La revuelta

Mientras leía una serie de documentos, sentada en la silla del despacho presidencial que ocupaba hacía una semana, Eva Salvatierra escuchó un ruido de vidrios rotos. Levantó la cabeza y se dio cuenta de que la luz de la tarde daba paso a la noche. Se puso de pie para asomarse por la ventana, cuando Viola, su secretaria, entró seguida por dos policías de la seguridad personal.

– Venga, Presidenta, tenemos que sacarla de aquí, hay un tumulto afuera y están apedreando las ventanas.

Eva las miró desde el escritorio. Se apartó una mecha de pelo rojizo de la cara.

– Venga, Presidenta, por favor -dijo la más corpulenta de las policías, acercándose y tomándola del brazo.

Eva quitó la mano de la policía, molesta. La muchacha, asustada, dio un paso atrás.

– No puede ser tan malo -dijo Eva, mirándolas con reproche. A veces cuando alguien inesperadamente le ponía la mano encima reaccionaba así. Respiró hondo. Se puso de pie y echó la mirada sobre la ventana.

– No son muchos -dijo la joven policía, cohibida-, pero una pedrada con buena puntería…

– Usted, que es de mi seguridad personal, ¿no sabe que este despacho tiene vidrios blindados? -la miró Eva con dureza-. Es imposible que una pedrada haga más que ruido.

– Quebraron los vidrios de unos vehículos estacionados en la plaza.

– Esta no es la plaza.

Eva se asomó por la ventana. No eran muchos los hombres agrupados afuera, las caras cubiertas con pasamontañas, tirando piedras y lanzando bombas caseras.

Una línea de policías estaba formada frente a la Presidencial.

– Comuníqueme con la jefa de la Policía -dijo, con autoridad, indicando el walkie-talkie de su jefa de seguridad.

Un instante después hablaba con ella. La Comisionada le pedía disculpas.

– ¿Que la disculpe? Hay una situación tensa, ¿y a usted no se le ocurre reforzar la Presidencial?

No pretendía justificarse, dijo la voz por el walkie-talkie, pero solo habían movilizado patrullas a cubrir la concentración de los Hombres Libres en la Avenida de la Universidad. Mandaría a las unidades antimotines de inmediato.

– Hay que desalojar a esta gente -dijo Eva-. Con mangueras, tasers, lacrimógenas; lo que sea necesario sin llegar a más. Los recogen, los fichan y los sueltan -ordenó.

Martina entró en ese momento a su despacho.

– Evita, hay manifestaciones de hombres por todos lados. Son pequeños grupos pero se han puesto agresivos.

Eva indicó a Viola y a las policías que las dejaran solas. Estaría más segura allí, les dijo. No había razón para que ella se trasladara al cuarto blindado. Las mujeres salieron.

– A veces me pregunto cómo hemos hecho todos estos años -se lamentó Eva, furiosa, caminando de un lado al otro-. ¿Cómo es posible que no supieran que estos cristales son blindados? Son cosas que no me explico.

– Mejor prevenir que lamentar. Yo entiendo su lógica.

– Sacar a la Presidenta de su despacho es una medida que solo se toma en situaciones de ataque directo o asonada -dijo Eva, severa-. Esto no es nada parecido.

– Ifigenia y Rebeca están por llegar -dijo Martina-; quedamos de encontrarnos aquí.

– Parece que el conejo se nos salió del sombrero, ¿eh? -dijo Eva, sonriendo irónicamente.

– Es absurdo, estúpido, inexplicable. ¿Ya viste el Blog del Impertinente? Y como él, hoy amanecieron todos los comentaristas machos pidiendo elecciones. Dicen que eso es lo que estipula la Constitución que nosotras mismas reformamos, que no aceptarán una presidenta interina sin elecciones, sea quien sea.

– Pues hay que reconocer que no les falta razón. Hicimos esa reforma. Nombrarme a mí fue una salida que nos inventamos. En mala hora.

Martina se percató del mal humor de la otra. Cambió de tono.

– Explicamos ampliamente las razones en el caso particular de Viviana. Arman alboroto porque les da la gana.

– Porque quieren deponernos. Esa es la realidad que hay detrás de esto, de lo de Viviana.

– ¿Estás segura?

– Tengo mis sospechas.

– No hacemos nada con sospechas. Ese es el problema.

Se levantó y se asomó a la ventana. El aullido de las sirenas de los carros-policías se escuchaba en la plaza. Martina se aproximó.

Un gran número de mujeres policías, con trajes y cascos antimotines bajaban de camionetas y jeeps, formando un semicírculo alrededor de los manifestantes. Todas iban armadas de tasers.

Martina miraba a Eva. Nunca la había visto tan tensa ni rabiosa.

– Van a ver esos imbéciles lo que son esas mujeres -dijo, por lo bajo, golpeándose con el puño izquierdo la palma de la. mano derecha.

– Calmáte, Evita, calmáte. No perdás la dulzura de tu carácter.

– ¿A vos no te pasa a veces que odias a los hombres? Yo no los odio uno por uno, pero cuando los veo así, violentos, en grupo, tengo que reconocer que se me sube un desprecio profundo desde quién sabe dónde.

– Calmáte, Evita -volvió a repetir Martina-. No es el momento. Tenemos que ver qué hacemos -se pegó a la ventana-. Mirá las policías y mira a los hombres volteándose como si quisieran pegarles, ay Dios mío, qué desastre.

Ifigenia y Rebeca entraron en ese momento y corrieron a la ventana.

Abajo se oían gritos y rugidos de la gente; la policías forcejeaban moviéndose sin separarse para cerrar el círculo sobre los hombres que les gritaban insultos: mujeres de mierda, hijas de puta… Eva seguía dándose con el puño izquierdo en la palma derecha.

– Voy a bajar -dijo-. Esto es demasiado.

– Ni se te ocurra -dijeron las tres a la vez-. Ya no sos la Ministra de Defensa, ahora sos la Presidenta. No se te olvide. No te corresponde -Martina la agarró del brazo. Eva se sacudió la mano de Martina.

Abajo, las policías con los escudos seguían avanzando. Ya varios hombres gritaban revolcándose bajo el efecto de las tasers. A los más bravos y gritones les iba cayendo la descarga eléctrica, dejándolos inutilizados por un rato, pero sin acallar la sarta de insultos: brujas, cabronas, putas, lo usual, pero dicho con una agresividad que no se había manifestado en un buen tiempo.

Del lado de la Presidencial, otro grupo de policías sin cascos se abrieron paso dentro del molote, esposando a los que se reponían en el suelo de la descarga eléctrica.

A los que iban reduciendo, los empujaban hacia los carros-patrullas. Eran como cincuenta hombres, no muchos, como había dicho la jefa de seguridad.

Poco a poco la plaza se quedó en silencio. Con las sirenas prendidas, ululando en la noche, una a una se marcharon las patrullas con su cargamento de hombres furiosos, desafiantes.

Tocaron la puerta y entró la jefa de la Policía Nacional, Verónica Alvir, despeinada, sudada. Se cuadró frente a Eva.

– El desalojo es completo -dijo-. Misión cumplida.

Martina contuvo el impulso de decirle que se sentara y se tomara un vaso de agua. La policía era una mujer fuerte, alta, delgada, pero de antebrazos musculosos. Seguro hacía pesas.

Eva se dio por informada con un movimiento de cabeza. ¿Qué le pasa?, pensó Rebeca. Gracias -la oyó decir-. Fíchenlos y suéltenlos. Se quedaron solas las cuatro. Eva se dejó caer sobre la silla. Se tapó la cara con las manos un instante.

– Bueno, ya pasó -dijo, sacudiéndose el pelo.

Ifigenia, Martina y Rebeca se miraron. Rara vez habían visto a Eva, la calma, la impasible, perder los estribos.

– Hay manifestaciones en varias partes de la ciudad -dijo Rebeca-. Tenemos que pensar qué hacemos.

– Nada -dijo Martina-. Hay libertad de expresión, de asociación. No podemos hacer nada; solo podemos intervenir si hay vandalismo o ataques a la propiedad pública o privada. Ustedes se preocupan de eso, yo me preocupo de que los hombres, las mujeres y similares tengan la libertad de manifestarse.

Al día siguiente, salieron más hombres a la calle. Esta vez, como anunciara Martina, eran los Machos Erectos Irredentos. Desfilaron por la avenida principal pacíficamente, con enormes falos pintados sobre cartulina y otros hechos con tela beige, rellenos de algodón.

Sobre las aceras, las mujeres los veían pasar, unas riéndose, otras sacándoles la lengua.

Día tras día se sucedían las manifestaciones. ¡Elecciones!, ¡Elecciones!, gritaban los hombres.

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