Emir era vicioso del café. A las tres de la tarde sorbía su alto americano caliente, mientras conducía el coche siguiendo el lento movimiento del tráfico sobre Massachusetts Avenue en Washington, d.c. Llevaba puesta npr, la estación de radio pública, la mejor del mundo según él, y fue a través de la voz de Reneé Montagne, su locutora favorita, que se enteró del atentado. Anonadado por el súbito torrente de adrenalina que a duras penas le permitió razonar, giró en la primera bocacalle accesible. Se estacionó en una calle donde el otoño apilaba las hojas doradas de magníficos robles en las cunetas, los patios y los techos de las casas típicas de los barrios tradicionales de clase media en Estados Unidos. No soltaba el volante. Lo sacudía. Embrocado, pegó su frente a la parte superior de la rueda. ¡No, no, no!, repitió. No Viviana, no puede ser, ¿quién, quién maldito pensaría hacer una cosa semejante?
Sacó el celular de su bolsa. Estaba apagado. Lo apagaba cuando trabajaba y había trabajado toda la mañana en su casa. Al encenderlo, vio la cantidad de mensajes en su buzón de correo de voz. Los escuchó. Celeste, Martina, Eva, Juana de Arco, cada una a su manera repetía la noticia, suplía detalles. La conmoción era evidente en el tono de sus voces. Viviana en coma, en el hospital, se recuperaría, el pronóstico era incierto, le habían extirpado el bazo, la operación había durado cinco horas, una trepanación del cráneo, hemorragia intracraneal. Contuvo las lágrimas. Devolvió las llamadas una a una. Juana de Arco estaba en el hospital, al lado de Viviana. Al oír a Emir se le quebró la voz. Llego en el primer vuelo, dijo él.
A una velocidad que solo el amor o el miedo imprimen a los seres humanos, dispuso lo necesario en la oficina, en su casa. Tomó un vuelo de American a Miami. Temprano al día siguiente saldría para Faguas. Era la única conexión.
Siete horas de vuelo, una noche en Miami. Me voy a enloquecer, pensó. Se sirvió un vaso entero de vino antes de salir al aeropuerto. Se lo bebió casi sin respirar.
Los atentados políticos no eran una tradición en Faguas. Las guerras y revueltas, sí. Pero obligar a los hombres a retirarse a sus casas fue una medida extrema para un país machista, lo habría sido para cualquier país.
Viviana, Viviana, impulsiva, incontrolable Viviana. El animal erótico más bello del mundo, su mujer entre todas las mujeres. Ella se había atrevido a tanto. Y él podía no estar de acuerdo, pero le re conocía la audacia, la valentía, en el mismo aliento en que criticaba sus decisiones precipitadas, lo que ella llamaba intuiciones infalibles. Había legalizado el aborto, por ejemplo. Llamó a la ley, la Ley del Aborto Inevitable.
La ley había sido aprobada tras lograr ella votos clave de la oposición, convenciéndola de que era inútil prohibir el aborto. Ocurría de todas formas y era la incapacidad de hacerlo en las condiciones adecuadas la responsable de las muertes. La Ley del Aborto Inevitable preveía no dejar piedra sobre piedra hasta garantizar que por razones económicas, de opciones de trabajo, de preocupaciones sobre el cuido futuro del hijo, ninguna mujer viese el aborto como una opción necesaria. Tanto mimo les ofreceremos, explicó Viviana, que, tal como debía siempre haber sido, la mujer sentirá el embarazo como algo que enriquecerá su vida, que le dará ventajas sociales, no como lo que la obligará a la pobreza o a la renuncia de sus opciones. Para abolir el aborto lo que falta no es prohibirlo, sino dejar de penalizar la maternidad. Pero si una mujer corre riesgos de muerte por un embarazo, o es una niña violada, lo siento, pero es ella la que decide por su vida y la del feto. Nadie más. La decisión es siempre e irrevocablemente de la mujer porque su cuerpo es suyo.
Por fortuna, los cambios en la Iglesia católica, con el fin del celibato, permitían a la jerarquía tener una visión real y no burocrática de las necesidades y retos de la vida cotidiana entre hombres y mujeres. Aunque aún se resistían a ordenar mujeres, las mujeres estaban dentro de la iglesia porque compartían el quehacer de sus maridos. Así que condenaron la decisión, pero en privado aceptaron observar el plan piloto que ella planteó.
El número de abortos se redujo en Faguas dramáticamente y el modelo estaba siendo estudiado como una posible ruta de solución para un problema que por siglos había dividido las opiniones, las iglesias y sobre todo, a las mismas mujeres.
¿Pero quién podría asegurar lo que pasaba entre los fanáticos, fundamentalistas, las personas que en nombre de salvar vidas embrionarias no vacilaban en segar vidas plenas, dejar hijos en la orfandad, familias destruidas?
Emir no quería especular sobre el o los culpables. En el avión, sentado al lado de la ventanilla, hizo el singular esfuerzo de revivir su vida con Viviana. Pensó que cerraría el think tank que lo obligaba a viajar a menudo a Washington.
Lo seguía operando, cada vez con menos entusiasmo, convencido de que la panza de la bestia era una trinchera urgente para las luchas Norte-Sur y sobre todo para América Latina. La ignorancia y prejuicios mutuos eran escandalosos y ya que era imposible seguir la poética receta de Nicolás Guillén de trasladar los países más vulnerables a punta de remo, lejos del vecino fortachón, pensó que la alternativa era intentar barrer las telarañas que les impedían entenderse. De no aprender a convivir como buenos vecinos, temía que Latinoamérica terminara en la órbita de los chinos o convertida en colonia musulmana. A él la idea le aterraba porque le gustaba ser libre, pensar, publicar, tener los hijos que le diera la gana, y odiaba la idea de las mujeres envueltas en trapos u obligadas a pasar por invisibles. Estaba convencido que un imperio en decadencia era mejor que uno emergente y que la religiosidad latinoamericana con sus innumerables sectas gritonas y procuradoras de sospechosos milagros, amén de su fascinación por los caudillos, en un tris podía sucumbir al embrujo de las mezquitas, los minaretes o de algún avezado aprendiz de Ayatolá que decidiera que marear a los pueblos con el opio de la religión sería la mejor manera de llegar al socialismo. Él prefería categóricamente el modo occidental, pero era suscriptor, promotor y fiel creyente de la teoría del decrecimiento, de la tesis matriarcal del regalo, y su experiencia con el pie había terminado de convencerlo de que la piedra filosofal de la sociología y economía que salvaría al mundo de sí mismo provendría del campo de las mujeres.
Viviana tenía que seguir viva. Él se la arrancaría a la muerte, aunque tuviera que bajar al mismo infierno para recuperarla.