– ¿Viste el noticiero, Emiliano? La Presidenta está viva. Tu hombre falló.
– Te va a caer mal la comida, mujer. Y te repito: no fue obra mía.
Ella no podía contenerse.
– Cuando despierte, si es que despierta del coma, va a ser la mujer más popular de este país, mierda. Se reelegirá. O reelegirán a cualquiera de las eróticas.
– No va a despertar.
– ¿Ah, no? ¿Ahora te volviste del club de "la esperanza es lo último que se pierde"?
– El parte médico que leyeron es lo que me da esperanzas. La mujer está destruida. Si despierta, no será la misma. Dudo que pueda retomar el puesto.
Leticia miró al marido con despecho. El comedor donde hacían las comidas cuando no tenían compañía estaba en la terraza de su amplia casa. En el jardín bien cuidado, con hibiscos recortados en forma de canastas, los aspersores no cesaban de regar el pasto.
– Esos aspersores suenan como látigos -dijo Emiliano, mordiendo un trozo de pan mojado en aceite de oliva y vinagre.
– ¿No tenés nada más que decir? ¿No había otro plan? ¿Qué se proponían hacer, solo liquidarla?
– Te dije que nada tuve yo que ver en el asunto. Pero para quien lo haya hecho, que siga viva complica las cosas, es obvio. Máxime que ustedes las mujeres son tan sentimentales. No las entiendo. Es como si tener a la mujer en coma fuera peor que verla muerta. Yo sí propuse que nos movamos para destituirla pero las damas piensan que actuar mientras está en el hospital nos valdrá el repudio de la gente.
– Te sorprenderá saber que, siendo ese el caso, coincido con ellas.
– Yo no. Precisamente me parece que sería el momento de actuar; de pedir que se elija a otra persona de inmediato. Esa reforma que hicieron para eliminar la vicepresidencia fue una locura. Lo dije desde el comienzo.
– Lo decís porque no resultó el plan. Muerta Viviana Sansón, se habría tenido que convocar a nuevas elecciones. Esa era la idea, ¿no?
– Te dije que nada tuve que ver. No dejés que el odio te ciegue. Tendrías que ver la montaña de flores que han puesto frente al hospital. Si no fuera este un país pobre, competiría con el mar de flores que le pusieron a la princesa Diana. Es que yo creo que vos tenés alma de hombre. ¿Será por eso porque me casé con vos? -sonrió irónico y desdeñoso.
Leticia río. Tomó un trago de vino blanco.
– Alma de hombre… ¿te parece? No sé si tomarlo como un insulto o un cumplido.
– Viniendo de mí creo que podés estar segura de que es un cumplido.
– Cuidado. No vaya a ser que descubra que eres mariquita.
Rió Emiliano ahora. Una larga y sonora carcajada.
– No, mamacita -dijo, mirándola con lujuria-. Alma de hombre en cuerpo de mujer es la combinación perfecta. Yo no cambiaría tu cuerpo por nada del mundo… pero si me hubieses salido modosita, dulcita, todos esos "ita" de los que adolecen las mujeres, bien lejos estaría ya de aquí. Me habría casado con una de esas campesinas de las haciendas de mi familia; una mujer tosca, macha. Le tengo alergia al rosado, a lo femenino y, sobre todo, a las feministas. Esas, en el fondo, lo que quieren es ser hombres. Por eso viven frustradas.
No se dijo más. Leticia puso más vino en su vaso. Vino blanco, de buena cosecha. El vaso de cristal impecable, liviano. Vivían bien Emiliano y ella. Su hijo ya casado nunca les dio problemas, y en cuanto a la pareja, mal que bien, lejanas eran ya las guerras sin cuartel, el sitio a las íntimas ciudades y las huelgas de sexo o de hambre. Sin embargo, ella apenas podía a veces con sus resentimientos y las rabias que había tragado sin digerir para llegar a este punto. Odiaba que su memoria minuciosa no olvidara el acumulado de agravios y descalificaciones que él tan generosamente le había dispensado a lo largo de sus veintiséis años de casados. Cosas así, como decirle que tenía alma de hombre. O burlarse de su timidez, de su ineptitud social, como él la llamaba; o someterla al menosprecio que sentía por el total del género femenino. Sus esfuerzos por disimularlo más bien enfatizaban el desdén típico de quienes esconden su inseguridad adoptando poses de hombre fuerte. Pero ella no iba a caer en las trampas del feminismo, ni creerse los cuentos de las eróticas, esa especie de feminismo al revés que predicaban usando el lenguaje de mujeres como ella para engañarlas a todas. El hombre y la mujer eran como eran y cada quien tenía que ubicarse y no andar creyendo que se podía cambiar lo que Dios y la naturaleza había dispuesto. La mujer en su casa y con sus hijos era lo correcto. Ella no quería a Emiliano allí metido en la cocina, ni lo hubiera querido criando al hijo. Se habría vuelto loca. Ella sabía conseguir lo que quería sin tanta alharaca ni historias de cambiar el mundo. Su entrepierna podía más que cuatro discursos de esas mujeres. Estúpidas eran las eróticas insistiendo en revelarles el juego a los hombres. Maldita situación. Viviana en coma; todo el país detenido, sin moverse, sin reírse, como en un juego infantil, y el marido sin soltarle prenda.
Miró a Emiliano. Había encendido la televisión y empezaba a quedarse dormido. Noche tras noche, siempre así.