Celeste

¡El suéter rosado de Celeste! Viviana lo tomó para sentirla de nuevo a sus tres años, la niña gordita, cara redonda irresistible que desde que nació tuvo el don de la seducción como si lo hubiera inventado. Aquel recuerdo no era de sus mejores, sin embargo. El suéter lo dejó olvidado en el primer jardín de infantes al que la llevó y al que prefirió no regresar, ni con ella, ni sola. Para ambas fue una mala experiencia porque, siendo la primera vez que la niña iba a quedarse, la directora del lugar la convenció de que ella se marchara a pesar de los gritos y patadas de Celeste. A todos los niños les pasa, le dijo. Lloran un rato y después se calman, se ponen a jugar, felices. Ella no quiso comportarse como madre primeriza, sobreprotectora y con el corazón estrujado; oyendo los alaridos de la niña, corrió a subirse al coche y salió jurándole a la niña que no tardaba.

Se calmarían otros niños, pero Celeste no se calmó. La llamaron para que fuera a recogerla y cuando la tomó en brazos, la criatura sudaba copiosamente y estaba colorada de tanto llorar. Después de eso, no quería estar sin ella ni un instante. Si la perdía de vista, gritaba como poseída. Cuando un año después volvió a llevarla a otro preescolar, tuvo que pasar dos semanas leyendo en la recepción de manera que, en cualquier momento que Celeste la necesitara, supiera que ella estaba allí. Así hasta que se sintió segura.


Viviana tocó el suéter, metió la nariz en el algodón apretadamente tejido. Cerró los ojos y lejos, muy lejos, creyó escuchar su voz, no su voz de niña, sino la voz de la Celeste que recién dejara en la plaza tras el mitin.

– Mamá tenés que volver, mamá despertáte, no te vayas.

Reverberaba el sonido, hacía círculos concéntricos como piedra en el agua, Viviana giró sin peso, flotó en el aire como un insecto alado. Debajo de ella se borró el galerón y vio un cuarto de hospital y a su hija, vestida de jeans ajustados, la camiseta sin mangas, inclinada sobre alguien que yacía en la cama, una mujer dormida. Vio la luna que Celeste tenía tatuada en el hombro agitarse. Estaba llorando.

– Tenés que volver, mamá -decía muy bajito-. Volvé, mamá, no te quedés donde quiera que estés. Volvé, mamá.

En el instante en que Viviana comprendió que la mujer en la cama era ella, la ventana a ese mundo se cerró. La sobrecogió un pánico abisal. Otra vez estaba en el galerón. Empezó a correr frenética hacia la puerta. Se movía sin moverse, su cuerpo agitándose sin desplazarse. A su lado vio pasar las repisas como paisajes atisbados desde la ventanilla de un tren. Se mareaba, iba a desmayarse, pensó, estoy en peligro, voy a morir, pensó, si no hago algo me quedaré encerrada aquí para siempre. Se le ocurrió susurrar palabras, palabras con a, palabras con b, palabras con c, se abrazó y dio ánimos haciendo el papel de madre consigo misma. Intentó avanzar, llegar a la puerta, salir de allí. Paulatinamente fue tranquilizándose. Empezó a ser consciente de una presencia que le consolaba. Era una sensación que no bien trataba de entender se enredaba sobre sí misma, pero que misteriosamente percibió como una soga metafórica, un punto de apoyo del que podía aferrarse para dar pequeños empujones y acercarse a la puerta.

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