La lava

En el tenso silencio del galerón, Viviana iba de un lado al otro anonadada. No lograba explicarse qué hacía allí. Alguien le había disparado, y sin embargo no sangraba, no sentía dolor ni calor. ¿Estaré muerta? No podía estar muerta y sentirse así, tan lúcida. ¿Qué hago aquí? ¿Cómo salgo de aquí? Celeste, ¿con quién estará Celeste? Pensó que debía tranquilizarse. Esperaría quietecita. Quizás era un sueño, un desmayo. Se preguntó si habría orden o propósito en la acumulación de objetos perdidos u olvidados. Se acercó a la repisa de la izquierda. Vio un par de gafas de sol, una bufanda de seda con diseño de floripones, un par de botas blancas, un manojo de llaves y una de las rocas de Martina. Sonrió. Era un trozo de lava volcánica. Martina, tan bromista, se había encargado de crear una suerte de trofeo: la roca estaba pegada sobre un recuadro de madera, adosado al cual había una delgada placa metálica con la leyenda: "Muy agradecidas". Es la lava del triunfo, les dijo, mientras entregaba la presea a cada una de las cinco. Viviana tomó en sus manos el souvenir de la explosión del volcán Mitre.

Las ironías de la historia, pensó. Ellas habían anunciado que la misión del pie sería lavar, desmanchar y sacarle brillo al país. Jamás imaginaron que la madre naturaleza les haría el gran servicio de crear un fenómeno que, literalmente, les lavó el camino para pasar del sueño a la realidad.

Al apretar el objeto sintió una ligera cosquilla en los dedos. Súbitamente el recuerdo la envolvió como un holograma que se dejase observar desde dentro y desde fuera. La luz, los olores, el tiempo que evocaba se materializó a su alrededor. De golpe se sintió catapultada al país de su memoria.

Iba mirando sus pies, las sandalias café, la falda amarilla, la camiseta blanca desbocada que llevaba puesta aquel día al entrar a la casa de campaña del partido. La casa que alquilaron era un poco vieja pero acogedora, con un patio donde crecía grama verde enmarcado por arbustos de hojas multicolores. Tenía una fachada colonial y un corredor con arcos. En el piso de arriba, la habitación más grande con balcón era su oficina.

Cruzó el estar familiar que dispusieron como sala de conferencias, miró los afiches del partido en las paredes y entró a la reunión. En el mapa de Faguas extendido sobre el pizarrón, Juana de Arco, su asistente, colocaba pinchos de colores, mientras ella, Martina, Eva, Rebeca e Ifigenia tomaban turnos discutiendo la ruta de la gira electoral. Los datos del último censo indicaban los núcleos con mayor población, pero ellas se habían propuesto visitar los remotos caseríos, llegar donde nadie más llegaría.

To go where no man has gone before -dijo Martina-, como en Star Trek.

– Mi mamá era fanática de ese programa: Rumbo a las estrellas -dijo Eva, tarareando el tema musical.


¿Cómo era que estaba en su cuerpo de entonces y también fuera, mirándolas?, se preguntó Viviana, y extendió la mano, atravesando la blusa de Martina. Veo un recuerdo, se dijo, lo veo como una proyección. Veo mi propia imagen, pero es solo mi memoria. Pensó que no podía hacer otra cosa más que fundirse con su pasado, volver a vivirlo.

Se estaban riendo cuando oyeron un sonido de terremoto ascendiendo desde las plantas de sus pies. Se envararon al unísono, listas a enfilarse hacia la puerta para correr escaleras abajo. Viviana sintió el golpe de adrenalina por el miedo animal que le inspiraban los temblores.

– Nada se ha movido -dijo Ifigenia-. Sonó como temblor, pero nada se ha movido.

Viviana miró su reloj: las tres y diez de la tarde.

– Temblor auditivo -dijo, respirando, pretendiendo una calma que no sentía-. Extraño, pero sigamos.

Juana de Arco volvió con sus tachuelas, empezó con el dónde, cómo, con quién y para qué de cada visita. Minutos después, la tierra rugió de nuevo, pero esta vez la mesa, las sillas, la casa entera se sacudió como poseída por un violento escalofrío. No salieron corriendo. Se miraron. Martina la tomó de la mano. Se la apretó fuerte. Una de las muchachas del personal de apoyo entró demudada. ¿Sintieron el temblor?, preguntó, como si no pudiese creer que ellas siguieran allí tan campantes.

– Calma -señaló Viviana gesticulando para apaciguarla, a pesar de que oía como retumbos los latidos de su corazón en los oídos-. No corran, caminen.

Eva subió a su oficina a traer la radio esperando escuchar alguna comunicación de la oficina de geología que manejaba la red sismológica. Ifigenia tomó su tableta portátil y dijo que lo miraría en Internet.

– Es el volcán Mitre -dijo Ifi.

Eva entró con la radio encendida. Pasaban un comunicado informando a la población de que se reportaban retumbos y una columna de humo negro desde sitios vecinos al volcán. Viviana dijo que mejor guardaban los papeles. Era inútil que siguieran la reunión. Pensó en Celeste, en Consuelo. Como si se hubiesen puesto de acuerdo, Ifigenia, ella y Rebeca abrieron sus celulares. Las tres tenían hijas, hijos.

Los altos picos de Faguas no contaban con un Principito que los deshollinara periódicamente como hacía este con los pequeños volcanes de su país; se limpiaban solos escupiendo lava y cenizas. El volcán Mitre era un hermosísimo ejemplar que por siglos había vigilado como un alto y cónico paquidermo la ciudad. El volcán era fuente de leyendas en Faguas. Los cronistas de Indias dieron cuenta de la huída de los colonos españoles de los primeros asentamientos en el siglo xvi a consecuencia de la actividad del Mitre. Tras un éxodo desordenado en carretas y a caballo los colonizadores se instalaron en la orilla de la laguna y allí establecieron la capital del país. No fueron muy lejos. De la ciudad que fundaron, y que aún fungía como tal, se veía nítido el perfecto cono gris pintado aquí y allá de vetas rojizas. Cual alto vigía en el horizonte, el Mitre cazaba nubes, se las arrollaba a la garganta, lucía largas estolas rosas y púrpuras en el sol del atardecer.

Pero esa tarde el Mitre dejó su plácido rol de telón de fondo. Para demostrar que estaba vivito y coleando se llenó de venas rojas que lo surcaban desde el pico a las faldas y sopló de la boca del cráter a intervalos primero, como si aprendiera a respirar, y luego, como dragón medieval furioso, una densa nube oscura, cruzada aquí y allá por delgadas líneas de fuego. La radio empezó a emitir el característico pitido de emergencia. Un locutor histérico habló de evacuar las zonas más próximas y de procurarse refugio para la nube de gases. Como era usual en Faguas, ni él ni nadie explicó a qué tipo de refugio se refería.

Viviana se asomó a la ventana. El cielo encapotado empezaba rápidamente a oscurecerse. En menos de quince minutos el sol de las tres de la tarde se ocultó sin dejar rastro. Odiaba sentirse impotente, así que se puso en movimiento.

– Cerremos la oficina y se vienen todas conmigo a mi casa -ordenó, tensa.

Ella vivía sobre la sierra, en la zona alta. Era lógico pensar que estarían más seguras allí que en el valle de la ciudad. Había arreglado con su madre que recogiera a Celeste en la escuela.

A excepción de Ifi y Rebeca que partieron a sus hogares, a reunirse con hijos y maridos, las demás montaron nerviosas en sus vehículos y salieron tras ella. Encontraron largas filas de tráfico moviéndose lentas para salir de la ciudad. Cuando al fin arribaron a la casa, entraron apresuradas. Viviana abrazó a Celeste y a su madre. La oscuridad era densa y espesa y un olor a azufre permeaba el ambiente. Se sacudieron del pelo la ceniza, que como una nieve gris y volátil iba cubriendo los tejados, las carrocerías de los coches y la superficie de las calles.

Tres días duró la noche que empezó esa tarde y tres días estuvo el país entero hundido en la negrura de un hollín malsano cuyos gases, si bien no mataron a nadie, obligaron a la gente a encerrarse en las casas y hervir grandes porras de agua para humedecer el ambiente y lavar de alguna manera las vías respiratorias y los pulmones.

En la sala, dormitorio y estudio de su casa, sobre sofás y mantas, ella acomodó a Eva, Martina, Juana de Arco y las otras muchachas de la oficina. Hubo que preparar comidas, distraer a Celeste y preocuparse por los alcances del inesperado cataclismo. Rebeca e Ifigenia se reportaron sanas y salvas desde sus casas. No quedaba otra cosa más que esperar. Esperar y estar prendidas a la radio, a la televisión. Desde su cuarto, Viviana veía el volcán. Hasta entonces lo había considerado hermoso, parte de un paisaje plácido cuya contemplación alegraba sus atardeceres. Era quizás más hermoso ahora en su furia, pensó, revelando su identidad de caldera, escupiendo destellos de fuego líquido que refulgían en medio de la noche. En qué mala hora, sin embargo, se le había ocurrido despertar. Curiosamente no era el miedo sino la impaciencia la que la consumía. En manos del volcán estaba su carrera política. Se sintió egoísta, absurda, por preocuparse de si no sería aquel el fin de su campaña o un mal pronóstico. No seamos pesimistas, dijo Martina, quien se había dedicado a consolar a Juana de Arco. La muchacha había entrado en un silencio mudo que nadie podía penetrar. Le sucedía a veces, pero Martina tenía su manera de calmarla. La trataba como niña y ella se dejaba, fumando sin parar.

Eva, que era de una calma asombrosa, ayudaba a Consuelo a cocinar, a hervir agua.

Al cuarto día, la humareda empezó a ceder y el color de la columna cambió a gris, a cafezusco y luego a blanco. El cielo empezó a aclararse. La cordura retornó a la voz de los histéricos periodistas. Afortunadamente el volcán no había perdido los estribos; su erupción, además de la densa oscuridad, produjo un derrame de lava que se circunscribió al destrozo de cultivos y caseríos vecinos. Aunque el evento quedó registrado en el habla popular como "la explosión del Mitre", no hubo tal; la integridad de las grandes ciudades no fue afectada. Al ver en los reportajes televisivos el recuento de los daños, las imágenes de la pobre gente llevada como ganado a refugios de champas de plástico negro, Viviana reaccionó. Alistémonos para ir a los campos de refugiados, dijo. Empacaron agua, provisiones, mantas que colectaron de amigos y vecinos. El estado mayor del pie visitó las comarcas cercanas al volcán. Bajo un sol inclemente, en terrenos baldíos, encontraron a la gente vagando sin rumbo entre las infernales tiendas que, conociendo al gobierno de Faguas, serían sus casas por largo tiempo. Las grandes polvaredas que ráfagas de viento recogían de la tierra seca irritaban los pulmones. Niños, hombres y mujeres, en medio de accesos de tos, se consolaban y ayudaban entre ellos, sus caras y sus cuerpos hasta las pestañas tiznados de una mezcla de cenizas y polvo que los hacía parecer zombis. Apenas tenían que comer. No había agua potable. Una pipa llegaba por la mañana y la gente se alineaba en grandes filas a recogerla en baldes para suplir sus necesidades. Cundían las enfermedades gástricas y la desesperación.

Salieron de allí deprimidas, abrumadas por la impotencia de no poder dar más que el consuelo de sus palabras, de su presencia.

A falta de otro recurso, rabiosa al ver la indiferencia del gobierno ante la tragedia, Viviana, que hasta el inicio de su campaña había conducido un exitoso programa de televisión, reclutó artistas, cómicos y deportistas y organizó un maratón televisivo para recoger dinero para los damnificados. De nuevo, como otras veces en la historia de Faguas, la cooperación internacional destinada a la emergencia terminó siendo usada por funcionarios públicos o gente cercana al poder que, de la noche a la mañana, se hizo rica y se construyó palacetes, tanto en la ciudad como en la playa.


Jamás imaginaron ellas en esos días el regalo que les depararía el volcán.

No fue sino con el transcurrir de las semanas que se enteraron del curioso efecto de la nube negra. Rebeca e Ifigenia, las dos casadas, reportaron una extraña somnolencia en sus maridos. Parece que lo picó la mosca tsé-tsé, dijo Rebeca, intrigadísima. Ifigenia, por su parte, menos discreta con sus intimidades, llegó a su oficina en la casa de campaña y le soltó el cuento: No lo vas a creer Viviana. En medio de mis maromas en la cama con Martín, cuando le estaba dando uno de esos tratamientos que a él mas le gustan, que me funcionan como magia, noté algo raro. Levanté la cabeza y ¿qué crees? ¡Estaba dormido! ¡Kaput! ¿Podés creerlo? Es rarísimo.

La libido decaída de los hombres fue la que dio la pista científica de que algo anormal sucedía. Se consultó con las brigadas médicas que asistían a los refugiados. Tras los exámenes correspondientes, resultó que si el índice normal de testosterona en los hombres es de 350 a 1240 nanogramos por decilitro, en Faguas la muestra de hombres de toda edad que examinaron solo registraba 50 o 60 nanogramos. Nuevas e intrincadas pruebas de laboratorio indicaron que los gases del volcán eran responsables del efecto que inesperadamente bendecía a Faguas con una mansedumbre masculina nunca vista.

– ¡Voy a creer en Dios! ¡Voy a creer en Dios! -gritaba Martina en el último mes de campaña.

Y es que, entre la dulcificación de los hombres y las estupideces del gobierno, el Partido de la Izquierda Erótica se colocó a la cabeza en las encuestas.

Viviana rehusó atribuir su victoria al Mitre. Prefería pensar que la campaña del pie, no solo había desafiado los esquemas de hombres y mujeres, sino que había logrado que las votantes (más de la mitad del electorado) vislumbraran al fin una ilusión de igualdad capaz de llevarlas a confiar en la imaginación del pie y darle la misión de realizar sus deseos. En las tardes, sin embargo, tomando una copa de vino y mirando al volcán erecto sobre el paisaje, alzaba hacia él su copa con un guiño de agradecimiento. Fue ese gesto el que motivó a Martina a recoger los trozos de lava y montarlos sobre madera como souvenir.

El déficit de testosterona en un país más bien iletrado generó derivaciones a cual más disparatadas del nombre de la hormona culpable de la desidia masculina: tensiónterrona, tetasterona, tedasterona, tesonterona, terraterrona, le llamaron. La testosterona se convirtió en el Santo Grial, el Vellocino de Oro de los argonautas de Faguas. Todos los hombres querían que volviera y salían a buscarla por tierra y por mar a los mercados, el ciberespacio y las boticas.

Viviana devolvió la roca a la repisa, sonriendo maravillada por el prodigio aquel de haberse transportado nítidamente al recuerdo, como si el objeto hubiese contenido dentro de sí un trozo de tiempo, un pergamino arrollado capaz de desplegarse y envolverla de nuevo en los olores, diálogos y sensaciones de su pasado.

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