Eva Salvatierra

Eva casi no podía con la furia contenida que, desde el atentado, la había tornado en un huracán de carne y hueso. Andaba torpe, tumbando los vasos sobre las mesas, los floreros y ceniceros, y tropezándose con las esquinas de los muebles; sus manos y piernas traicionaban su intención de lucir calma, de no perder la compostura.

Que ellas, dueñas de estadísticas puntillosamente actualizadas sobre la violencia contra las mujeres en Faguas y el mundo, no hubiesen tomado extremas precauciones para salvaguardar la vida de su presidenta, era imperdonable. Y sin embargo, la seguridad a su alrededor no había sido menor aquella tarde. El redondel en medio de las masas era un alto riesgo, pero Viviana dispuso que, al igual que en su campaña, ese fuera el símbolo de su presidencia. No hubo manera de hacerla desistir. No cedió ante las presiones de ella ni de otras oficiales con experiencia militar. En áreas abiertas, el cordón policial alrededor del estrado no era suficiente protección, ni tampoco la cantidad de agentes vestidas de civil insertas en medio del montón.

Como supuso, los fuegos artificiales agravaron el asunto. Previendo la dificultad de ejercer control entre tanto petardo y distracción (las jóvenes policías, no le cabía duda, no se habían perdido el espectáculo), Eva intentó mantener en secreto la sorpresa. Pero era el tipo de secreto que quienes tenían que guardarlo no veían la razón de no decírselo a sus amigos y parientes para que no se perdieran del show. Podía haberse filtrado por los operarios de los cohetes, o por los que los llevaron al sitio, o por los que arreglaron la secuencia, o incluso a través de los empleados nacionales de la Embajada china. De cualquier manera, era de suponer que para quienes planearon el atentado, la información tuvo que ser decisiva; tomarían en cuenta el ruido de los cohetes y la distracción de las policías, cuanto ella intuyó sería difícil de controlar. Dio órdenes de revisar los listados de trabajadores y de investigarlos. No era la mejor pista quizás, pero era la única hasta el momento. Las oficinas de la Inteligencia Militar parecían dispensario médico por la aglomeración de gente que esperaba en la antesala para pasar a dar declaraciones, pero hasta ahora no se lograba sacar nada en claro.

Se sintió sola. No tenía familia. Su padre había muerto el año anterior, muy anciano. Había sido combatiente de la revolución, pero murió triste, sus sueños hechos añicos. En su juventud, en los recuerdos de ella, sin embargo, fue un hombre jovial que, tras la muerte de su madre cuando ella era adolescente, le dedicó su amor y su tiempo. No era un hombre letrado, pero sí íntegro. Un poco paranoico quizás. Decía que era siempre importante conservar un cierto grado de paranoia. Por eso, como diversión de los domingos, le transmitió lo que mejor sabía: el arte militar. La entrenó en arme y desarme y en las prácticas de la guerrilla urbana. Nunca se sabe, le decía. Algún día puede que necesites de estos conocimientos. Ciertamente que le fueron útiles. No para lo que él imaginó, pero sí para montar su empresa de servicios de seguridad.

De su padre lo que nunca supo, lo que algunas noches la mantenía despierta, era el misterio de su rol en la desaparición del único hombre que ella amó sin medida, un magnífico ejemplar que conoció en sus clases de judo y que fue dulce y buen marido hasta que dejó de serlo, hasta la noche en que la empujó contra la pared, la pateó, le dio una paliza ante la cual ella no atinó a defenderse. ¿Qué hizo ella más que preguntarle dónde había estado, un poco molesta quizás porque regreso tarde oliendo a ron? La reacción de él le produjo espanto. Olvidó su entrenamiento, su físico ágil. Como un fardo dejó que él se ensañara con ella, atónita y sin comprender. Después no le aceptó llantos ni excusas. Lo dejó. Abandonó todas sus pertenencias en la casa. No se llevó nada. Él empezó a acosarla, a buscarla, a aparecerse de súbito en los estacionamientos, a golpearle las puertas a medianoche, a llamarla por teléfono. La sometió a un cerco de terror. Se vio obligada, a su pesar, a recurrir a su padre. Recordaba bien el temblor incontrolable con que llegó a refugiarse en el pecho grande y cálido de ese hombre bueno y solidario, que la mantuvo apretada contra él hasta que ella fue quedándose quieta. ¿Qué te llevé a hacer, papá?, pensó. Nunca lo supo, pero a Ricardo se lo tragó la tierra. Jamás regresó a molestarla. Confrontó a su padre innumerables veces. ¿Lo mataste, solo decime si lo mataste? Él la miraba. Negaba con la cabeza; jamás lo admitió, pero ella estaba segura y la certeza se la fue comiendo por dentro. La noche en que su padre murió, la pasó a su lado, hablándole, diciéndole que lo quería, pidiéndole que antes de marcharse la dejara tranquila diciéndole la verdad. Pero él no dijo nada. No abrió los ojos. En la madrugada, oyéndolo respirar como un fuelle, puso la música que él prefería en el equipo de sonido y lo acurrucó en sus brazos hasta que expiró. Su papá no dijo palabra. Se llevó a la tumba el paradero de Ricardo que ella no logró descubrir por más averiguaciones que hizo. La pista se perdía en un bar una noche y un comentario dicho al pasar sobre un futuro viaje a México. Quizás estaría en México. Lo preferiría, pero a ella algo le decía que no, que jamás llegó a marcharse.

Viola, la secretaria, entró de puntillas al despacho. Su jefa miraba la ventana con los ojos fijos, como en trance. Sintió pena, pero no tenía más remedio que recordarle a su superiora las funciones que debía cumplir.

– Hoy es jueves -dijo plantándose frente al escritorio-. ¿Sacamos a los violadores o no?

Eva alzó la mirada. Frunció el entrecejo. Los violadores. Era jueves.

– Y ¿por qué dejaríamos de sacarlos? -preguntó.

– No sé -respondió Viola-. Se me ocurrió que quizás por el luto…

– La Presidenta no ha muerto. No sabemos si se recuperará, pero está viva. Y seguirá viva hasta nueva orden, ¿entendido?

– Sí, claro.

– Entonces, nada se interrumpe. Que se proceda como de costumbre. Gracias Viola -añadió suavizando el tono.

La muchacha salió.

De Eva fue la idea de exhibir a los violadores en sitios públicos, en celdas abiertas como jaulas. Los sacaban los jueves y los dejaban en exhibición todo el fin de semana en mercados, plazas, en los barrios donde vivían las víctimas o en las rotondas con mayor circulación vehicular. La gente estaba autorizada a acercarse y muchos lo hacían. Cada vez era mayor el número de mujeres de toda edad que se paseaba frente a las jaulas para mirarlos y decirles cuanto les dictaba el repudio. A cada reo le ponían sobre la jaula un rótulo describiendo la razón de su encierro. "Juan Pérez. Violador. Edad de la víctima: 5 años. Relación: hijastra"; "Ramón Alduvinos. Violador. Edad de la víctima: 13 años. Relación: vecino". Frente a las jaulas, en una urna, la población dejaba notas y sugerencias de cómo debía castigarse el crimen. En general, sugerían crueles castigos: castración, prisión perpetua, flagelación, linchamiento, muerte. Pero ellas habían abolido la pena de muerte y reformado las penas carcelarias de manera que los presos dejaran de ser una carga social. Todos trabajaban. De lunes a miércoles, por ejemplo, los violadores limpiaban cementerios y cavaban sepulturas (idea sugerida por un colectivo de mujeres que bien argumentó que no los dejaran acercarse a los vivos), mientras los presos por delitos menores recogían basura.

A los violadores, Eva habría querido exhibirlos desnudos, con la palabra violador tatuada en el estómago en grandes letras (Juana de Arco tomó la idea de Lisbeth Salander, le heroína de Milenio, la trilogía del sueco Stieg Larsson). Hacerlos pasar vergüenza era someterlos a una pena moral similar a la que sufrían sus víctimas, sobre todo las que optaban por callarse, que eran, por fortuna, cada vez menos, pues aquellos castigos las habían envalentonado a denunciar a sus victimarios. Al fin se sentían comprendidas en su agravio y en la intimidad admitían que les gustaba ver aquellos hombres encerrados en jaulas como monos. Eva creía ferozmente en las bondades del escarnio social, convencida de que aun la psiquis más retorcida guardaba el rastro de humanidad requerido para la vergüenza y el arrepentimiento.

Sin embargo, la exhibición de los violadores generó grandes controversias. Las autoridades eclesiales y los figurones políticos advirtieron sobre el nocivo efecto de la venganza en las almas y se pronunciaron en el sentido de que la deshonra de unas no se aliviaba con la deshonra de los otros. A sus prédicas reaccionaron en masa las mujeres. Aparecieron en avalancha en los programas de radio y en las secciones de opinión de los diarios para escupirles en la cara la doble moral que los llevaba ahora a defender a maleantes cuando jamás habían tomado cartas en el grave problema de la violencia contra las mujeres. Los acusaron de ignorar esta epidemia silenciosa y mortal y de venir ahora a querer lavarse las manos como Poncio Pilatos. Con este impulso, Eva logró que la Asamblea aprobara el uso de un tatuaje -menos espectacular pero igualmente útil- para los violadores reincidentes. Era, según dijo en un encendido alegato, el único sistema de alerta que no le costaría una fortuna al Estado ni aumentaría los impuestos que pagaban los contribuyentes. Las diputadas aprobaron la moción por mayoría. Se acordó que se les tatuaría una pequeña V en la frente en lugar de la palabra completa en el estómago, pues los violadores, usualmente, ni siquiera se quitaban los pantalones.

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