Juana de Arco

Se removió en la silla. Martina le había pedido que hiciera un turno al lado de Viviana en el Hospital. No le gustaba verla así, quieta, dormida, pálida. ¿Cómo saldría de donde estaba?, se preguntó. No quería pensarla perdida. Andaría por su cerebro, paseando de lóbulo en lóbulo. Ausente, pero presente. Ella conocía el truco. Lo había empleado muchas veces.

Estar sin estar estando, lo llamaba para sus adentros. Así resistió las violaciones, los atropellos. Se ausentaba de sí, hacía de cuenta que no era ella la que sentía.

Lo hizo desde la primera vez, cuando la violó el tío. Pero esa vez todavía no era ducha en la materia. No pudo evitar gritar, retorcerse, que le doliera; el horror de sentir un hombre encima, sudando, jadeando, desesperado por meter esa cosa dura dentro de ella. Fue la primera vez que se dio cuenta de lo que pasaba con el pene. Había visto muchos de pequeña. Ella y sus amigos y sus hermanos se bañaban desnudos en el río por la casa de su mamá. Y le daba risa ver el pito que tenían los chavalos, un carrizo, una flauta chiquita e insignificante colgada con los saquitos esos. ¿Cómo sentís andar con eso colgado?, le preguntó una vez al hermano. Debe ser raro, incómodo, ano? ¿No te duele cuando andas en bicicleta?

Él se había reído. Dolía si le pegaban allí, dijo, pero nada más. Uno se acostumbraba. Y mira, ustedes las mujeres con las tetas colgadas. ¿No te has fijado en la tía Eradia cuando corre? Chocoplos, chocoplos, se le hacen, rió, poniéndose las dos manos en el pecho y moviéndolas de arriba abajo, como se movían los pechos de la tía. Por lo menos el aparato de nosotros queda bien guardado en su estuche mientras no se ocupa.

El aparato. Así le decían sus primos y sus hermanos. Pero ella nunca vio el aparato funcionar sino la noche que la violó el tío. Por eso se llevó un susto mayúsculo cuando él la obligó a tocarlo y ella sintió la caña de bambú esa, el tronco sin hojas, la carne de pronto hecha piedra. Y peor fue cuando él se le montó encima y hundió esa estaca dentro de ella; ella que apenas tenía pelitos, que recién había reglado por primera vez. Le ardió como chile. Fue un ardor indescriptible, como si le hubieran insertado una tea encendida en las entrañas. Y para colmo, él empezó a moverse, a frotar el lugar que ardía; frotaba y jadeaba y ella no podía pensar en otra cosa más que el ardor y el asco de que el hombre la estuviese tocando allí, sudando encima de ella, haciendo esos ruidos de animal, de mono. Y el tío la agarraba de la cabeza para impulsarse y mecerse dentro de ella, dentro del ardor que era ella atrapada como una mosca debajo de él. Así hasta que se vino (nunca había entendido por qué llamaban "venirse" al orgasmo, ¿adónde van que vuelven?) y gritó y se desplomó encima de ella. Pensó que su peso le reventaría los pulmones porque apenas podía respirar. Cuando no pudo más, lo empujó pensando que se arriesgaba a que él le pegara, pero él estaba como un saco pesado, como muerto en vida, y sólo se dejó caer sobre la cama y al instante empezó a roncar. Allí fue que aprovechó ella para levantarse (la sangre le corría por las piernas) y agarró un pedazo de leña y le dio tan duro como pudo en el mero pito, en el estómago, en la cabeza. Sentía que el odio se la comía, que quería matarlo. Se acordó del quinto mandamiento. Se detuvo. Él se retorcía, se agarraba entre las piernas.

– Tío, tío -le dijo, asustada de su propia rabia, pensando si no lo habría dejado paralítico.

Pero apenas se acercó, él la sujetó del brazo, la tiró sobre la cama y la agarró a trompones, en la cara, en el pecho, en el estómago, en el vientre.

Entonces fue que ella se ausentó. Estoy sin estar estando, se repetía. La frase se le ocurrió de pronto, no supo de dónde la sacó, pero la siguió repitiendo. Le dolían los golpes, pero no hizo nada, ni siquiera se tapó la cara. Y él se cansó en cierto momento.

– Me las vas a pagar, hija de puta -le gritó-. Te voy a hacer puta te guste o no. Vas a ver.

Ni sabía cuántos hombres habían pasado por ella. Daba lo mismo. Ella nunca estaba. Era como Viviana, acostada en la cama; un cuerpo. Seguro que Viviana no estaba consciente de todos los aparatos que tenía conectados: el suero, la pantalla que seguía los ruidos de su corazón, la sonda por la que hacía pipí, el oxígeno. Pobrecita, pensó, porque al menos yo me despierto cuando quiero, reacciono, pero ella no puede moverse. Sintió una ola de compasión. Se alegró.

Se dio cuenta de que era la primera vez que sentía lástima verdadera por otra persona que no hiera ella misma.

Cuando llegó Martina, le dijo que no quería irse. Quería quedarse allí con Viviana, alguien tenía que cuidarla.

– No, Juanita, te venís conmigo. Emir está por llegar. Aquí hay enfermeras, doctores, nada hacemos.

– Ella está allí -dijo-. Está sin estar estando.

Martina la miró sin comprender.

– Yo sé lo que te digo -afirmó Juana de Arco.

– Podés venir todo el tiempo que querás cuando terminemos el trabajo -dijo Martina-, pero vos sos indispensable, sos la que mejor conoce dónde están todas las cosas de Viviana.

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