Me friega la casa, me lava la ropa sucia, y tira la basura y la comida que se ha podrido en la nevera desde la última vez. También cuida las flores y me trae tres o cuatro botellas de vino tinto aunque, al parecer, lo tiene prohibido. Comprarme vino tinto, quiero decir, sólo puede hacerlo si va conmigo. Así que me dice que no se lo diga a nadie. Pero usted no irá a decirlo, ¿no?

– Claro que no -sonrió Sejer-. Yo siempre me tomo un whisky antes de acostarme, llevo haciéndolo muchos años. Y pobre de la asistenta que, cuando llegue el momento, se niegue a ir a comprarme bebida. Pensaba que estaban precisamente para eso -dijo con aire inocente.

– ¿Un whisky?

– Sólo uno. Pero me lo sirvo bastante generoso.

– Bueno, realmente en un vaso caben cuatro tragos. Lo tengo bien calculado. ¿Ballantines?

– Famous Grouse. Ése que lleva una codorniz en la etiqueta.

– No lo conozco. Bueno, ¿por qué ha venido en realidad? ¿Tenía mi mujer algún secreto inconfesable?

– Seguro que no. Pero tengo que enseñarle algo.

Sejer metió la mano en su bolsillo interior y cogió la nota.

– Por ejemplo, ¿conoce usted esta letra?

Larsgård se acercó la hoja a los ojos, el papel revoloteaba entre sus temblorosos dedos.

– Noooo -dijo inseguro-, ¿debería conocerla?

– No lo sé. Tal vez. Hay muchas cosas que ignoro. Estoy investigando el asesinato de un hombre de treinta y ocho años, que fue encontrado flotando en el río. No se cayó pescando precisamente. La noche en que desapareció, hace de ello seis meses, dijo a su mujer que iba a enseñar el coche a un posible comprador. Es decir, a alguien que debía de tener cierto interés por ese coche. La víctima anotó el nombre y el número de teléfono de esa persona en un trozo de papel, con el que yo, casualmente, he topado. El apellido Liland y su teléfono, Larsgård. ¿Puede explicármelo?

El viejo negó con la cabeza; Sejer vio cómo fruncía la frente.

– No puedo darle ninguna explicación -contestó en un tono algo brusco-, porque no entiendo nada.

En ese momento se acordó de una llamada equivocada que había recibido tiempo atrás. Era algo sobre un coche. ¿Cuánto tiempo hacía? ¿Medio año, tal vez? Quizá debería mencionarlo, pero optó por callarse.

– ¿Tiene usted parientes por parte de su esposa con ese apellido?

– No, mi mujer era hija única. El apellido ha desaparecido del todo.

– Pero alguien lo ha utilizado. Probablemente una mujer.

– ¿Una mujer? El apellido Liland es muy corriente.

– No tanto. No hay más que cinco en esta ciudad, sin contar a su mujer. Pero no con este número.

El viejo sacó un cigarrillo de un paquete que había sobre la mesa. Sejer se lo encendió.

– No tengo nada que decir. Debe de tratarse de una equivocación. Los muertos no suelen comprarse coches de segunda mano. Además, tampoco sabía conducir. Mi mujer, quiero decir. Ese hombre tampoco logró vender su coche, supongo, ya que lo encontraron convertido en un fiambre. Seguramente porque el número estaba mal.

Sejer no dijo nada. Miraba fijamente al anciano mientras hablaba; luego dejó deslizar la mirada por las paredes, se apoyó con más fuerza en el brazo del sillón y notó de repente cómo se le erizábanlos pelos de la nuca. Sobre la cabeza del viejo colgaba un pequeño cuadro. Era un cuadro abstracto, en tonos negros y blancos, con algo gris. Su estilo le resultaba extrañamente familiar. Cerró los ojos y volvió a abrirlos.

– Es un cuadro muy especial ése que tiene sobre el sofá -comentó en voz baja.

– ¿Entiende de arte? -se apresuró a preguntar el viejo-. ¿Le parece bueno? He dicho a la chica que pinte con colores, puede que así lograra vender algo. Intenta vivir de ello. Mi hija. Yo no sé gran cosa sobre arte, de modo que no puedo decir si tienen algún valor, pero lleva años pintando y no se ha hecho rica, eso puedo asegurárselo.

– Eva Marie -dijo Sejer en voz baja.

– Eva, eso es. ¿Qué? ¿Conoce usted a mi Eva? ¿Es posible?

Se removió en su asiento, estaba empezando a ponerse nervioso.

– Pues sí, un poco, casualmente. Sus cuadros son buenos -se apresuró a decir Sejer-. Lo que pasa es que la gente reacciona con lentitud. Espere un poco y verá cómo se da a conocer. -Se rascó la barbilla incrédulo-. ¿Así que es usted el padre de Eva Magnus?

– ¿Acaso tiene eso algo de malo?

– No -contestó Sejer-. Y dígame, ¿su hija usa también el apellido Liland?

– No. Se llama Magnus. Y lo que es seguro es que no tiene dinero para comprarse un coche nuevo. Está divorciada, vive sola con su pequeña hija, Emma, mi única nieta.

Sejer se levantó, no hizo caso de la expresión de la cara del viejo y acercó la cara a la pintura de la pared.

Miró detenidamente la firma: E. M. Magnus. Las letras eran agudas y oblicuas, recordaban un poco a las antiguas runas [2], pensó, mientras echaba un vistazo a la nota. Liland: exactamente las mismas letras. No hacía falta ser grafólogo para darse cuenta. Respiró hondamente.

– Tiene usted muchos motivos para estar orgulloso de su hija. Pero yo tenía que aclarar lo de esta nota. Entonces, ¿no reconoce la letra? -preguntó Sejer.

El viejo no contestó. Había cerrado la boca, como si de pronto se sintiera asustado.

Sejer volvió a meterse la nota en el bolsillo.

– No quiero molestarle más. Ya veo que se trata de una pista falsa.

– ¿Molestarme? ¿Está usted loco? ¿Cree por casualidad que recibo muchas visitas?

– Entonces puede que vuelva a pasarme por aquí -dijo Sejer con una estudiada ligereza. Se dirigió lentamente hacia la puerta para que el viejo pudiera acompañarle. Se detuvo sobre la escalera y miró los campos labrados. Le parecía casi increíble haberse vuelto a topar con ese nombre, Eva Marie Magnus. Como si ella tuviera algo que ver en todo eso. Era extraño.

– ¿Se llama usted Sejer, verdad? -dijo de repente el viejo-. Es un apellido danés, ¿no?

– Sí, así es.

– ¿No se criaría en Haukervika?


– Sí -volvió a contestar, algo sorprendido.

– Creo que me acuerdo de usted. Un chiquillo flacucho que siempre se estaba rascando.

– Todavía lo hago. ¿Dónde vivía usted?

– En un destartalado caserón verde que había detrás del campo de deportes. A Eva le encantaba esa casa. ¡Usted sí que ha crecido desde entonces!

Sejer asintió con la cabeza.

– Supongo que sí.

– Pero ¿qué lleva ahí?

El viejo miró por la ventana de atrás y descubrió al perro.

– Es mi perro.

– ¡Caray, es enorme!

– Sí, es grande, es verdad.

– ¿Cómo se llama?

– Kollberg.

– ¿Eh? Qué nombre tan extraño para un perro. Bueno, bueno, sus razones tendrá. Pero podía haberlo dejado entrar.

– No suelo hacerlo. No todo el mundo se muestra igual de entusiasmado.

– Pero yo sí. Tuve uno hace muchos años. Un dobermann. En realidad era una hembra a la que llamaba Dibah. Pero su verdadero nombre era Farah Dibah de Kyrkjebakken. ¿Ha oído alguna vez algo peor?

– Pues sí.

Sejer se metió en el Peugeot y arrancó. «Se está estrechando el cerco a tu alrededor, Eva -pensó-, dentro de un par de minutos te llamará tu padre, y te dará qué pensar.» ¡Qué mala suerte que siempre hubiera alguien que podía llamarla y avisarla!

– Vaya despacio por los campos -le advirtió Larsgård-. Hay muchos animales que cruzan la carretera.

– Siempre conduzco despacio. El coche ya está viejo.

– No tanto como yo.

Larsgård despidió a Sejer con la mano.

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