El galerón

Lo primero que hizo Viviana Sansón al despertar fue tocarse el pecho sobresaltada. Se pasó la mano por las costillas temiendo llenarse de sangre, pero cuando la retiró estaba limpia. ¡Qué raro! Y qué extraño el silencio. Silencio sepulcral. Se erizó toda. Ya no se oía la ambulancia, ni los gritos de la gente, ni la conversación apresurada de Eva, Martina y Rebeca. Estaba sola, absolutamente sola. Sobre su cabeza vio un techo de zinc, cruzado por vigas de madera, gruesos alambres y bombillos de los que irradiaba una luz débil y amarilla. ¿Cómo llegaría a parar allí? A pesar del insólito escenario, no sintió pánico; más bien estupor, una lánguida sensación de incredulidad. Se inclinó lentamente. No me duele nada, pensó, aliviada y confundida a la vez. Frente a ella vio un largo pasillo delineado apenas en el pálido resplandor de las bujías. A ambos lados del largo y estrecho galerón, se alzaban toscas repisas de madera sobre las que se alineaban objetos que no alcanzó a distinguir. Parecía una bodega. ¿Qué hacía ella en una bodega? Tendría que estar en el hospital, pensó azorada. Tuvo miedo de ponerse de pie. Se sentó y cruzó las piernas. Cerró los ojos. Cuando los abrió le pareció que la luz era más intensa. El galerón era de un gris plomizo. Las paredes, el suelo, las repisas, lucían extrañamente limpios. Por lo menos no había polvo. Era alérgica al polvo. La hacía estornudar sin parar. Apenas vislumbraba el final del pasillo. Se preguntó si allí habría una puerta. Detrás de ella no alcanzaba a ver una salida. Estaba muy oscuro a sus espaldas. Se puso de pie muy despacio. Comprobó que no sentía dolor, sino una inusitada y liviana ingravidez. De tan fluidos, sus movimientos no parecían suyos. Ya de pie, miró de nuevo a su alrededor. Los anaqueles a los lados del galerón se delinearon más claramente. Lanzó su mirada de derecha a izquierda. Los objetos le eran familiares, conocidos, estaba segura de haberlos visto alguna vez. Caminó un largo trecho sin que la distancia entre ella y la puerta disminuyera. Sobre la tosca madera de los anaqueles vio manojos de llaves, libros, un zapato, una toalla, un anillo, un brazalete, una cafetera, anteojos oscuros, anteojos de leer, muchos pares de anteojos, incontables paraguas, suéters, joyas importantes y de fantasía, cosméticos, calculadoras pequeñas y delgadas, monederos, teléfonos celulares, cámaras, la lámpara de bolsillo que solía llevar en el bolso cuando volaba por si acaso el avión tenía un percance y necesitaba alumbrar el camino para salir del estropeado y humeante fuselaje, las gotas para los ojos, paquetes de kleenex, encendedores, muchos encendedores y cigarreras de cuando fumaba, billeteras que le robaron, conectores dejados en hoteles, secadoras de pelo, planchas de viaje, ropa de su hija, el abrigo de Sebastián, paraguas, viseras, gorras, sombreros que nunca usó, capas de abrigo, chilindrujes de cuando le dio por collares pesados y coloridos, almohadas y colchas de fines de semana en casas de amigos, maletas, bolsos, platos y platones, abridores de lata o de vino, cubiertos, vasos, copas de vino de esas que se dejan abandonadas en la playa, fotos enmarcadas o sin marco, peluches de cuando era adolescente, su aparato para jugar solitario, cremas de mano, cremas antimicrobios para las épocas de pestes… Eran cosas que recordaba haber extraviado sin volverlas a encontrar. ¿Cómo habían llegado a parar allí? ¿Qué significaban? ¡Madre mía, pensó, todo lo que dejé tirado, olvidado, en la vida, está aquí!

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