Después de que las mujeres llegaron al poder, Emiliano Montero pasó meses sin poder dormir toda la noche de un tirón. Era el presidente del partido que, él no dudaba, habría ganado las elecciones de no aparecer el pie en el panorama y de no haber el Mitre disminuido la virilidad de sus partidarios. Tenía que admitir, al menos en su fuero interno, que había actuado con arrogancia descalificadora al descartar el impacto del volcán y la preocupación de su equipo de campaña de que su ventaja en las encuestas se esfumara. Según él, lo había calculado todo como un juego perfecto. Ningún escrúpulo lo detuvo. Hizo cuanto fue necesario -y bien sabía él lo que eso significaba- para asegurar su triunfo. La verdad fue que nunca imaginó que un partido con un nombre como Partido de la Izquierda Erótica tuviese la más mínima posibilidad de ganarle. Su esposa incluso, que era clarividente y leía las cartas, lo tranquilizó asegurándole que todos los arcanos indicaban que sería él quien tomaría el poder. Bien que se había equivocado, y ni que reclamarle: no había parado de llorar la noche de la derrota. A las tres de la mañana salió al patio, furiosa, a prenderles fuego a todas las estampas, los sahumerios, los amuletos y hechizos que simpatizantes de todo el país, conocedores de su debilidad por la magia, le mandaron a lo largo de la campaña como testimonio de su adhesión. Pena le daba la pobre, pero para suerte suya, no se arredraba. Además conocía muy bien los entretejidos de la mente femenina. Estaba decidida a encontrar las debilidades de las eróticas, cortarles el aliento y ponerle fin a aquella farsa.
Por esos días llamó a sus amigos de siempre, los que consuetudinariamente estaban de acuerdo con él y trataban sus palabras con reverencia. Tendrían que reagruparse y pensar, les dijo. Ese gobierno no terminaría su período sin que ellos demostraran su beligerancia. Para desgracia suya, el asunto de los niveles de testosterona no se remediaba con charlas iracundas. El remedió medianamente el suyo con suplementos que pedía por Internet, pero impedido de actuar, también entró en un letargo de días repetidos que se le fueron pasando como papeles descartados y en blanco. Las cosas mejoraron con el tiempo. Poco a poco la apatía se disipó, se reanudaron las discusiones. Su mujer ganó de peso, su semblante se recompuso.
Emiliano tenía la costumbre de salir por las tardes a dar vueltas por la ciudad. Con el ronroneo del motor lograba al fin conciliar el sueño. Marvin, su chofer, que sabía que su jefe se dormía en el carro, seguía la misma ruta todos los días. Pasaba por la fuente del centro, bajaba por una larga avenida en cuyas rotondas se alzaban disparatadas estatuas erigidas por diversos alcaldes: efigies de la Virgen de la Inmaculada Concepción, un Cristo al estilo del de Río de Janeiro, una sirena. Las imágenes religiosas eran la cosecha de un alcalde obsesionado con el infierno; la sirena era legado de otro más bien aficionado a la mitología. En el camino de regreso, tomaba la avenida que serpenteaba por la mancha esmeralda de Tilapa, una laguna hundida en el cráter que dejara miles de años atrás alguna violenta explosión volcánica.
– Toda su vida mi mujer ha estado tratando de hacer bien las cosas, ¿sabes Marvin?
El chofer no se había enterado de que su jefe estaba despierto.
– Sí señor, claro que lo sé.
Por asomarse al espejo retrovisor, Marvin no vio la moto que se les cruzó en el camino. Un chirrido de frenos precedió el impacto. El motociclista voló por los aires y se estrelló contra el parabrisas del coche.
Asustados, pero ilesos, chofer y pasajero salieron del carro. Se revisaron, caminaron alrededor del vehículo desorientados. Ya la gente se acumulaba alrededor del accidente. El motociclista yacía tirado en la carretera, rodeado de curiosos. Se agarraba con las manos el casco y tenía una expresión de dolor en el rostro.
– ¿Cómo te sentís, hombre? -se acercó Emiliano, inclinándose apenas.
Marvin en cambio se arrodilló a su lado. El hombre empezaba a sangrar por la nariz.
Movía la cabeza de un lado al otro.
– Jefe, creo que mejor lo llevamos al hospital.
– Dale. Montalo adelante.
Ayudado por los curiosos, Marvin ayudó al herido a levantarse. Le quitó el casco. Menos mal que no tenía heridas en la cabeza, pensó el chofer, aunque se quejara de dolor en el hombro y mareo.
Con el parabrisas roto, manejaron hasta la entrada de emergencia del hospital más cercano.
El accidentado se llamaba Dionisio.
Meses después Emiliano Montero comentaría con su mujer:
– ¿Te das cuenta? Fue Dios. Dios lo puso en mi camino.