El mantón

Viviana se preguntó si el recorrido que hacía por sus recuerdos no sería un ritual que debía cumplir antes de reencarnarse en otro cuerpo (porque la verdad es que no sabía si estaba muerta o viva). El sobresalto de que se tratara de una limpia de su karma la hizo perder el rumbo. Se encontró frente a la repisa de la derecha sin saber cómo había llegado hasta allí. ¿Sería que acertaba pensando en la reencarnación? Recordó vagamente los libros sobre creencias tibetanas que leía durante su adolescencia. Uno nunca sabía en qué iba a reencarnar según afirmaban estos. ¿Qué tal si reencarnaba en algún animal? No, rogó. Por favor, no. Los amo pero quiero hablar.

Concentró su atención en los objetos. No podía creer cuántas cosas había perdido. Algunas no las reconocía del todo. Llaves viejas, por ejemplo. Las pasaba por alto. Sin embargo, fue al lado de un manojo de llaves donde vio el hermoso mantón de la India, bordado, naranja, amarillo y marrón que Emir le envió como regalo pocos días antes de la toma de posesión. No le perdonaba aún que no hubiese estado con ella, pero él insistió que no podía fallar a un compromiso que tenía en Nueva Delhi.

– No te gusta la idea de ser príncipe consorte. Eso es. Dejarías de ser hombre.

– No. Nada de eso. Me encanta la idea. Pero me comprometí hace un año a esta reunión, soy el coordinador, fue mi engendro. No puedo fallar. Además, ese día es tuyo. Te lo debés a vos misma.

Viviana tomó el mantón y se lo llevó a la cara para sentir la seda en las mejillas. El olor le trajo frescas las memorias. Cerró los ojos disfrutando de la sensación, el disparatado privilegio de vivirlo otra vez. Llevó el mantón esa noche a la recepción para cubrirse los hombros desnudos. Cedió a su lado sentimental pensando que dondequiera que Emir estuviera vería las fotografías en los periódicos, las noticias de la tele. A pesar de que estaba molesta con él, pudo más el deseo de tenerlo consigo como amuleto de buena suerte.


Al contacto con el mantón, recuperó el instante. Se vio esa noche regresando a su casa. Entró de puntillas y apagó las luces. Manía de Celeste de dejarlas encendidas. Cerró la puerta de su habitación. Se alegró de estar sola. Solo podía comparar lo que sentía con lo que habría sentido Jesús al caminar sobre las aguas. Claro que él no sufriría del dolor de pies que la aquejaba a ella tras las muchas horas sobre los tacones altos, pero no dudaba que caminar sobre las aguas debió dejarlo tan azorado a él como a ella la noción de que era ya sin ninguna duda la Presidenta del país. Rememoró el resplandor del día, el cielo sin una sola nube, la multitud cual un mosaico fluido de colores intensos ondulando bajo el sol, el rumor de miles reaccionando a sus palabras, el rugido de asentimiento, las risas, su hija apretándose contra ella cuando bajó de la tarima; y en la noche la visión del consejo del pie recibiendo a los invitados, todas vestidas con iguales trajes de satín ajustados terminando en el escote recto y los hombros desnudos. Solo los colores las diferenciaban. ¡Sí que se divirtió mirando la reacción de los embajadores, políticos y otros personajes ante sus similares atuendos! Ya ni recordaba a quién de ellas se le ocurrió la idea, pero todas coincidieron en que se trataba de una ocurrencia, no solo divertida, sino simbólicamente trascendente. El mundo -o la munda, como decía Martina- tendría que encontrar algo más que trajes para hacer comparaciones entre ellas.

La recepción tuvo lugar en el extravagante Palacio Presidencial de Faguas, construido en el siglo xx por el presidente Eulogio Santillana. Los delirios de grandeza de este en inversa proporción con su mínima estatura y su físico contrecho, hicieron que mandara a edificar un palacio presidencial monumental. La Presidencial, como le decía el pueblo, alojaba réplicas de los salones que más impresionaron al presidente electo cuando viajó a Europa antes de tomar posesión del cargo.

El despacho presidencial, el más conspicuo, era una copia fiel de la Oficina Oval de la Casa Blanca en Washington.

A pesar de contener estas excentricidades: el comedor imitando el Elíseo de París, la sala de recibo a la usanza de lo Downing Street, la biblioteca igual a la de la Moncloa y el salón de Embajadores, réplica del Quirinal en Italia, la Presidencial contaba con cuanta oficina e instalación se requería para regir los destinos del país. Climatizado, con vidrios blindados ahumados, conexiones de banda ancha y satelital, salón de conferencias, de prensa y casetas de traducción, aquel elefante encarnado había pasado un buen número de años ocupado solamente por un personal de seguridad y unos cuantos pájaros que, sigilosamente, encontraron el camino a su interior e instalaron sus nidos sobre las cortineras de los salones. Sucedió que, después de la administración Santillana, llegó al poder un singular matrimonio que gobernó a dúo, no solo a pesar de que a ella nadie la eligió, sino contraviniendo el mandato constitucional que inhibía a las esposas de ocupar puestos públicos. La primera decisión que tomó la cara mitad del Presidente fue la de negarse a ocupar el magno edificio destinado al ejecutivo de la nación. Aconsejada por ocultistas y magos en los que confiaba, llego a la conclusión de que las auras del lugar estaban contaminadas y que a eso se debía que dos de los hijos de Santillana hubiesen fallecido trágicamente durante su mandato. No tomó en cuenta ni el hecho de que las muertes ocurrieran muy lejos del edificio ni la grita de la oposición y los medios diciendo que no solo era un despilfarro, sino un crimen de lesa patria obligar a un país pobre como Faguas al gasto de mover la sede presidencial. El Presidente no prestó oídos a la controversia, se plegó a los criterios de la esposa y por los años que duró su mandato despachó desde la mesa de comer de su propia casa e instaló a su equipo de trabajo en los predios de su jardín, bajo toldos de lona. Atribuyó a su pasado guerrillero el sentirse más cómodo en aquel campamento, pero lo cierto es que al término de su período, la suma de su casa, su despacho y cuanto anexo mandó construir ocupaba un barrio entero de la ciudad convertido en fortín, con cancelas y hasta un foso estilo medieval.

Viviana Sansón no quiso seguir el caro y excéntrico ejemplo de la pareja. No bien fue electa presidenta, recuperó de los pájaros los salones de la Presidencial, los mandó remodelar con sencillez y rehabilitó los dos pisos de oficinas. Declaró que se encontraba a sus anchas en el óvalo de su despacho. No sé si Faguas llegará a ser un imperio, pero al menos cuenta con la oficina para serlo, bromeó con los periodistas.

Frente al espejo de su habitación, Viviana miró su reflejo antes de desvestirse y sonrió. Sería larga la tarea de trastocar los modos de hacer las cosas, pero la campaña había demostrado que la gente reaccionaba bien a lo inesperado. Ella no se equivocó al pensar que descifrarían con acierto lo que con humor ellas proponían, ni al suponer que el lenguaje de la maternidad tenía raíces inimaginables. Su instinto fue el de abrazar a la gente. Les habló como hijos pródigos que volvieran a su regazo y no tuvo recato para unirse a las catarsis de llantos en reuniones en que hombres y mujeres sollozaban preguntándose de dónde habían sacado fuerzas para aguantar los años de tristezas, de guerras, catástrofes y malos gobiernos. Terminaban abrazados, contándose sus cuitas. La oposición acusó al pie de hacer aquelarres, afirmando que en esos encuentros de lo que menos se hablaba era de política. "Siempre ha sido igual -salió diciendo Viviana, en el programa de cocina más popular de la misma estación de televisión donde ella iniciara su estrellato-: cuando no entienden lo que hacemos, nos acusan de brujas o de putas. La verdad es mucho más sencilla… A nosotras tíos interesan las personas. Hace tiempo que lo personal es político en este mundo… y si la gente quiere llorar conmigo, yo no solo le pondré el hombro, sino que lloraré con ella… Es bueno llorar, en este país hace rato que tenemos pendiente una buena llorada". ¡Ah! Qué buen discurso había improvisado frente a las cámaras mientras preparaba la receta de chile con carne en la sección del programa donde personajes de la vida nacional compartían sus platos favoritos con la teleaudiencia.

Cruzó la habitación con los zapatos en la mano para dejarlos en la zapatera. Después sacó las cosas de su bolso de mano. Se miró en el espejo. Fue entonces, porque sintió un poco de frío, cuando se percató de que le faltaba el mantón. Se lo había quitado para no diferenciarse de las demás. ¿Dónde lo puse? No lo recordó. Al día siguiente pidió que lo buscaran, pero no se encontró por ninguna parte. No era de extrañar. La población había recibido tiquetes para asistir por turnos a la celebración. Fue un evento multitudinario y no faltó quién se llevara un souvenir de la Presidencial; el mantón de Viviana corrió la misma suerte que los floreros, platos y vasos que esa noche desaparecieron.


(Materiales históricos)

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