¿El limbo?

¿Quién más estaría con ella en el galerón? ¿Qué otros espíritus flotarían en aquel aire? Viviana oía voces de tanto en tanto. Murmullos. Si pudiera salir de allí, se decía. ¿Qué habría detrás de la puerta? La penumbra era opresiva y se preguntaba cómo era que a ella no le tocó ver el túnel iluminado, la luz blanca, y si no sería el limbo donde se encontraba. ¡El limbo! Rió recordando que el papa Bernardo xvi, el alemán, había eliminado el limbo. Cuando leyó la noticia le resultó divertida pero casi un insulto a la ingenuidad de gente como ella que, de niña, se tomó la molestia de imaginarlo como la angelical guardería donde vivían felices eternamente los niños pequeños cuyos padres no llegaron a bautizarlos.

A falta de limbo, se preguntó, lógicamente, si estaría en el infierno. La oscuridad era densa, pero lo descartó. No sería justo, se dijo. No era que su vida fuera impecable, pero segura estaba de no merecer un castigo eterno, a menos que el más allá repitiera las injusticias del más acá. Sí que había tenido una época promiscua, antes de conocer a Sebastián, pero de esas acostadas pasajeras solo se arrepentía de unas cuantas, y no por consideraciones morales, sino porque los hombres no habían valido la pena. Un ejercicio de cama mal llevado no solo era una pérdida de tiempo, sino un engorro: eso de tener que hacer de policía de tránsito porque el otro ni siquiera atinaba a dirigir bien su vehículo. Por favor. O los enormes y mal hablados que no contentos con el tamaño extra large, tenían que demostrar que eran machos hablando como gente del hampa en la cama. O los que ni se percataban de que, aunque el tamaño era lo de menos, no era mala idea a veces compensar. Gajes del oficio de andar buscando al elegido. Ni modo. Tal vez había causado penas inmerecidas a alguno cuando le dio por varios al mismo tiempo. Se arrepentía, pero no era para irse al infierno. En cambio sí sentía que algún bien había hecho. Por lo menos la motivación detrás del pie era altruista.

Distraída, pasó la mano por un collar hermoso sobre la repisa y la memoria de su primer discurso ante la Asamblea de Naciones Unidas ocupó las tres dimensiones de su mente. Los periodistas asediándola. En esos días una delegación de la oposición llegó a Nueva York y Washington para acusarlas ante el mundo de llevar a cabo un segundo apartheid. A última hora cambió su discurso. Consideró que no podía menospreciar la oportunidad que le habían puesto en la mano, porque si de apartheid se trataba, nadie más apartado que las mujeres. Se armó de estadísticas. Los números eran contundentes y sonaron sólidos y escalofriantes en el ilustre recinto donde había más hombres que en una pelea de boxeo. ¿Cómo íbamos a proponer otro apartheid?, dijo. La comparación era absurda. Se trataba de un intercambio de roles. Muy temporal, además. Bromeó y después asumió tono de sacerdotisa: Parece mentira que en el siglo xxi todavía discutamos si socialismo o capitalismo o crisis económica, sin percatarnos de que no hemos resuelto todavía el problema de la dominación o del abuso dentro de nuestras propias casas. Nosotras las mujeres hemos demostrado que somos capaces de pensar fuera de lo establecido, salirnos de esa caja negra del desastre anunciado; la suerte de la humanidad no está echada porque nosotras aún no nos hemos pronunciado. Y tendrán que admitir que siendo nosotras quienes los hicimos a todos ustedes, ahora les toca escucharnos, dejar el cinismo, el escepticismo, los trucos, y permitirnos el espacio pequeñísimo que demandamos para este experimento, este reinvento de sociedad. Nosotras queremos otro mundo, evitar que la humanidad complete el círculo de su existencia autodestruyéndose.

Se sabía de memoria su discurso. Las mujeres aplaudieron, algunas subidas a sus sillas. Ese día tomó conciencia de que no importaba el tamaño de su país. Como decía la teoría del caos, una mariposa agitando sus alas en el Caribe podía causar tormentas que sacudieran el pensamiento adormecido y negligente del planeta entero.

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