Bajo el mantón Viviana encontró una vieja libreta de notas. Leyó las primeras frases, escritas de su puño y letra, y sintió una gran alegría. Eran notas de la reunión del Consejo Ampliado del pie, realizada en aquel momento crucial de su mandato cuando ordenó el éxodo de los hombres del Estado.
En el Palacio Presidencial, en la ciudad, el ambiente amaneció cargado. Como si registrara el ánimo de los habitantes, el cielo también se levantó encapotado, con amenaza de lluvia.
Eva mandó un refuerzo de policías a custodiar las oficinas de la Presidencial. Viviana arengó a las oficiales y a las muchachas en el patio. Sería un día difícil, les dijo, pero confiaba en ellas. Esperaba que supieran usar el juicio más que los pantalones del uniforme. No quería ni creía que sería necesario recurrir a las tasers unos dispositivos que producían un choque eléctrico.
– Sonrían y ayúdenles a sacar sus cosas de las oficinas -dijo.
Ella y casi todo el personal de su despacho sufrían los efectos del desvelo y de las discusiones con sus parejas la noche anterior.
La central telefónica y el sitio web de la Presidencial estaban abotagados de llamadas y correos, tanto de hombres indignados como de mujeres rogando que por favor no les mandaran los hombres a las casas. ¿Qué vamos a hacer con ellos? -preguntaban-; se nos va a terminar la paz.
Emir, que desde días antes andaba cabizbajo ante la insistencia de Viviana de declarar la ginocracia para salvar su presidencia del mal de la mediocridad y la intrascendencia, perdió su natural placidez y la noche anterior, con gestos dramáticos, hizo sus maletas para regresarse a Washington y alejarse de aquella quijotada que, como otras, dijo, terminaba con él dándose con la piedra en los dientes.
– Por lo menos esta vez fue una piedra de cuyas carnes no me puedo quejar -dijo.
Viviana no se lo pudo tomar con humor. Tensa e irritable porque, para colmo, estaba por bajarle la regla, le reclamó que él no confiara en su instinto político.
– Estoy segura de que va a funcionar, Emir. Es una señal inequívoca de un cambio irrefutable; será una lección de esas que solo enseña la práctica. El poder tiene signo masculino y los hombres necesitan vivir en carne propia lo que significa ser marginales, que el otro sexo decida por ellos. Además de que es la única manera de que experimenten la vida doméstica como una realidad.
– No querría decir esto, pero me parece que se te subió el poder a la cabeza. Lo peor que te puede pasar es creer que imponer es poder.
– Pues lo ha sido. El poder Es imposición. La infancia es una buena escuela. Y mirá que, a pesar de todo, nos hizo ser quienes somos.
– Perdoná, pero yo pensaba que el punto de este ejercicio era cambiar la naturaleza del poder.
– Exactamente. Ahora habrá un poder femenino.
– Eso no representa ningún cambio. Es una sustitución; una autoridad por otra.
– No jugués con mi cabeza, Emir. Nunca propusimos la anarquía, ni el fin del Estado. La idea es cambiar la naturaleza de la autoridad. Y lo vamos a hacer, pero no podemos realizarlo si constantemente estamos siendo forzadas a continuar actuando dentro de los mismos esquemas.
– Que algunos hombres cuestionen la sabiduría de tus decisiones no significa que te obliguen a actuar dentro del mismo esquema. Vos tenés una idea fija y no estás dispuesta a transigir.
– Ok, si querés que te diga la verdad, estoy actuando por instinto. Mi instinto me dice, mirando las caras de las otras mujeres cuando hablan los hombres, que esa construcción que nosotras llevamos interiorizada por dentro no va a ceder sino con dinamita. Un hombre que exista en la oficina, cambia toda la dinámica de la oficina. Vos no lo podés entender porque nunca lo has vivido. Y yo quizás no lo logre explicar, pero el cuerpo me lo dice. Y te lo admito: estoy actuando como mujer, oyendo una voz que no me viene de la razón, sino de una percepción del todo, de lo que no sé quién llamó inteligencia emocional.
– Te contesto con la mejor cita de Henry Kissinger: "No puede haber batalla entre los sexos porque hay demasiada confraternización con el enemigo". Vos lo que querés es eliminar esa convivencia, ¿correcto? ¿Qué ganarán con eso, aun en el supuesto de que tengás la razón? No pueden tener a los hombres al margen para siempre. Es absurdo.
– ¿Sabés qué vamos a ganar? Confianza en nosotras mismas. Eso es lo que vamos a ganar. Esa es la batalla más ardua para nosotras las mujeres. Desde niñas nos entrenan para que dudemos de nuestro criterio por emocional, sensible, subjetivo, falto de racionalidad. Yo quiero que las mujeres se den cuenta de que son sabias, que pueden ser tan sabias en gobernar un país como lo son en gobernar su casa. ¿Está claro? Y se acabó. Estoy cansada. No quiero discutir más.
Se tapó los oídos y se metió al baño dando un portazo. Pasaron la noche inquietos, sin dormir y sin hablarse.
Esa mañana Viviana se vistió de prisa, con ganas de llorar. Dejó a Emir dormido. Martina entró a los pocos minutos de que arribó a su despacho.
– Un café, Juanita -dijo, cuando pasó por el escritorio de esta, jalándole cariñosamente la oreja.
– Como Ministra de las Libertades Irrestrictas, señora Presidenta -dijo mientras caminaba a sentarse frente al escritorio de Viviana-, debo informarle que tengo solicitudes de manifestaciones y para la formación, vamos a ver -dijo, sacando papeles de su bolso-, de las siguientes organizaciones civiles: Asociación de Hombres Libres y de Machos Erectos Irredentos.
– Deja de bromear, Martina. No es hora de eso.
– No es broma -subió ella el volumen-. Es cierto. Además, ya las autoricé.
Juana de Arco entró con el café y lo puso frente a Martina.
– Gracias -le dijo esta.
– Martina -dijo Viviana, cuando Juana de Arco cerró la puerta-. ¿Cómo ves a la Juanita? Me preocupa que sea tan adulta. No sale, no se divierte.
– Ella tiene su mundo, Viviana, vive en su cabeza; escribe, lee. Está muy bien, a mi manera de ver. ¿Qué le va a interesar el sexo a ella o los hombres? Conmigo pasa tranquila. Es la hija que nunca tuve.
– ¿Qué crees que va a pasar hoy?
– Vos calma, mamita. No va a pasar nada. Los hombres no tienen ánimo para pleitos ahorita. Y se van con plata. Además, seguro creen que en menos de seis meses vamos a estarles llorando para que regresen. Tranquila, ¿me oíste? No te arrepintás de lo que has querido hacer tanto tiempo. Si tu olfato te dice que es lo que hay que hacer, pues manos a la obra, la niña. Mejor equivocarse que preguntarse para siempre lo que habría pasado de haberse uno atrevido.
– Tenés razón -dijo y añadió-: creo que Emir se va a ir.
– Me extrañaría de él. No es el tipo. ¿Qué más quiere que ser testigo de un hecho histórico como este? Pero si se fuera, vos como que no pasó nada. Te quiere y no se irá por mucho tiempo.
– Me he acostumbrado a estar acompañada. He vuelto a tenerle miedo a la soledad.
– Cabrona la soledad. Pero mira cuántos crímenes se cometen en su nombre, cuánta gente no escoge una vida miserable solo por no enfrentar la soledad.
– ¿Y vos, Martina?, ¿no te hace falta tener novia?
– Es raro para mí decir esto porque siempre he tenido novias, pero desde que regresé, este trajín me tiene intoxicada; es como una droga. No me hace falta nada. Con el cariño de la Juanita y el de todas ustedes me basta y sobra. Me debe haber afectado el humo del volcán -sonrió-; quizás en unos meses salgo desaforada, gritando desnuda por las calles, pero por el momento tengo toda la excitación y felicidad que necesito.
Martina salió y Juana de Arco entró de nuevo al despacho. Viviana la miró. Vio sus ojos agudos, inteligentes. No cesaba de maravillarle la metamorfosis de Patricia en esta mujer joven y aguerrida.
– Jefa-le dijo-, usted me perdona si le hago preguntas incómodas, pero ¿quién va sustituir a los hombres y hacer el trabajo de ellos?
– A eso vamos, no te me aflijas. Para hoy a las seis convoca a una reunión aquí al Consejo del pie y a la lista de mujeres dirigentes del Consejo Asesor. Además, para mañana a las 8 am, decíle a Ifigenia que pida tiempo para una cadena nacional de radio y televisión. Voy a darle un mensaje a la nación.
– Ahora mismo. Por cierto: están lloviendo solicitudes de entrevistas de medios locales e internacionales.
– Que Ifigenia proponga si hacemos una conferencia de prensa o damos entrevistas individuales.
A las seis de la tarde, Viviana vio caer el sol de aquel día desde su escritorio. Amaba los crepúsculos de Faguas. Eran espectaculares, sobre todo en invierno.
Las enormes nubes flotaban ingrávidas y juguetonas sobre la laguna.
Le dolía el cuerpo por la tensión y el cansancio, pero no se reportaban disturbios y eso era una buena noticia.
Eva fue la primera en llegar. Vestida de militar, impecable. Se dejó caer en el sofá.
– Me quedé sin tropas -dijo-. Hubo un conato de rebelión en un cuartel, pero las generalas se portaron a la altura. Menos mal que aún quedan mujeres en el escalafón. Muchas por cierto, pero todas en tareas administrativas. Nunca voy a entender a los hombres. ¡Cómo les dolió dejar las armas de reglamento! Más de uno salió lloroso de allí. Las armas quedaron en los patios; una montaña de hierro mortífero. Me dieron ganas de pegarles fuego. Cuando uno piensa la cantidad de plata que hay en todo eso… Y ni qué decirte de las miradas de odio que me cayeron hoy encima. Me voy a tener que bañar con canela, como decía mi mamá, para quitarme tanto mal de ojo. A los policías sí que me dio pena verlos marcharse. ¿Estás clara de que se nos viene una ola de robos y delincuencia, verdad?
– Sí, clarísima. Pero no durará mucho.
– Menos mal que tenemos algo adelantado ya en los cursos de entrenamiento de las policías -dijo, sacando una lima del bolso para arreglarse una uña quebrada-. Espero que no nos hayamos equivocado haciendo esto.
Rebeca, Martina e Ifigenia llegaron juntas. Juana de Arco avisó que ya estaba preparado el salón de conferencias y que las esperaba el Consejo Asesor.
Vino Sofía Montenegro -dijo con cara de niña en Navidad-, y vinieron doña Yvonne, doña Olguita, doña Alba, la Poeta, doña Malena, doña Milú, doña Ana, doña Vilma, doña Lourdes y doña Rita.
Las fundadoras originales del pie ya eran ancianas. Muchas de ellas eran instituciones en Faguas, pues habían sido aguerridas luchadoras por los derechos de la mujer. La Montenegro era la teórica que todas ellas habían leído hasta el cansancio en los días en que montaban el pie. Su elocuencia era una leyenda urbana.
No bien entraron, la Montenegro, apoyada en un bastón pero todavía fuerte y con los ojos brillantes, abrazó a cada una.
– Ustedes han cumplido todos mis sueños -sonrió-. Ahora, por lo menos, sé que no me voy a estar revolcando en la tumba.
La reunión duró hasta el amanecer y fue encuentro y choque de generaciones. Las mayores reclamaron a las más jóvenes que no reivindicaran el feminismo al autodefinirse como hembristas. Afortunadamente, la agenda no admitía discusiones teóricas de esa naturaleza, según dejó sentado Viviana, haciendo acopio de su autoridad. Pero fue inevitable que discutieran sobre lo divino y lo profano del momento histórico que vivían. La discusión más compleja se centró en cómo llevar a cabo aquella promesa central de campaña de transformar el mundo del trabajo para que incluyera el entorno familiar. A Viviana le parecía que podía oírlas pensar porque a ella le pasaba lo mismo: a la hora de la verdad era tan difícil salirse de la costumbre, de lo que todas sus vidas habían visto hacer a gobiernos y ministros. Ella de pronto levantaba la mano, hacía en el aire un gesto que quería decir borremos todo, borremos todo, no es por allí. Volvían a empezar. Juana de Arco tecleaba furiosamente en la esquina y de vez en cuando iba y volvía con café y galletas. La Montenegro dijo que era necesario pensar en lo que entendían por familia y que ella proponía que se pensara en las mujeres por categoría: casadas con hijos, madres lesbianas, madres solteras, mujeres sin hijos. Si estaban hablando de guarderías, ¿qué importaba la orientación sexual?, preguntó Ifigenia; cualquier hombre o mujer con hijos debía tener acceso a la guardería. El problema no era solo las guarderías; era el tiempo con los hijos, dijo Rebeca, que tenía dos gemelos varones de cinco años. Y los mandados, dijo Ifigenia (con un niño de cinco y una niña de siete). Su sueño era que donde uno parqueaba el carro para ir de compras, hubiesen también parqueos para los niños, para dejarlos cuidados mientras uno iba a hacer sus cosas. Para eso estaba el padre, dijo Viviana. Es que seguimos pensando como que lo padres no fueran a involucrarse.
– Propongo que hagamos un censo-encuesta entre las esposas de los despedidos para determinar qué mujeres tienen vocación maternal de esa que dura todo el día, y cuales una carrera universitaria que no ejercen por falta de alguien que cuide la casa y atienda a sus hijos. Ifi y yo resolvimos la contradicción maternidad-trabajo con dos amigas que tienen un superávit de vocación maternal. Arreglamos un espacio en la casa de una de ellas y allí dejamos a los niños. Pagamos el cuido entre todas -dijo Rebeca.
– ¿Y los hombres qué? -dijo doña Milú.
– Siguiendo ese esquema o uno parecido, les suministraremos los materiales para construir o habilitar el espacio para el cuido de los niños en las casas de las "madres voluntarias" (sean estos hombres o mujeres). Yo le diría maternidad a lo que sea cuido de los hijos, pero ampliaría el concepto para que cubra a hombres y mujeres -dijo Rebeca-. Hay que separar la función del cuido de los hijos del género femenino.
– Y hay que pagar esa "maternidad vocacional" -dijo doña Olguita.
– ¿Y los privados? -intervino doña Malena, que dormitaba y despertaba a ratos.
– Les daremos tres meses para que habiliten guarderías en las empresas. Nosotros les ofrecemos materiales a bajo costo y planos, y los eximimos de impuestos por ese gasto y por el mantenimiento del lugar y el pago del personal. Después de tres meses, si no cumplen, tendrán que pagar altas multas. Y les damos otro estímulo fiscal en proporción al número de mujeres que empleen. Con la empresa privada es la plata la que platica… Mirá que en Estados Unidos los potentados son mecenas de las artes porque no pagan impuestos por sus donaciones -dijo Viviana.
Había tres cosas, dijo Ifi, que a ella le parecían esenciales para que las mujeres realmente pudiesen transitar hacia el mundo del trabajo: las guarderías, los salones de lactancia en los trabajos y los cubículos maternales. ¿Qué es eso?, preguntó Rebeca; Una idea de ella; dijo Ifi, como la de los parqueos, se trataba de crear una serie de cubículos separados del resto de la oficina, donde quienes desearan tener a los hijos cerca por ratos pudieran hacerlo sin molestar a los demás. Eso podrán hacerlo solo unas cuantas empresas en Faguas, dijo Viviana. Pero es una buena idea. El asunto era cómo montar todo aquello en un país pobre, dijo Rebeca, porque no era solo cosa de construir las guarderías, sino del personal que las atendería. Si te pones a pensar no es una inversión desmesurada, dijo Viviana, y es una fuente de empleo enorme porque en tres meses nosotras podemos entrenar una gran cantidad de hombres y mujeres para que atiendan las guarderías, y entrenamos también otro contingente de supervisoras y supervisores.
– Tenemos que llevar el proyecto a la Asamblea -dijo Ifi.
– ¡Ah, la dictadura! -dijo Viviana.
No sabían cuánto le tentaba pasar por encima de todas esas limitaciones legales y simplemente ordenar como emperadora romana.
– Nunca pensé que entendería a los dictadores -rió.
– Menos mal que nos tenés a nosotras -dijo Rebeca-, ya podés irte olvidando de ser dictadora.
Las ancianas asesoras parecieron revivir cuando se habló de dictadura. Ni se les ocurra. Ellas tenían experiencia y era lo peor que podían hacer. Con lo que habían pensado iban muy bien.
Cómo llamar a las mujeres a integrarse al trabajo fue otro de los temas de discusión.
– Anuncios -dijo la Pravisani, que permanecía callada observándolas-. Muy grandes y que digan algo como: Se buscan mujeres dispuestas a trabajar, con o sin experiencia, con o sin "buena presentación", con o sin hijas, casadas o solteras, heteros o gays, embarazadas o no, con y sin educación superior, menores o mayores, todas son bienvenidas. Hay lugar para todas. Se ofrece cuido para los hijos en las horas de trabajo.
Se rieron. Lloverían candidatas.
Las medidas se aprobaron por unanimidad en el Consejo. En las semanas que siguieron, los votantes calificados aprobaron mayoritariamente la reforma presupuestaria que reducía los gastos de defensa y los destinaba a las guarderías. En la Asamblea, aunque no hubo unanimidad, la mayoría del pie se impuso. A las de la oposición que argumentaban que nadie mejor que las madres para educar a los hijos, la propuesta de los cubículos maternales y los salones de lactancia les gustó. De no ser porque la medida de expulsar a los hombres las tenía en pie de lucha, Viviana sospechaba que el voto a favor habría sido unánime.
Los anuncios se colocaron en los medios. Mujeres de todos los estratos sociales acudieron al llamado. A veces tímidas, titubeantes, otras altisonantes, descreídas, pero todas curiosas, de buen ánimo, llenaron los pasillos del primer piso de la Presidencial, indagaron de qué se trataba un anuncio que no las excluía por las razones acostumbradas. Las que apenas sabían leer y escribir o no sabían del todo, eran conscientes de sus carencias, pero las manejaban con dignidad mostrando interés en aprender puesto que ahora había al fin un gobierno que se preocupaba por ellas. Encargada de la logística de la misión, Rebeca llegó una y otra vez al despacho de Viviana, con ojos que delataban su emoción, a relatarle la conmoción del desfile interminable. La Presidenta vio por su ventana la línea ordenada de mujeres que se extendía sobre la calle y se perdía en los confines del parque. Lagrimeando también abrazó a Rebeca y luego ambas, como niñas, saltaron de alegría.
Según el nivel de escolaridad, se clasificaron las solicitudes, se entrenaron grupos para llevar a cabo el censo por barrio, se reclutaron profesionales para puestos vacantes y mujeres para la policía, se elaboró un listado extenso de las que preferían trabajar como madres voluntarias. Las dependencias del Estado se llenaron de ropas de colores, los escritorios de adornos y plantas. El descarrilado buque de la nación se bamboleó conducido por manos inexpertas, pero las nuevas funcionarias se tomaron a pecho el desafío y golpe a golpe, poniendo un pie delante del otro, dedicaron al trabajo lo mejor de sí mismas.
Hubo protestas de mujeres. Consideraban que se violaba una disposición divina al someter a los hombres a los oficios domésticos.
Se nos van a volver maricas, rezaban sus letreros.
– ¿Qué más quieren? -gritaba Martina, furiosa-. Hombres con alma femenina.