El reemplazo

Viviana seguía en coma, velada por turnos por Emir y Juana de Arco. El mar de flores sobre la calle del hospital no se marchitaba. Las flores frescas en humildes cubetas de plástico se renovaban sin fin. Rebeca atribuía el milagro a la deuda que la industria de las flores tenía con el pie. Viviana había atendido con especial cuidado a las mujeres campesinas, las cortadoras y empacadoras. Y ellas así se lo agradecían.

Mientras tanto, la Secretaría de la Asamblea Nacional convocó a los partidos a una reunión extraordinaria para decidir qué procedimiento seguir para resolver el dilema constitucional de una presidenta que no podía considerarse ni viva ni muerta.

Martina se escapaba por ratos de su ministerio para ir al hospital. Se sentaba a la orilla de la cama de Viviana y hablaba sin parar. Estaba convencida de que hablarles a las personas en coma era fundamental para que volvieran a despertar.

Ella y Juana de Arco, mientras Emir las observaba, sonriendo a ratos, le narraron a Viviana lo acontecido a raíz de la citatoria de la Secretaría de la Asamblea Nacional.


Martina: No sabés, Vivi, lo que fue entrar al despacho oval y no verte. Me di cuenta de que solo tu infinita gracia mitigaba el efecto de ese adefesio absurdo, pero decidimos reunirnos allí para al menos estar cerca de tus cosas y tu espacio. Juana de Arco, aquí a mi lado, se esmeró en preparar la reunión. Dispuso galletas, vasos, tazas, jarras con agua y con café y unas carpetas verdes para cada una con papel para notas, lápices. Uno entraba y sabía que la reunión sería formal y ceremoniosa. Ni modo, había que sentarse y tomar cartas en el asunto.

Juana de Arco: A mí me encomendaron solamente el acta de la reunión. Normalmente en la Presidencial, como sabe, es Amelia quien se ocupa de la escenografía, pero ella andaba haciendo sus oficios, sacando fotocopias, esto y lo otro, sin parar de llorar a mares. Las lágrimas le caían en correntada de los ojos. Entonces la mandé a su casa. No quería papeles lagrimeados. No señor. Había que mantener orden en el caos.

Martina: El inicio de la reunión fue largo y lento. Estábamos en estado de shock, con un estrés terrible. A mí me parecía que el mundo entero rodaba en cámara lenta. Rebeca andaba de traje beige pero con zapatos tenis y Eva se anudó el pelo arriba de la cabeza. Ella, tan nítida siempre, andaba hecha una masa de nudos.

Juana de Arco: Estuvieron más de media hora hablando del atentado. Yo calladita en mi mesa con la laptop abierta, esperando que empezara la reunión. Oírlas me hizo recordar las conversaciones de los adultos después del terremoto cuando yo era niña; los días y días en que nadie hablaba de otra cosa. Se me ocurrió que tendrían miedo de empezar. No era un tema fácil hablar de quién la sustituiría, Presidenta. Creo que se daban cuenta de que llegaba el momento de aceptar lo que había pasado, lo que significaba. Y no querían aceptarlo. A mi verlas hablar así me dio unas tremendas ganas de fumar, a pesar de que ya dejé el vicio. Y me dio miedo. Temí que de pronto se empezaran a serruchar el piso entre ellas.

Martina: ¡No!

Juana de Arco: Pues se ve mucho entre las mujeres por desgracia (arruga la cara, levanta la barbilla). Como hay pocos espacios, deciden despejar el campo de cualquier manera. Pero en el pie yo nunca vi eso, ni quería verlo. Eso no sucedía en el pie, precisamente porque existía alguien como usted a quien todas le concedíamos sin celo la jefatura del asunto. Creo que ese día fue cuando yo reconocí lo práctico que era encomendarle a una persona que tomara las decisiones porque, claro, veía en esa reunión las vueltas que daban, el tiempo que perdían.

Martina: Juanita, no seas exagerada. Era normal que nos desahogáramos. Parece que tu amor por Lisbeth Salander te volvió sueca.

Juana de Arco: Vos no eras observadora como yo. Aquello parecía un ballet o un juego de balonmano con una pelota invisible que se pasaban de una a otra. Todas tan bien portaditas, tan corteses. Yo hasta me pregunté si no sería que cuando las mujeres entramos en una crisis de esas, se nos sale esa compulsión de callarnos, de borrarnos. Te lo digo yo que, desde chiquita, aprendí a no hacer ruido, a desaparecer. Pero bueno, yo me mecía en la silla y ya cuando no aguanté, me acordé de una frase que salía en las memorias de la Montenegro y lo dije en voz alta: ¿Qué hacer, dijo Lenin?

(Martina se tira una carcajada. Se controla. Baja la voz)

Martina: Nos volvimos a ver a la Juanita como si fuera un fantasma. Se nos había olvidado que ella estaba allí, esperando tomar acta de la famosa reunión. Y, bueno, pues comenzamos leyendo la carta de la Asamblea. Yo para mis adentros me quebraba la cabeza, te lo juro, pensando qué sería lo más prudente, si atreverme a sugerir que Eva se hiciera cargo, porque yo creía que ella era la más capaz, o esperar a ver qué decían las otras, porque yo estaba clara que el problema era entre Eva y Rebeca; las dos eran lideresas, las dos sabían que cualquiera de ellas era competente para hacer lo que se tenía que hacer en tu ausencia. Quedábamos Ifigenia y yo para elegir entre ellas, esa era la verdad.

La Ifi me miraba de reojo, mientras Rebeca leía. Eva se miraba las uñas, esa maña que tiene; hasta pensé decirle que si iba a ser Presidenta interina tenía que controlar esa manía. Es el problema de las fumadoras cuando dejamos de fumar; después no hallamos qué hacer con las manos. Cuando terminó Rebeca de leer, dijo que Azahalea, la presidenta de la Asamblea, la había llamado para decirle que la oposición, en su respuesta, planteaba que debía realizarse cuanto antes la sesión extraordinaria de la Asamblea. Eva dijo que era lógico. El país no podía continuar acéfalo. Las representantes del pie coincidían con la oposición. Agregó que debíamos tomar en cuenta la posibilidad de que, aun si despertabas, te tomaría varios meses reponerte. No era posible prever la extensión del daño; si volverías a hablar, a moverte.

Yo dije que dado que la ley no preveía una situación indefinida como la que se nos había presentado, debíamos negarnos a convocar a elecciones mientras los médicos no se pronunciaran categóricamente sobre la situación. Ifigenia entonces propuso una enmienda para dotar al parlamento del poder para nombrar una interina. Una decisión así no tenía precedente en Faguas, pero sí en otros países. Hablamos de la ironía de que nos hubiese salido el tiro por la culata al eliminar la vicepresidencia.

Juana de Arco: Otra vez se pusieron a dar vueltas, a lamentarse, y otra vez fui yo la que tuve que centrar la reunión preguntándoles a quién elegirían entre ellas como Presidenta interina.

Martina: Hablamos todas al mismo tiempo. Eva -dije yo-. Rebeca -dijo Eva…

Juana de Arco: ¿Por qué no votan? -dije yo-. Imagínese, qué atrevimiento el mío.

Martina: Yo me hundí en el sofá donde estaba sentada. Pegué la espalda contra el respaldar. Me dolían los músculos. Eva e Ifi empezaron a pasearse por el despacho, caminando como esos hombres de antes cuando esperaban el nacimiento de un hijo. Rebeca seguía sentada en el sofá largo frente a la mesa. Ahora me voy a emocionar como me sucede cada vez que lo recuerdo… Eva recostó las caderas sobre el escritorio presidencial, nos miró a todas y sonrió. Era un gran privilegio, dijo, que nos tocara gobernar como amigas, como mujeres sin la obligación de fingir seguridad ante la disyuntiva que nos tocaba enfrentar, como personas conscientes de nuestro deber de preservar el proyecto del pie. Precisamente por eso debíamos meditar la decisión que tomaríamos. Lo debíamos hacer de la manera más ponderada. No necesitábamos votar, ni gritar nombres, ni apresurarnos. Una de nosotras tomaría el lugar de Viviana. Ojalá solamente por unos días, pero bien podía ocurrir que fuera por más tiempo y la decisión necesariamente debía obedecer al peor escenario imaginable, al escenario de una sustitución definitiva. ¿Quién de nosotras reunía las capacidades necesarias? ¿Cuáles eran esas capacidades? No estábamos en guerra. La emergencia de la explosión del volcán Mitre se había superado. Nuestra fragilidad como gobierno era de otra naturaleza: se debía al espíritu de igualdad que nosotras queríamos imprimir al ejercicio del poder; un espíritu de igualdad que, según habíamos propuesto, requería de un momento inicial de terror y sorpresa -shock and awe, eso mismo dijo, como en los bombardeos a Irak- en que los hombres experimentaran la pérdida absoluta del poder; que pasaran a calzarse, literalmente, los zapatos de la sujeción doméstica que por siglos las mujeres habíamos experimentado y a la que habíamos resistido, no con guerras, ni con bombas, sino haciendo de tripas corazón, aprendiendo a ejercer el amor, volviéndonos expertas en el cuido de la especie, encontrando, en las condiciones más difíciles de represión de nuestra riqueza intelectual, el espacio pequeño donde recordar que nuestra libertad, lo sublime y bello de nuestro espíritu perduraría y algún día, paso a paso, un pie delante del otro, lograría emerger y mostrarle al mundo otro camino, un camino nuevo de camaradería, de colaboración, de respeto mutuo. Quizás nosotras éramos el tesoro secreto de la vida. Quizás nuestros sufrimientos tenían sentido: nos habían forzado a guardarnos para este momento de la humanidad, para que fuéramos nosotras quienes tomáramos las riendas y alteráramos el curso de nuestro planeta. Faguas, la pequeña y pobre Faguas, con nosotras a la cabeza, podría, debía mostrar que era posible una organización social igualitaria, enriquecedora para hombres y mujeres, capaz de integrar la familia con el trabajo y de aniquilar esa injusta explotación milenaria que, lamentablemente, se aprendía en el mero corazón del hogar, y de la cual las mujeres éramos las víctimas propiciatorias.

Por eso, nosotras, no podíamos en ese momento, pensar a la ligera.

Rebeca, Ifigenia, Juana de Arco y yo miramos a Eva con un torozón en la garganta. Con sus palabras dijo lo que las demás sentíamos. Nos dio gran ternura verla asumir el sentido histórico de aquel momento.

Madre mía, pensé yo, este experimento nacido en el jardín de Ifigenia, una noche de la semana entre amigas, alumbrado con vino, cigarrillos, humor y amor, ahora es una saeta lanzada desde la imaginación, que nos toca sostener en el aire. Y no únicamente por lo que el pie representaba como ruta nueva, sino por vos Viviana, porque vos estás en una cama de hospital, en coma, y ni yo ni ninguna de nosotras toleraría verte despertar para ver un fracaso. El pie continuaría. Nos tocaba escoger bien.

Eva y Rebeca, la una con su fuego y la otra con su flema, parecían las protagonistas del chiste de los gemelos educados que no nacían porque uno le decía al otro: pasa tú; y el otro respondía: no, pasá tú primero. Entonces yo dije que se callaran. La Ifi, Juana y yo íbamos a escoger entre ellas y la cosa terminaba allí. El voto de Juana supliría el de Viviana. Juana nos repartió unas tarjetas blancas. Hubo dos votos para Eva y uno para Rebeca. No se dijo más. Acordamos que las representantes del pie propondrían a Eva a la Asamblea. Ella no se resistió.

Rebeca la abrazó. Nos abrazamos todas. Así fue cómo sucedió.


(Materiales históricos)

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