Ifigenia

Tenía enmarcado el primer manifiesto del pie en la pared de su oficina.

Debía revisar los correos en la computadora, el centenar de solicitudes de entrevistas apiladas sobre el escritorio, pero se recostó en su silla y se quedó mirando el famoso documento, los piecitos.

Nunca imaginó cómo cambiaría el pie su vida, su amor por Martín, la relación con sus hijos. No es que ella fuera desamorada. Pero sí muy controladora. Manejaba su vida y la de su familia, incluyendo al marido, como un reloj suizo. A punta de rutinas y el ejemplo de su propio sentido de responsabilidad, los mantenía bajo una disciplina espartana. El control de lo cotidiano era su manera de conferir propósito y sentido a su existencia. Muy a su pesar no lograba evitar la vocecita en su cabeza argumentando que la puntualidad, el esmero, los planes minuciosos, solo eran una manera de consolarse del vacío que en el fondo sentía. Pero esa era historia antigua ahora. El pie pasó a ser el puerto en el que ancló su búsqueda existencial. Resuelto esto y en contacto con las demás, se relajó. Afloró su ser lúdico. Su espíritu de madre espartana se vio forzado a replegarse. Descubrió cuán tensos mantenía a los suyos y los resentimientos que el marido calladamente acumulaba. Empezó a hacer enmiendas que él aceptó con un entusiasmo conmovedor. Le sorprendió darse cuenta de que era posible volver a enamorarse de la misma persona. Ahora, a media tarde a veces lo llamaba. Se escapaba a hacer el amor con él.

Martín soportó, con cara de inocencia, la chacota de amigos y conocidos cuando se publicó el manifiesto del pie porque desconocía que su esposa era una de las firmantes. Su secretaria se lo puso sobre el escritorio en la mañana.

– Valiente su esposa, don Martín -le dijo, apuntando al titular con el dedo índice, con una sonrisa pícara.

Llamó a Ifigenia. Podría haberle advertido, le dijo. Ella, poseída por el espíritu diletante y atrevido de las demás, dijo que había preferido sorprenderlo. Hemos hablado tanto del asunto, ya era hora, ¿no te parece?

– Está simpático -le dijo él-. No creo que nadie se lo tome en serio, pero está simpático.

– Quien ríe por último, ríe mejor -dijo ella. Le entristeció la manera despreocupada con que él descalificó el manifiesto, llamándolo "simpático", pero optó por no enfrentarlo. Pensó que sería mejor aprender a ponerle buena cara a ese tipo de comentarios. De allí en adelante, se dijo, serían el pan nuestro de todos los días.

Al manifiesto siguió una conferencia de prensa. La ofrecieron en un hotel, vestidas todas muy sexis, con estilo de motociclistas o rockeras para llamar la atención de los jóvenes. Ifigenia temió sentirse incómoda vestida de una forma que les era más familiar a las otras que a ella. Pero cuando se vio al espejo, pensó que era una idiota por no sacarle antes más partido a la genética que talló sus largas piernas, la cintura pequeña, los pechos altos y redondos. La ropa le ayudó a encarnar el rol sensual, desafiante e inteligente que se proponían proyectar.

La conferencia, el manifiesto y lo que dijeron se reprodujeron en periódicos, blogs, facebook, twitter y cuanta red social existía. La fauna política y los medios amigos del escándalo hicieron fiesta con la noticia, usando la ironía para descartar abiertamente sus pretensiones de crear un partido de la izquierda erótica. Cuando más se necesitaban personas serias en el país, decían, aparecían ellas -mujeres como Viviana, dignas de mejor causa- burlándose no solo de los hombres sino de las mismas mujeres que jamás se unirían a un partido desquiciado y superficial como el que ellas anunciaban con despliegue de tetas y piernas.

Ifigenia y las demás aparecieron en entrevistas de televisión, radio y periódicos. En un dos por tres, no hubo en el país quien no supiera lo que era el pie. La modorra política de Faguas, el business as usual, se sacudió. En los programas de opinión se polemizaba a favor y en contra. Se discutió si el poder ejercido por las mujeres sería diferente, si el erotismo era distinto a la pornografía o si la izquierda tenía aún razón de ser. Lo mejor de todo fue que cuando los comentaristas y periodistas se revelaron como trogloditas, traicionando sus esfuerzos por sonar como hombres modernos, las mujeres se tomaron la discusión y expusieron con vehemencia y apabullante sencillez su disgusto y su incredulidad por lo natural que les parecía a los varones la división de los sexos que les recetaba a las mujeres la exclusión, la explotación y un sinnúmero de desventajas. En los debates se producían verdaderos pugilatos verbales. Mujeres de delantal, modelos, madres, santulonas, intelectuales, profesionales y putas llamaban a los programas para defender los derechos de la mujer, quejarse de las soledades de la maternidad o indagar sobre la explosión del volcán y el déficit de testosterona.

Viviana y las demás afinaron sus discursos y respuestas: hablaron de reformas a la democracia, a la constitución, a los métodos educativos y a los centros de trabajo. En sus diatribas incluyeron retazos de filosofía popular y usaron el arsenal de su memoria nombrando citas que abarcaban desde las teorías de Deepak Chopra, Fritjof Capra y Marx hasta las tesis feministas de Camille Paglia, Susan Sontag, Celia Amorós y Sofía Montenegro.

Martín veía salir a Ifigenia a las entrevistas, vestida con pantalones negros, camisas gitanas, anchos cinturones y botines y, aunque temía el precio que ambos pagarían por una aventura política que él consideraba destinada al fracaso, agradecía el retorno de la liviandad de espíritu a su casa. Ella dejó de preocuparse por los zapatos fuera de lugar, el estricto cumplimiento de un horario que incluía las comidas, el esparcimiento y el sueño, y la planificación mensual de fines de semana y cenas con amigos.

A pesar de su déficit de testosterona, Martín volvió a sentir la atracción que lo enamoró. Contemplaba a Ifigenia con nostalgia y se las ingenió para hacerle el amor con el fuego de una pasión antigua donde no cabía la tibieza.

Como profetizó Viviana, el estrambótico nombre del partido, una vez que ellas dieron cuerpo a sus ideas y sus sueños, dejó de tener importancia. Lo que caló como santo y seña fueron las siglas, el pie. No hubo mujer que no indagara de qué se trataba o se uniera a la ola de alta cresta que, inesperadamente, puso a las féminas a la cabeza de un tsunami político cuya vitalidad y novedad superaba con creces las propuestas conocidas y desacreditadas de los partidos machos tradicionales.

Ifigenia tomó bajo su responsabilidad la tarea de organizar el resultado del escándalo. Con hojas de afiliación y un sitio web enhebró el tejido nacional de membresía y colaboradoras.

Siguiendo el modelo de reunión de las feministas en los años sesenta en Estados Unidos, las mujeres afiliadas se reunían para comparar sus experiencias, contarse sus cuitas y hasta llorar juntas. Se organizaron grupos para ir a los barrios y hacer pedicures. Pintando las uñas de rojo a las mujeres, les hablaban del partido que velaría para que dejaran de ser dependientes de los maridos y dueñas de sus destinos y decisiones.

Desde su programa de televisión, Viviana continuó sus denuncias y sus revelaciones. Incluyó un segmento femenino donde mujeres de todos los estratos sociales dieron rienda suelta a sus sentimientos de impotencia y a sus deseos de que las tareas del hogar no les cayeran encima como norias que tenían que jalar como mulas.

Por aquellos días, Carla Pravisani, dueña de una agencia de publicidad cuya revolucionaria creatividad también había dado mucho que hablar, se ofreció, no solo a dirigirles su campaña, sino a conseguirles el patrocinio de varias de sus clientas entusiasmadas con el pie. Carla, que era una argentina escultural, de brazos torneados y largas piernas de atleta, y que, desde la nariz hasta el peinado pertenecía al club de las Virginias Woolfs del mundo -en su caso con el desenfado y el sexappeal de varios siglos de autoafirmación-, se paró en el salón de la casa de Ifi, encendió su computadora y proyectó en la pared un powerpoint que las dejó riendo y con la boca abierta ante su ingenio. Por último les dijo que no le dieran las gracias, que era ella quien les agradecía que la sacaran de los promos y las latas de atún.

Pegatinas del pie empezaron a aparecer en cajas de pastillas del dolor de cabeza, en bolsas de toallas sanitarias, en los tarros de leche en polvo para bebés, en cajas de detergente.

Con la energía de tantas mujeres que, como Carla, se sumaron al esfuerzo y al jolgorio colectivo, el pie logró colocarse al centro de la dinámica electoral, desafiando los pronósticos y las risas de los exacerbados políticos machos que las llamaban "las eróticas", como si el erotismo fuera objeto de vergüenza.

Ifigenia recordó la camiseta con que ella anduvo día tras día, a pesar de que su jefe amenazaba con despedirla (como al final lo hizo), acusándola de soliviantar a todo el personal femenino. Era una camiseta blanca con la línea de un poema de la poeta nicaragüense Gioconda Belli, que decía simplemente: yo bendigo mi sexo.

Muchas mujeres bendijeron su sexo aquellos días. El sexo femenino apareció dibujado en las paredes, igual que todas las flores con connotaciones sexuales: anturios, orquídeas. El Partido de la Izquierda Erótica se tomó la imaginación de la gente y la perorata de los partidos políticos tradicionales se dedicó a menospreciarlas de tal manera que se olvidó de sus propias propuestas.


Ifigenia retornó a los papeles que tenía sobre su escritorio. Suspiró. Desde el atentado contra Viviana se sentía como un árbol talado a punto de caer desplomado en medio del bosque, un árbol sin fe en sus raíces. Hasta entonces no tuvo dudas de que el proyecto del pie, el pueblo de Faguas, hombres y mujeres, fueran merecedores del esfuerzo sobrehumano de ganar las elecciones y gobernar, pero ahora iba por las calles, miraba a la gente y se preguntaba cuántas personas realmente lo agradecían; quizás el felicismo era una quimera y terminarían, como antaño, quemadas en la hoguera de otra de las muchas utopías.

Le dolía Viviana. En el hospital, los médicos les explicaron que el coma era un estado misterioso. Viviana era sana y fuerte, y con ayuda de la ciencia y de la capacidad extraordinaria del cerebro para regenerarse, eventualmente tendría que despertar. Ella iba a visitarla a diario. Sin saber si la escuchaba o no, le daba reportes de cómo andaban las cosas, le acariciaba la mano, contemplaba su rostro pálido con la esperanza de una señal de retorno. Al salir, se topaba con los montículos de flores y velas que cubrían la cuadra entera; la gente en grupos que se acercaba para saber noticias. No atinaba a saber si los animaba el amor, el oportunismo o la curiosidad.

Cada mañana su Ministerio de la Información emitía un parte. Cada mañana se quebraba la cabeza para que no fuera igual al del día anterior. Habría querido suspender el ejercicio pero la movía el recuerdo de Viviana y su insistencia de mantener a la población informada. Desde su inauguración, la Presidenta había establecido una política de puertas abiertas a los medios: "Desde niñas sabemos que quien se esconde es porque hace travesuras; en esta administración los medios podrán cubrir hasta las reuniones de gabinete". Aquella práctica, las facilidades de comunicación que proveían la gran cantidad de estaciones cibernéticas abiertas en todo el país, facilitaron la participación de los ciudadanos. Veían las reuniones e inmediatamente escribían sus opiniones, desmentían afirmaciones o aportaban ideas y soluciones. Ifigenia, con un numeroso equipo de jovencitas, se encargaba de que, al menos, supieran que se les escuchaba.

Volvió a su correo electrónico. Empezó a revisar la avalancha de mensajes.


(Materiales históricos)


Primera propuesta de campaña publicitaria

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