Arrollada, limpia, Viviana encontró en la repisa la toalla que le dio a Patricia la noche en que la rescató para que se secara la lluvia del cuerpo. La reconoció porque era color turquesa, con dibujos de peces; una toalla barata, comprada a un vendedor ambulante. Le pasó la mano encima sonriendo para sí. Los regalos que le daba a uno la vida, pensó antes de abandonarse a las imágenes precipitadas que le ocuparon la mente.
Quizás fue esa misma noche, viéndola dormir tranquila en el sofá de su estudio, cuando decidió hacerse cargo de ella, no enviarla a Casa Alianza. No supo qué vio en ella de sí misma, de cuanta mujer conocía. Le dio vergüenza su ignorancia, su indiferencia de mujer feliz que miraba historias como las de ella en los periódicos, en la televisión, en los blogs, dondequiera, y se conformaba con sentir ese instante de compasión de quien jamás imagina vivir algo semejante.
Patricia se levantó al día siguiente y al otro y al otro en la casa de Viviana. Callada, casi reptil en su discreción. Desayunaba y luego se pasaba el día durmiendo o viendo televisión. Ni una palabra sobre lo que quería hacer. Ni una palabra más sobre el desencuentro con sus compañeras.
Viviana le explicó a Celeste que la muchacha necesitaba refugio para evadir a un padrastro que quería hacerle daño. A sus doce años, Celeste era intuitiva, muy avispada, pero si percibió algo más complejo, no lo demostró en su actitud. Se posesionó de Patricia con un prematuro instinto maternal. Le regaló un perro de peluche y le preguntaba apenas llegaba de la escuela si estaba bien, si tenía hambre.
A Viviana la compulsión de ayudar a Patricia, de salvarla, la obsesionó. Quería darle de comer, comprarle ropa, llevarla al médico, acunarla. Le costaba creer que apenas tenía dieciséis años. Se recordaba a esa edad, rebelde sin causa en el colegio, haciendo travesuras, los primeros enamorados, el primer beso, el primer trago de ron, escaparse por la ventana para cruzarse donde su amiga la vecina, tomar cerveza como si fuera pecado mortal, iniciarse en el sexting en el móvil, en la terminal de su cuarto. Su mamá había sido una combinación: estricta y liberal. Le puso límites pero le dio responsabilidades sobre sí misma.
– En última instancia, lo que te pase es cosa tuya. La que va a pagar los platos rotos sos vos. Eso es lo que no se te debe olvidar. Yo ya soy una mujer hecha y derecha. A mí, mí, mí -repitió señalándose el pecho-, me puede doler lo que haces, pero no es mi vida la que se está decidiendo, es la tuya. Yo tengo la responsabilidad de darte buenos materiales para que construyas el edificio, pero la arquitecta sos vos.
Viviana había percibido el precio que su mamá pagó por la aventura con su padre que resultó en ella. Aunque jamás la hizo sentir que no había valido la pena, se percataba de las dificultades de Consuelo como madre soltera. Este negocio de los hijos no está hecho para una sola persona, la oía decir a menudo. Su trabajo en National Geographic significaba viajes frecuentes acompañando grupos a sitios remotos. Buscaba con quién dejarla apelando a su red de amigas, más no faltaban los imprevistos. Pero de esos años de su vida, Viviana no guardaba más que los habituales recuerdos: sufrimientos de adolescente, de inadaptada, sentirse a veces como un paquete que le estorbaba a la madre y que esta dejaba en consignación por aquí o por allá. Nada que ver con la experiencia de Patricia. ¿Cómo se reponía uno de algo así? ¿Quién convencía a la muchacha de que la vida valía la pena, que tenía un propósito? Cuando Sebastián murió, ella perdió la capacidad de encontrarle sentido al tiempo que mediaba entre el nacimiento y la muerte. Para qué tantos días, se preguntaba, si era inevitable terminar en polvo, en nada, un nombre bajo la tierra. Paradójicamente el pensamiento que la sacó del luto fue precisamente ese, la sencilla realización de que estaba viva, de que el único propósito de la vida era la vida misma.
Para entender cómo se sentiría Patricia y tirar un madero en su mar de náufraga, empezó a leer del tráfico de personas y otros horrores modernos ante los cuales las mujeres eran especialmente vulnerables. Las historias eran como picaduras de alacrán en su cuerpo. Dolorosas y tóxicas. En pocos días se llenó de un feminismo rábido incapaz de comprender la tolerancia del mundo y de las mismas mujeres ante lo que vivían sus semejantes. Leyó documentos feministas y le molestó el tono doctoral, el lenguaje inaccesible de algunos. ¡Caramba, hijas, pensó, no se pasen ahora de inteligentes! Por demostrarles sapiencia a los hombres, tanta letrada perdía contacto con sus naturales oyentes. Le sorprendió el peso que el aborto ocupaba como centro de las reivindicaciones, en un mundo en que tantas vidas eran irrespetadas. Claro que era un irrespeto reclamar soberanía sobre las decisiones de un ser autónomo que tenía derecho absoluto sobre su cuerpo, pero qué hacer con los vivos nacidos de las mujeres le parecía más urgente. Pensando en el aborto se le ocurrió la idea de adoptar a Patricia, protegerla legalmente. En el estado en que estaba, ardorosa y justiciera, no vaciló en planteárselo.
Llegó al mediodía a su casa después del programa de televisión y fue a buscarla a la sala. Patricia hojeaba un diccionario.
– Patricia, vos necesitas quién te proteja. Si te adopto, no podrán amenazarte. Podés quedarte aquí.
La muchacha no se lo esperaba. La miró desconcertada, incrédula.
– ¿Pero qué tengo yo que ver con su vida? -le preguntó, sin salir de su asombro-. No, Viviana. Le agradezco el gesto, pero no.
Fue poco lo que le dijo Patricia, pero su gesto, su manera de responderle, fue de una elocuencia tal, que Viviana se dio cuenta de que traspasaba un límite infranqueable y de que su impulso bien intencionado podía dar al traste con cualquier esperanza de llegar a tener la relación que aspiraba con la joven. Reculó a toda velocidad.
– Entiendo. Perdoná. Te podés quedar aquí el tiempo que querás.
– Gracias.
Viviana se metió en su habitación. Le ardían las mejillas. Vieja tara de ella ser impulsiva. En ocasiones le era útil, pero con las emociones era desastroso. Sin embargo, repetía el comportamiento una y otra vez: quería ser tan empática que hablaba más de la cuenta, proponía soluciones como si el mundo le estuviese pidiendo siempre que arreglara lo que estaba roto. Por el camino, a veces, ofendía a quienes quería ayudar, pensaba por ellos, no les daba oportunidad de que buscaran sus propias soluciones. Se tocó la cara. Fue al lavamanos y se echó agua. Se llamó estúpida al espejo. Pero no bien entró a su habitación, lo hizo de nuevo. Llamó a Martina a Nueva Zelandia.
– Me dolió que me respondiera así, pero la verdad es que tiene razón. Fue prematuro de mi parte proponérselo, ingenuo. Me pasa por impulsiva. Vos me conocés, sabés que tengo complejo de Hada Madrina.
– Mándamela para acá. Necesita salir de allí, cambiar de aire. Yo la pongo a trabajar en mi posada -lo siento, amor, que mi negocio no es como quien dice el más indicado para la criatura-, pero te prometo que aunque sea un bed and breakfast, ella solo verá el breakfast y nada de las beds, ¿ok?
– ¿Estás segura? ¿No te parece que mandarla hasta Nueva Zelandia es exagerado? Lo más lejos que ha viajado es aquí a la ciudad.
– Convencete de que es una mujer adulta, no importa la edad que tenga. Ya ella puede hacer eso y más.
A Patricia esta propuesta sí que le interesó. Se le agrandaron los ojos.
Viviana prestó dinero en el banco para el pasaje, le sacó pasaporte, la llevó al aeropuerto, pagó extra para que viajara como menor, cosa de la que Patricia no renegó, porque aunque no quisiera admitirlo le apabullaba la idea, el riesgo de perderse. Se le notaba en la cara, en el porte formal con que empezó a comportarse desde que supo que viajaría a los confines del mundo.
Al año siguiente, Martina volvió con ella, harta de las ovejas, los turistas, el bed and breakfast y la paz de Nueva Zelandia. Patricia se había cambiado el nombre a Juana de Arco. Iba vestida de jeans apretados y camiseta negra, el pelo pintado de azabache, argollas en el contorno de las orejas. Era un desafío andante, pero estaba contenta.
– No le digás que te dije -le comentó Martina risueña-, pero se enamoró de la Lisbeth Salander. Es su heroína ahora.
Cuando empezó la campaña del pie, Viviana le propuso a Juana de Arco que fuera su asistente. La muchacha poseía una feroz determinación, era rápida y tenía un aguzado sexto sentido para medir a la gente.
(Materiales históricos)
Sujeto: Programa
De: Viviana
A: mm@sonajero.com, rebecadelosrios@celulares.com, eva@ss.com, portaifi@gg.com
Si queremos que nos tomen en serio, en medio de todas las bromas y el jolgorio que hemos acordado sea nuestro sello, tenemos que tener una propuesta original, lo cual no deja de ser difícil (por algo todos los programas se parecen).
Pienso que debemos darle cuerpo a lo que planteamos en el manifiesto, o sea definir hasta donde sea posible lo que entendemos por felicidad y felicismo.
Eso para el preámbulo del programa, algo como:
Definimos la felicidad como un estado donde las necesidades esenciales estén resueltas y donde el hombre y la mujer, en plena libertad, pueden escoger y tener la oportunidad de utilizar al máximo sus capacidades innatas y adquiridas en beneficio propio y de la sociedad.
La propuesta del pie no es una suma de planes económicos ni un listado de promesas, como el que acostumbran los partidos políticos que, por años, nos han venido ofreciendo el oro y el moro para después fallarnos. Nuestra propuesta es una reforma integral para cambiar la manera en que fuerzas económicas y sociales anteriores a nuestro tiempo organizaron nuestras vidas.
La propuesta del pie tiene seis aspectos fundamentales:
a. Reformar el sistema democrático (propuesta de Martina)
b. Reformar el mundo laboral para terminar la segregación familia-trabajo.
c. Reformar el sistema educativo.
d. Establecer un sistema de rendición de cuentas que garantice la transparencia en el manejo del capital y fondos públicos.
e. Enfocar la productividad del país a lograr la autosuficiencia alimentaria y energética, y a la producción de dos productos básicos de exportación: flores y oxígeno.
f. Reformar el concepto y el sistema tributario para que responda a la idea de la responsabilidad que cada ciudadano tiene para con su país y con sus paisanos.
Lo del mundo laboral, como saben, es una obsesión mía. Creo que no habrá igualdad entre hombres y mujeres mientras no cambie el modelo de organización del trabajo que presupone la separación del trabajador del hogar y por tanto la existencia de una persona que atienda los hijos y la casa (responsabilidad que tradicionalmente ha asumido la mujer). Cómo atender a los hijos y el hogar sin que esto signifique desventajas y la interrupción o fin de la vida laboral de la mujer es el reto no resuelto de la sociedad moderna.
Hasta ahora las mujeres han ingresado en grandes números a las universidades, pero la vida laboral, cuando hay hijos, introduce un sinnúmero de obligaciones adicionales que las sobrecargan de responsabilidad y atentan contra su eficiencia en ambas áreas. No es de extrañar entonces que, de tener la posibilidad, opten por permanecer en sus casas. Esto significa que pasan a ser dependientes económicamente de quien provee el sustento de la familia y por tanto son vulnerables al abandono y la violencia y pierden autonomía y la posibilidad de autorrealización en un terreno distinto a la maternidad.
Hay que separar la asociación automática mujer-maternidad, y convertir ese oficio en una labor neutra, una función social genérica. Hacerlo es una cuestión de poder. Quien tiene el poder pone las reglas del juego, crea las razones que justifican un determinado modo de organización.
Recuerden que necesitamos:
1. La idea para una bandera o emblema (si es posible que alguien haga el dibujito, mejor)
2. Un eslogan
Por allí va la cosa, mariposas. Besos,
Viviana