Justicia

José de la Aritmética salió de la casa de doña Vera de madrugada. Dejó allí el carrito de raspado. Llegó a la esquina y paró un taxi. Eva le había dado la dirección de su casa. Si lograba información en su reunión con Ernestina, le dijo, debía buscarla a la hora que fuera.

Nunca en su vida de vendedor ambulante había sentido la mezcla de sentimientos que le bailaban en ese momento entre pecho y espalda. Tenía miedo pero también orgullo. Si por ratos se sentía la viva encarnación de Sherlock Holmes o James Bond, disfrazados de pobre, por otros quería esconderse o ir a zambullirse en el pecho acogedor de Mercedes. ¿Qué he hecho, Dios mío? Me voy a meter con la mafia más corrupta y desalmada de este país. Voy a poner en riesgo a mi familia, a la Ernestina. Virgen del Perpetuo Socorro, ayúdame, San Cristóbal, vos que me has protegido en el tráfico, no me abandones, San Pascualito Bailón, musitaba, súbitamente tiritando de frío, castañeteando los dientes.

– Se ve que usted no madruga, amigo -le dijo el taxista-. Así son de frías las madrugadas.

– Tiene raaaazzzooón -dijo-. No mmmmadddruggo por lo ggeneral.

Se bajó en la esquina de la casa de Eva. No quería que el taxista supiera adónde iba.

Entre las vueltas que dieron las guardas para decidir que José de la Aritmética no era un desquiciado y aceptar que debían despertar a la jefa, pasó más de media hora. Afortunadamente llamaron a la capitana García y ella autorizó que lo dejaran pasar y se encargó de sacar a Eva del sueño.

Ella lo recibió vestida con una sudadera, en chinelas. Le ofreció café, le prestó una chaqueta. Él no quiso decir nada hasta que no entraron al despacho de la casa. Allí, a puertas cerradas, le dijo cuanto sabía.

Eva se despabiló en un dos por tres. En menos de quince minutos convocó a las oficiales. La casa se llenó de gente, pero él continuó metido en el despacho, escuchando solamente el ruido de los pasos, el arribo de los carros.

Eva salió a cambiarse. Tardó en regresar. José empezaba a quedarse dormido cuando ella entró de nuevo a la oficina.

– Don José, vamos a montar un operativo ahora mismo para atrapar a esta gente.

El mérito que tiene usted es inconmensurable y no tengo cómo agradecérselo en nombre de la Presidenta, del pie, de Faguas -le dijo-. Lo vamos a premiar como se merece, pero por el momento quiero que sepa, aunque le pido que no lo diga a nadie aún, que la presidenta Viviana salió del coma anoche y que los médicos piensan que se recuperará totalmente.

La cara delgada, envejecida prematuramente por el sol, la cara buena de José de la Aritmética se distendió en una gran sonrisa. Se llevó las manos a la boca como un niño excitado, y se rió. Gracias a Dios, gracias a Dios, qué buena noticia, qué gran noticia.

– ¿Ya no va a ser presidenta usted, pues?

– Creo que no, don José, espero que no. Si le soy franca, prefiero mi trabajo.

Tenía que marcharse, le dijo, pero encargaría a la capitana García de que lo instalara en una habitación, con un televisor en color y películas para que pasara el día descansando. Podía llamar a su casa, pero ella prefería que no saliera a la calle.

– Lo mismo le recomendé a la Ernestina.

– Bien hecho -dijo ella-. Yo creo que usted va a dejar de vender raspado y se va a venir a trabajar conmigo -le guiñó un ojo y salió.

No estaría mal. Nada mal, pensó José, riéndose solo. Yo creo que me metí a vender raspado para andar de curioso, pensó, seguro eso de ser detective lo llevo en la sangre.

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