El anillo

En el galerón, Viviana Sansón encontró un anillo cuya pérdida lamentó por varias razones. El anillo no era de gran valor material, pero así como ciertos abalorios se identifican con quien los luce, este era su sello personal de tal modo, que la presentación de su programa de televisión Un poco de todo, era una toma en primerísimo primer plano de sus manos. El punto focal era el óvalo de ámbar sobre cobre bruñido que ocupaba al menos la mitad del dedo anular de su mano izquierda.

Era un regalo de su madre, comprado en una tienda de Estambul.

A diferencia de otros objetos, ella recordaba muy bien dónde había olvidado este. Echó de menos el anillo cuando regresaba de llevar a Emir al aeropuerto. Lo había dejado en la mesa de no he del hotel donde él se hospedó en su primer viaje a Faguas. ¡Hijueloscienmilparesdeperrerreques!, maldijo, porque inmediatamente se dio cuenta del entuerto: en el hotel sabrían con quién se había acostado el susodicho. Llegar a reclamarlo era delatarse. Por días esperó que alguien la llamara, que le pidieran una recompensa, pero nada. ¿Quién lo habría guardado? Quería pensar que quizás la camarera, con cariño, como un pequeño trofeo de su labor oscura y rutinaria, se lo llevaría a su casa; que cuando la veía en la televisión sonreiría sabiendo que conocía su secreto.

Tomó el anillo en sus manos. Lo olió. Olía a cobre viejo, ese olor metálico inconfundible. El rostro de Quijote moreno de Emir le sacudió la memoria.


Ella había sido invitada, como personaje mediático, al Foro de las Sociedades en Montevideo. Era el 50 aniversario del primer foro y asistirían los más destacados representantes de los estados unidos y desunidos de América, Europa, Asia y África. Los chinos eran los grandes patrocinadores. El tiquete de avión que le enviaron a Viviana era de primera clase. En la sala de espera del aeropuerto se le acercaron varias personas a saludarla; eran muchos sus admiradores y a ella le gustaba ser amable con todos, aunque justo antes de subir al avión prefería estarse quieta. Una vez que el avión tomaba altura disfrutaba del vuelo, pero hasta entonces le parecía que jugaba a la ruleta rusa. Hasta Miami logró dormir. Allí se embarcó en el Ultra-Jumbo a Uruguay. Asiento de pasillo, fila dos. Acomodó el lector electrónico y su tableta sobre la silla. Subió su maletín al portaequipajes. Fue al baño a la parte del fondo, solo para ver el avión. Era impresionante. Quinientos pasajeros. Aviones de esa magnitud no volaban a Faguas. Su país permanecía en un interregno entre la Edad Media y la modernidad. Le sucedía al Tercer Mundo. Convivían lo antiguo y lo más avanzado. Menos mal. En muchos países la televisión era ya casi inexistente, pero no en Faguas. Existían todavía comarcas sin conexión con Internet para cada casa. Increíble pero cierto. Pero la vigencia de la televisión era buena para su trabajo. Llegó a la galería de servicio al lado del wc. Una mujer joven estaba sentada en el suelo llorando, apoyada contra la galería, con las piernas contra el pecho. Una aeromoza intentaba consolarla. Por los altavoces una voz preguntó si había un médico a bordo. Resultó que la joven pasajera era presa de un ataque de pánico. Quería bajarse del avión y el piloto se negaba a permitírselo. Viviana se convirtió inmediatamente en su abogada. Después de discutir acaloradamente con el capitán, hacerse pasar por sicóloga y avergonzarlo por su comportamiento, dejaron bajar a la muchacha lloriqueando al lado del joven esposo. El vuelo se aprestó para salir y Viviana retornó a su asiento. Pidió vino. Respiró hondo. Emir le sonrió. Su sonrisa la desarmó. (Pero si es un gato, un gato risón.) Oyó la frase del cuento de Lewis Carroll en su cabeza. La sonrisa de Emir era dulce y revelaba de inmediato una persona noble, inteligente, todo eso que uno piensa del otro cuando está flechado, a punto de enamorarse. Claro que en ese momento Viviana no se percató del juego que le jugaban las hormonas o el corazón porque siempre es complicado distinguir entre ambos. Lógico fue que él le preguntara lo sucedido y que ella le narrara el ataque de pánico de la joven recién casada que tenía fobia de volar.

– Al piloto le preocupaba el retraso para bajarles el equipaje… por las regulaciones, ¿sabés? No viaja el equipaje sin el dueño, no vaya a ser que lleve una bomba. Lo convencí de que la chica no fingía y que se olvidara de lo del equipaje. Es que el ritmo cardíaco no puede acelerarse a voluntad y yo le tomé el pulso a la muchacha. Tenía 160 pulsaciones por minuto.

– ¿Sos médico?

– No. Pero sé de ataques de pánico. Son comunes en mi país.

– Pero, ¿y si es una estratagema? No está mal como idea. Una joven, linda y buena actriz finge el ataque de pánico, logra bajar de la nave y pum, todos volamos por los aires -dijo él fingiendo preocupación-. Estoy pensando en bajarme yo también.

– No es una mala manera de salir del planeta -sonrió ella-. Muerte rápida con trazos de cielo azul.

Tomaron vino. Y mientras conversaban, sus ojos adelantaron terreno aceleradamente. (Los de Emir fueron muy claros: le gustaba, la pensaba hermosa, su sonrisa le encantaba, igual que su hablar, sus gestos, la manera suya de pronunciar ciertas palabras: monstruo por ejemplo, era mounstro para ella; el gozo que le dio verla comer con gusto, untarle una enorme cantidad de mantequilla al pan, tomarse el vino hasta la última gota, alzando la copa y mostrando el cuello largo que hizo que él se imaginara el trayecto de este navegando por el precipicio que ella tenía en medio de la blusa.) (Los ojos de Viviana, por su parte, no dejaron dudas de que disfrutaba el tono de su voz, sus palabras haciéndole cosquillas al pasar para dentro de su oído, la mirada cenital de él, ausente del entorno como si ella fuera lo único en el mundo, el placer de hacerlo reír y de la ironía de sus respuestas, la confianza de una intuición que le decía que debía ser un hombre bueno con los niños y las plantas, un hombre noble con las manos largas que igual tocarían violín que las melodías nacidas del cuerpo; le gustaba que le hiciera preguntas, asombrado de que ella apareciera a su lado salida de quién sabe dónde.)

El juego de rondarse y seducirse se dio inicialmente sobre una larga y divertida discusión sobre la seguridad de aviones, trenes y otros medios de transporte y pasó al tema de los medios de comunicación, el papel que desempeñaban, si podían o no ser objetivos, si el mercado los definía. Comieron y a la hora de los postres, Viviana le habló del pie. El se rió, divertido, del nombre.

– Buena idea, ¿no te parece? Así es como se hace camino, poniendo un pie delante del otro -rió ella.

– Brillante idea. ¿Son siglas? ¿Qué quiere decir?

– Partido de la Izquierda Erótica -dijo Viviana, calculando el efecto.

Él se tiró una carcajada.

– Genial -dijo-, genial. Consideráme miembro desde ya.

Emir no paraba de sonreír a medida que ella, entusiasmada por su reacción y pensando que sería un buen ensayo para el Foro, le expuso la historia y la propuesta del partido.

Hacía años, dijo Emir, que él predicaba su convicción de que el problema de la política era un problema de imaginación. Que, de pronto, literalmente atrapada en el aire, apareciera ella con esa creatividad, era un regalo.

– Es descabellado también -añadió-, pero soy un terco convencido de la idea de que hay que cambiar el mundo. Me he dado con la piedra en los dientes muchas veces, pero no me rindo. Ahora al menos de cada intento o cada fracaso logro por lo menos una tesis, un libro. ¿Ya es algo, no? -sonrió burlón-. Y mirá que he sido líder estudiantil, guerrillero, secretario político de un partido.

– ¡No!

– Sí. Una paradoja, espíritu de contradicción quizás. Sigo enamorado del siglo xx, las revoluciones, los grandes sueños. Eran lindos esos tiempos cuando uno creía a ciegas. Ahora está muy mal visto. Mirá la literatura: el escepticismo y la ironía son la moneda de cambio de las novelas hoy en día. Los escritores latinoamericanos, que sacudieron el mundo cuando el boom, ahora quieren reírse de lo que fueron. No los culpo. La piedra en los dientes cae muy mal. Yo me resisto a esa moda del cinismo, aunque debo confesar que escéptico sí soy. A estas alturas, podría calificarme como un escéptico que constantemente anda en la búsqueda de la razón para dejar de serlo. La encuentro de vez en cuando. Es lindo lo que me contás, por ejemplo. Justo lo que me gusta. No sirvo para lo práctico. Soy bueno para pensar y para proponer. Lo mejor que he hecho es abrir un think tank en Washington. Allí paso la mayor parte de mi tiempo. Me ha tomado años labrarme una reputación como conocedor de la región, pero ha dado frutos. Veo mis opiniones en los análisis de los medios y de gente influyente y eso me hace sentir útil. Últimamente me toca atender negocios. Murió mi padre y dejó pozos de petróleo en Maracaibo, fundos en Uruguay y la Patagonia. Una fortuna. De mí depende ahora mucha gente. He tenido que adaptarme a estas obligaciones. No administro, pero superviso. Hago crecer la plata y ocasionalmente la utilizo para ser quijote. Así me purgo de culpa. ¿Dónde vas a quedarte en Montevideo?

– En el Plaza, en el centro. Pagan los chinos.

– Lo renovaron recientemente. No quiero parecerte atrevido, pero tengo una casa con muchos cuartos.

– Soy viuda -dijo ella.

– Yo divorciado.

Lanzaron juntos una carcajada. Qué pena, dijo Viviana, no sé ni por qué te lo dije. Era tiempo, dijo él.

Quizás ella habría rechazado su oferta de hospedarla si la aeromoza no hubiera pasado tantas veces rellenándoles el vaso de vino, pero asintió. Un quijote millonario no se le atravesaba todos los días a uno en el camino, pensó también. Vida, vida, ¿qué quiere decir todo esto?, se preguntó, sintiéndose ligeramente perversa.

La casa de Emir miraba al mar y era una mansión bien conservada en Carrasco, un barrio hermoso donde casas antiguas se mezclaban con modernas, oficinas y negocios. Era una casa muy formal, bella, con grandes espejos y no muchos muebles. Se notaba que la visitaba poco, pero estaba impecablemente limpia y había flores frescas en los floreros. El ama de llaves que los recibió en la puerta y abrazó a Emir con grandes muestras de alegría le dijo que había estado con la familia por no sé cuántos años. Conocía a Emir desde niño. La llevó a una habitación grande, con muebles gráciles de estilo austríaco y una cama imponente. Abrió de par en par las puertaventanas que daban a un balcón desde el que se veía Mar del Plata. Solo aquella vista bien valía el viaje, pensó Viviana. A ese punto, sin embargo, estaba arrepentidísima de haber aceptado la invitación. Se recriminó por impulsiva, por no pensar que permanecer horas sin poder hacer otra cosa en la intimidad de dos asientos de avión no era lo mismo que estar metida en aquel caserón con un hombre que casi no conocía. ¿Cuándo dejaría de dejarse llevar por los impulsos? Era como una maldición. Después se encontraba en situaciones como aquella, sin saber cómo salir. Aparte, le sabía mal haber pensado lo de quijote millonario y lo que él podría significar para el pie. Tenía claro que sin dinero todo se quedaría sobre el papel, pero Emir le habría gustado también sin plata; que le gustara y que fuera un posible mecenas del pie, enredaba lo que surgiera entre ellos. Si algo surgía, no quería que él lo atribuyera a un interés mercenario de su parte. Se metió al baño, un baño hermoso; el lavamanos empotrado en una cubierta de mármol. Se miró al espejo. Las ojeras.

Tendría que haber dormido en el avión. Se aplicó el aclarador de ojeras, se pintó los labios gruesos, carnosos. Los consideraba su rasgo más perfecto. El arco de cupido perfecto en el labio superior. ¡Qué nombre!, se dijo, ¡arco de cupido! Cursi anatomía.

En esas estaba ella cuando tocaron a la puerta. Salió del baño. Abrió. Emir apareció con su sonrisa; una sonrisa que pedía disculpas.

– Estarás arrepentida.

– Un poco, sí, la verdad.

– No te culpo. Esta casa es familiar para mí, pero supongo que te parecerá extraña. Pero mira el mar, vení, asomate.

La tomó de la mano, la llevó al balcón y allí mismo le dio un beso tan largo que cuando la soltó, ella perdió el equilibrio. Rieron. Él la abrazó, la pegó contra él, le metió la nariz en el pelo. Abrazados miraron el mar. Le gustaba Uruguay, dijo Emir, él había nacido en el Brasil, pero se había criado entre Venezuela y Montevideo.

Hacía mucho que Viviana no estaba con un hombre. El abrazo de Emir lanzó su sangre al galope. Sintió la peculiar sensación de deseo en el vientre. Él no la soltaba. Abrazada la llevó hasta la cama. Ella se sentó al borde. Él le quitó el saco. Le bajó una de las hombreras de la blusa, le besó levemente los hombros. ¿Cuál sería su ponencia?, le preguntó mientras la besaba suavemente esta vez en la boca. Las maneras femeninas del poder, dijo ella desabrochándole un botón de la camisa. ¿Y qué esperaba ella de la conferencia?, preguntó sacándole la blusa por la cabeza, rozando con su índice el borde de los pechos. Quiero conocer gente que me ayude, dijo ella mientras él le desabrochaba el brasier. ¿Gente que te ayude?, dijo él tomándole los pechos en las manos, mirándolos como si fueran un tesoro recién descubierto. Sí, que me ayude a financiar el partido y a establecer contactos, dijo ella sintiendo que se desmadejaba toda bajo sus besos cortos, húmedos, picándola toda, aleteando sobre su piel como un colibrí. Me lo vas a dejar a mí, dijo él deslizándole el pantalón por las caderas, besándole el ombligo. Te lo voy a dejar a vos, dijo Viviana, ya desnuda, terminando de desnudarlo a él. Sí, dijo él, me lo vas a dejar a mí, yo cabalgaré con vos en esta quijotada, susurró apretándola contra él, suavemente restregando su cuerpo contra el de ella, besándole los hombros, el cuello, las orejas. Hablemos mejor mañana, dijo ella riéndose bajito, totalmente expuesta, las mejillas ardiendo, la piel despierta de principio a fin. Como quieras, dijo él empujándola suavemente hasta dejarla horizontal sobre la cama, besándole las piernas, las rodillas, lentamente haciendo camino hasta su entrepierna donde se perdió goloso, reconociéndola despacio, dibujando el anturio de su sexo suavemente en círculos, suave y pacientemente, con una delicadeza magnífica que ella asimiló casi sin moverse, temerosa de cortar el ritmo lento y perezoso de sus movimientos que a ella le recordaron, por alguna razón, el pan con mantequilla, la jalea, todas las delicias y los manjares de la vida. Finalmente él apuró el paso, el colibrí picoteó rápido y leve la flor más escondida y con un gemido ella se arqueó mientras el temblor del orgasmo la recorría de punta a punta.


Viviana se asombró de lo fácil que fue para ambos cruzar las tramposas puertas de la intimidad. Igual que ella, Emir tenía una relación muy libre y feliz con su cuerpo y una vocación nativa para el placer. Como viejos amantes que algún infortunio hubiese separado, o como las mitades que los antiguos imaginaron se buscarían incesantemente, se reencontraron en la ternura y en el deseo. Menos mal que la casa permanecía sola durante la noche y no hubo que preocuparse ni por carcajadas ni gemidos. Hacía mucho que ella no se reía con abandono de niña. Hicieron el amor en cada cama de la casa, cuyas habitaciones él insistió en mostrarle. Era un rito suyo al regresar, le dijo, visitar cada cuarto para aliviarle el aire de encierro. Desnudos anduvieron por pasillos, subieron y bajaron escaleras. Emir le contó historias de sus ancestros que rivalizaban con las de García Márquez: un tío que se hizo el muerto para cobrar un seguro, la tía gorda que nadie supo que estaba embarazada. Casi a la madrugada regresaron a la habitación del balcón. Se dijeron que debían revisar sus ponencias del día siguiente, pero terminaron hablando de posiciones y se durmieron juntos, medio borrachos y contentos.


Durante el foro multitudinario y bullicioso que tuvo lugar en el Salón de Convenciones de la ciudad, se persiguieron con los ojos y cada cual atendió la presentación del otro. En la de Viviana hubo un lleno total, la mayoría mujeres. A pesar de su facilidad de palabra ante los medios masivos, se sintió nerviosa. Era la primera vez que se dirigía a un público tan nutrido de pares. Antes de subir al estrado fue al baño para tener un rato de soledad. Dentro del cubículo, cerró los ojos. Pensó en Faguas. Imaginó que apretaba al país contra su pecho. Pensó en la mujer que quería encarnar. La visualizó, se cubrió con su imagen. Llevaba el discurso escrito por si le fallaban la memoria o el aplomo, pero no bien empezó a hablar, la pasión de la confianza en la idea del pie hizo que se olvidara de sí misma. Afirmativa, fuerte y con humor, despertó un clamoroso entusiasmo en el público. Cuando terminó la rodearon decenas de personas. Aliviada de obligaciones, se sintió eufórica. Emir logró abrirse paso. La abrazó fuerte. Magnífico, le dijo, y se fue a brindar su ponencia. Ella logró al fin zafarse de la gente y entró a la conferencia de Emir ya cuando él había empezado.

Con qué facilidad se expresaba, pensó Viviana, mirándolo con la camisa de mangas volteadas hacia arriba, la camisa de rayas blancas y celestes, impecable. Su análisis sobre la relación de Estados Unidos y América Latina era abundante en datos. América Latina era ahora el territorio que le quedaba a Estados Unidos para compensar el dominio de China sobre Asia y partes de África, pero la política de la que era ahora la segunda potencia mundial distaba mucho de ser la de los años de la Guerra Fría. Emir la había visto entrar y le guiñó el ojo casi imperceptiblemente. Quería sentarse al frente. Caminó por un lado del salón sin importarle que la miraran porque era llamativa y sabía que eso sucedería.

Estaba segura de que él no perdería el hilo. Era un don masculino controlar las emociones, un don que ella admiraba secretamente. Pero Emir calló. Los tacones de ella resonaron en el auditorio. La gente se volvió.

– Quiero que conozcan a Viviana Sansón -dijo Emir-. Ella es una joven periodista de Faguas y una persona que parece tener clara la idea de la que he venido hablando largamente: la política como desafío a la imaginación.

Ni corto, ni perezoso, el público aplaudió. Viviana saludó con la mano, enderezó la espalda. Touché, pensó, confundida. No supo si Emir lo hacía para devolverle la interrupción o de manera genuina para que la gente la conociera.


Almorzaron juntos. Lo hice por las dos cosas, dijo Emir. Tenés que admitir que querías interrumpirme y yo te di gusto -dijo con ironía, besándole la mano.

– Lo que quería era probarme a mí misma que tendrías, como cualquier hombre, la capacidad de mantener el hilo de tu discurso sin inmutarte -dijo ella.

– Yo me inmuto por mucho menos que eso -sonrió Emir-. Pero fue bonito. Me gustó lo que hiciste. Me desconcertó, pero me gustó. Y tu discurso… fue excelente.

– El tuyo también -dijo ella.

– Qué modestos que somos, ¿no?

– La modestia es una virtud mediocre -dijo seria Viviana.

– Fírmese y ratifíquese. Lo adopto como lema desde este momento -rió Emir.

En una entrevista pública ella habló del pie y arrancó sonoros aplausos. Al día siguiente, la noticia del partido apareció en los principales diarios.

Emir la llevó a reunirse con los más influyentes dirigentes políticos que asistían al foro. El nombre del partido era un arma de doble filo, le dijo. Por eso ella era necesaria para darle contenido. Tenía razón. Era un riesgo calculado, aclaró ella. Las personalidades la recibían con un aire de duda y cautela, pero la despedían con entusiasmo las mujeres, y con respeto y buenos deseos los hombres.

– Usted es temible -le dijo un boliviano-, pero le deseo buena suerte.


Tras el día de andar por el foro, oír discursos y conversar de política, estaban cansados. Emir, sin embargo, insistió en llevarla a cenar. Después, en el balcón de la habitación frente al mar, descalzos y sentados en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y los pies apoyados en la balaustrada, Emir se ofreció para organizarle el plan para recoger fondos. Irían a Estados Unidos a visitar mujeres hermosas y valientes, partidarias de causas perdidas y del Tercer Mundo, feministas de la Cuarta Onda, le dijo. "Con las que yo conozco será suficiente".


Viviana se quitó el anillo del dedo, lo pegó a su mejilla. Emir, Emir, ¿dónde estaría Emir? Sintió ganas de correr. No alcanzaba a entender qué hacía ella allí, ni en qué lugar se encontraba.

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