Pesado, cristalino y con la inscripción O2, el pisapapeles le arrancó una sonrisa a Viviana. La avidez de reencontrar sus recuerdos la llevaba de una repisa a la otra. No hay sillas en este lugar, pensó, qué pena que nunca dejé olvidada una silla; el sofá de mi cuarto me vendría tan bien. Recordó su cuarto y sintió nostalgia. Había ya dejado de preguntarse dónde estaba. Se habría conformado con saber cuánto duraría su tiempo en el galerón… si es que tiempo era la palabra correcta, si es que el galerón existía más allá de su imaginación. ¿Y el país, su Faguas, su pie, sus amigas, su madre, Emir? Cuando pensaba en ellos la angustia casi detenía su respiración. Por instantes, se conectaba con sensaciones físicas inexplicables que le atemorizaban porque entonces sí sentía que moría. Volvía a concentrarse en el galerón, en los objetos como si hacerlo la pusiera a salvo.
A ratos las cosas olvidadas pasaban frente a sus ojos, como en esas lavanderías de chinos donde la ropa viaja por una extensa y serpenteante cinta movible que pende del cielorraso. ¿Sería así la eternidad? ¿Un viaje largo por la memoria, un quedarse sin nada más que aquellas instantáneas imágenes, las minucias del pasado revelándose infinitamente? Volvió a mirar el pisapapeles. Era el símbolo de una de sus campañas más exitosas desde que asumió la presidencia de Faguas: la venta de oxígeno. En un mundo despalado y castigado como la Tierra, poseer los bosques y las selvas que abundaban en Faguas era un lujo inapreciable. Un día cuando se quebraban la cabeza pensando de dónde sacar los recursos para pagar por sus programas: las guarderías y escuelas de barrio, sobre todo, Rebeca le dio la idea. Le mostró en Internet la multitud de sitios donde se ofertaban "bonos de carbono".
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Originado por: Anónimo
Salve nuestras selvas comprando bonos de carbono
Los bonos de carbono se están convirtiendo en una alternativa cada vez más popular para que individuos y empresas participen en la solución del problema del calentamiento global. La idea básica de los bonos de carbono consiste en hacer un cálculo de las actividades que uno comúnmente realiza, tales como viajar en carro o en avión, más el consumo del hogar, o sea todo lo que consume energía y que contribuye al calentamiento global. Esta cuota que uno consume constituye lo que se conoce como "la huella de carbono" que cada quien deja en el mundo. Ese término se refiere al dióxido de carbono, el principal gas responsable del efecto invernadero. Usted puede balancear su huella de carbono comprando bonos de carbono. La compra de estos financia la reducción de la emisión de estos gases al brindar fondos para la construcción de parques eólicos y otras fuentes de energía limpia que, al existir, reducen la demanda de combustibles contaminantes. Por medio del financiamiento de estos proyectos que reducen la emisión de los gases que crean el efecto invernadero, usted equilibra y resta su impacto personal en el calentamiento global en una cantidad equivalente a su consumo. Los bonos de carbono le ayudan a usted a hacerse responsable directamente del impacto ambiental de sus actividades y consumo diario.
Compra de bonos de carbono CO2
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La compra de "bonos de carbono" era uno de esos negocios inverosímiles, una especie de mecanismo de expiación para que los habitantes de los países ricos se sintieran menos culpables de la cantidad de dióxido de carbono -gas responsable por el efecto invernadero- que producía su estilo de vida. Personas o empresas ecológicamente conscientes, tras hacer un cálculo de cuánto gas carbónico producían sus actividades, compraban bonos de otra actividad que, estimaban, serviría para conservar oxígeno o producir energía sin dañar el medioambiente. Se trataba, en dos platos, de barrer con una mano lo que hacía la otra, un concepto estrambótico, pero al que las eróticas bien podían recurrir para obtener el capital que necesitaban para hacer las reformas que se proponían. Era sencillo, le explicó Rebeca: calculaban lo que talar y explotar el bosque significaría para Faguas en moneda dura y, por otro lado, la cantidad de oxígeno que el mismo bosque produciría si se conservaba impoluto. Usando como base estas estimaciones, se anunciaba una subasta mundial. ¿Quién daba más? ¿Quién pagaba por el oxígeno de manera que Faguas no se viera forzada a cortar sus bosques para obtener recursos de subsistencia?
La idea tuvo un éxito sin precedentes. Emir les facilitó el contacto con una avezada relacionista pública de Washington, quien orquestó una campaña global que colocó al pie, Viviana, Rebeca y la subasta al centro de un acalorado debate internacional. La notoriedad dio a la subasta el perfil que requería para superar incluso las más optimistas expectativas. Ellas dos, atractivas, desfachatadas y audaces viajaron y se reunieron con representantes de los países del Grupo de los Siete y cuanto empresario y millonario quiso escucharlas. Como tarjeta de visita, dejaban el pisapapeles, la brillante lágrima con el O2 grabado en la superficie.
Obtuvieron dinero para sus proyectos y para iniciar la constitución de un cuerpo de policía ambiental en el que emplearon gran cantidad de hombres que bautizaron como Amabosques.
Viviana devolvió el pisapapeles a la repisa con un gesto lánguido. Le gustaba la idea de los Amabosques. Decidir la expulsión de los hombres del Estado le valió una infinidad de conflictos. El oficio de Amabosques, aunque implicó el traslado de maridos, hijos y novios fuera de la ciudad, se interpretó como una señal positiva.
Dejar trabajar solas a las mujeres en el gobierno confirmó su intuición de que dejadas a su aire, sin el ojo del macho para sopesarlas y emitir juicios a los que ellos sentían tener derecho por el solo peso de sus frágiles y delicados testículos, ellas se despojaban de su ánimo complaciente, de la leyenda de que no les gustaba mandar, del cuento de que las incomodaban los retos. Era lento el asunto. No solo les tocaba despejar el peso de la presencia real de los hombres, sino la del juez interiorizado, el hombrecito menudo, que con el índice siempre enrostrado y cara de padre, o cura, o tío o hermano estaba plantado como un busto augusto y austero en medio de los parques umbrosos de los cerebros femeninos, recordándoles o que eran hijas de Eva: pecadoras; hijas de mala madre: putas; hijas de la Barbie: idiotas; hijas de la Virgen María: niñas decentes; hijas de madres mejores que ellas que no se creían las divinas garzas: mujeres calladas y bien portadas… La ristra de modelos femeninos santificados o despreciados eran retratos planos, de una sola dimensión; o esto o lo otro; por norma general negaban la totalidad de lo que significaba ser mujer.
A las mujeres no les sacaban a la Virginia Woolf como referencia (era loca, se suicidó), ni a la Jane Fonda, ni a Berthe Morisot, Flora Tristán, Emma Goldman, Gloria Stemen, Susan Sontag, Rosario Castellanos, Sor Juana… En primer lugar porque les eran desconocidas y en segundo porque si las conocían era porque, como se decía vulgarmente, tenían cola. Podían ser brillantes pero lo eran por desadaptadas, porque algo no andaba bien en sus vidas; en el mejor de los casos, hacían lo que querían pero tenían un triste fin (acabó con la cabeza metida en el horno, se hizo puta, era fea como un demonio, lesbiana -como si fuera malo, diría Martina-, nunca se casó, se murió solita, pobre monja). Nadie descalificaba a Van Gogh por haberse cortado una oreja, ni a Hemingway por llenarse la cabeza de perdigones. A los hombres ningún defecto los bajaba del pedestal, a las mujeres las hacía rodar al sótano. Por eso ella se jugó su Presidencia por el gusto, la libertad, el aire, el oxígeno, de ver a las mujeres entregarse al trabajo y a dar lo mejor de sí mismas sin preocuparse por lo que pensaran o dejaran de pensar sus superiores o intermedios o colegas.
Aun en posiciones de igualdad, la mujer era la de los tacones de barro, frágiles y proclives a quebrarse. Y la mujer se protegía y hasta se cuidaba de las otras porque también había las que por quedar bien con el jefe o hasta con el chofer del jefe le metían a otra la puñalada sin asco. Ella quería que las mujeres fueran mejores cómplices. Eran de por sí las mejores amigas. Cuando se aliaban salía lo bueno y fresco y juvenil que aun las más viejas podían sacarse de adentro.
Viviana estaba convencida que el cambio que ella soñaba requería de un espacio en que existieran para sí y por sí mismas, en un estado de cosas que, por muy artificial que fuera y por el poco tiempo que durara, les permitiría descubrirse para que, idealmente, jamás volvieran a aceptar ser menos de lo que podían ser.
Por otro lado, para que la vida diaria se transformara -el verdadero nudo del asunto-, los hombres tenían que agarrarle el sabor a la casa, a la cocina, o por lo menos dejar de verlo como un oficio que les iba a destartalar la identidad o amenazarles la hombría. Ella no aspiraba al matriarcado sino a una sociedad de iguales. Y era posible. Lo creía con todas sus hormonas y su materia gris.
Emir, incluso, a pesar de su desacuerdo con la medida, no había podido resistir la curiosidad de lo que sucedería con el experimento.
Esa noche Viviana se fue de regreso a su casa cansada, con la frente recostada en el vidrio del coche conducido por Alicia. Las luces de la ciudad se reflejaban en la ventana. No era una ciudad linda, pero sí verde; muchos árboles, algunos -los que fueran más altos e imponentes- destruidos tiempo atrás por la salvaje labor de una compañía española proveedora de electricidad cuyas cuadrillas, sin ninguna preparación en el cuido de los árboles, arrasaban las copas y ramas que rozaran las líneas del tendido eléctrico. Hacía años que la más bella y umbrosa avenida de la ciudad, bordeada de chilamates centenarios que alguna vez formaran un verde túnel, había sido reducida a una colección de troncos podados que, aun en su torcida existencia, intentaban reverdecer echando ramas sin ton ni son.
El Ministerio de Recreación y Parques se proponía recuperar la belleza de los bulevares maltratados, los parques abandonados. Hasta tenían planes de cobrar una tarifa anual, en escala descendente, para que todos los ciudadanos pudiesen ir al cine y a los espectáculos a un precio reducido. Querían que reviviera el deseo de coincidir y divertirse en grupos, cosa que el ambiente dilapidado y triste de la ciudad se encargaba de desestimular. El entorno, cualquiera lo sabía, tenía un efecto decisivo sobre el comportamiento. Ella confiaba en que la limpieza y la belleza tendrían, eventualmente, un impacto sobre la siquis de la cuidadanía. Si se enseñaba a la población a cuidar el espacio común, aprendería a cuidar su país y a cuidarse ella misma. Por lo pronto, emplear mujeres para los parques le haría bien a los árboles, ellas no tendrían la fuerza física para desramarlos a lo bestia.
Llegó a su casa. Entró a ver a Celeste. Hacía sus tareas. Todos los días ella y su hija pasaban tiempo juntas. Al salir del colegio, Celeste iba al despacho presidencial y en una salita contigua tomaba la merienda, veía televisión, leía o hacía su texting. Ella, mientras tanto, a su lado, leía documentos, escribía propuestas. Intercambiaban comentarios y al menos respiraban el mismo aire. A sus trece años, Celeste se alargaba día con día, dejaba de parecerse a Sebastián para parecerse más a ella y a su abuela.
– ¡Qué día!, ¿no mamá?
– Tremendo. Pero ya pasó. Mañana será mejor.
– Más vale. En el colegio no les gustó mucho la idea a los varones. Pero yo les conté del reality show que van a hacer con los amos de casa y la idea les dio risa.
– Bien que me lo recordaste. Lo peor es que olvido las buenas ideas que se me ocurren -sonrió Viviana-. Ando con el disco duro sobrecargado.
– Pero no se le olvidan a Juana de Arco. Todo lo anota. Nunca la he visto sin su tableta esa. ¿Cenaste? Yo cené con Emir.
– ¿No se fue?
– No. Fue a jugar tenis, me dijo.
Le dio un beso a Celeste.
En su dormitorio las luces estaban encendidas. Abrió la puerta. Emir estaba metido en la cama, con la laptop abierta sobre su regazo. Sus maletas estaban aún arrimadas contra la pared.
– ¿No te fuiste?
El levantó los ojos del teclado.
– No pude.
Ella se acercó a la cama despacio y se sentó en el borde. Tiró los zapatos y se dejó caer, sin más, sobre las almohadas.
– ¡Qué día! -suspiró-. Estoy agotada.
– Pero todavía estás en el poder -sonrió él-. Tendrías que hacerle un altar al volcancito ese. Esperaba más beligerancia de los hombres de Faguas.
– El Estado es una pequeña parte del todo. Otra cosa hubiese sido si todos los hombres se fueran a su casa, pero no tengo esa clase de poder.
– Menos mal.
– ¿Cómo es que decidiste quedarte? Creí que pasabas a engrosar la disidencia… el repudio, la protesta.
– Fue mi primer impulso, pero como científico social que soy, la tentación de ver tu experimento en función pudo más que mi desacuerdo. Y debo decir que fue muy interesante.
– ¿Saliste a la calle?
– No. Me fui a jugar tenis al club.
– ¿Y?
– Poca atención le has puesto a la gente con medios, Vivi.
– No necesito ponerles atención. Imagino perfectamente lo que dirán de mí.
– No creas. Te ven como loca, pero también son lo suficientemente inteligentes como para percatarse de que hay un método en tu "locura', como se dice en inglés, there is a method to your madness; saben que es un método más que una arbitrariedad. Claro que hay los que no soportan siquiera que se mencione tu nombre. Te advierto que no se quedarán sentados.
– No me cabe duda, pero hay tres mujeres por cada uno de ellos.
– No te olvidés de lo que dijo Kissinger -sonrió-: la confraternización con el enemigo… hace imposible la guerra.
– Yo me alegro de que no te hayas ido. La guerra contra tu sexo me resultaba particularmente dura -guiñó un ojo.
– Que no me haya ido no significa que esté de acuerdo con lo que has hecho. Sigo creyendo que creando situaciones que no tienen nada que ver con la realidad, no vas a cambiar la realidad…
– Pues mira que ustedes, los hombres, cambiaron la realidad creando una situación que no tenía nada que ver con la realidad…
– Precisamente. Fue una estupidez. Entonces ¿por qué repetirla?
– Ay Emir, porque, como dice el dicho: Nadie aprende en cabeza ajena. Los hombres que vivan por seis meses lo que vivimos las mujeres, van a entender el asunto mucho mejor.
– Eso partiendo de que las mujeres los van a dejar tomar las riendas de la casa.
– Es cierto. Ya pensé en eso; pero la idea es que ellas los dejen en la casa y que vayan a trabajar.
– Pero no podés obligarlas…
– No, pero podemos persuadirlas…
– Justo por eso me quedé. Quiero ver si la persuasión funciona…
– ¿Puedo persuadirte de que me hagás un masaje? La espalda, Emir, la espalda…
En el galerón, Viviana abrió los ojos. Habría dado cualquier cosa por sentir otra vez las manos de Emir sobre su espalda, sus nalgas, sus piernas. Frustrada, tiró el pisapapeles y este, como un búmeran surcó por el aire del galerón y regresó a colocarse en la repisa.