A la puerta del hospital, Emir se detuvo. Su frenético viaje, el desvelo de la noche anterior, el vuelo en el que, como cuando era niño, se comió las uñas, le ayudaron a permanecer con la mente fija en apresurarse hasta llegar el lado de Viviana. Ahora, a pocos pasos, turbios los ojos, conmovido por la cantidad de flores en la acera, las velas, las pancartas amorosas, tuvo la sensación de que le pesaban terriblemente las piernas y que un miedo cerval se le instalaba encima.
Alicia, la chofer de Viviana que lo recogió en el aeropuerto, al ver que Emir, sudaba copiosamente y se ponía pálido y descompuesto, le ayudó a sentarse en la recepción y corrió a buscarle agua.
Discreta, sin preguntar ni decir nada, se sentó a su lado. Le tomó la mano. Le sonrió.
– Lo siento -dijo Emir-. Creo que hasta ahora se me hace realidad lo que ha sucedido -apretó la mano de la muchacha. Recostó la cabeza en el espaldar de la silla. Alicia miró las lágrimas corriéndole por las mejillas desde los ojos cerrados.
Emir respiró profundo. Habría podido llorar sin freno, pero debía calmarse, se dijo. Celeste lo esperaba al lado de Viviana y no quería que lo viera flaquear, cuando ella sonaba tan dueña de sí, adulta, calma, madura.
Se irguió en la silla, se secó la cara, los ojos con el pañuelo. Tomó fuerzas y se dirigió con Alicia a la habitación.
Abrazó a la centinela de la puerta, la formidable Arlene, y entró. Celeste, Juana de Arco, se acercaron. Celeste lloró un instante. Se secó las lágrimas y lo agarró de la mano hasta llevarlo a la orilla de la cama. Juana de Arco se apartó después de saludarlo, envarada, pero con los ojos húmedos.
– Te vamos a dejar con ella -dijo Celeste-. El doctor va a venir a hablar con vos.
Emir asintió con la cabeza sin quitar los ojos del rostro de Viviana.
Curiosamente, verla le produjo un alivio inmenso. Sobre la almohada, inmóvil, conectada a una serie de máquinas, ella tan vital e indetenible, lucía como una incongruencia. Su cabeza estaba en vuelta en vendas. La piel cobriza clara, contrastaba con el blanco de las sábanas. Tenía buen color. Le hizo recordar la primera vez que la vio desnuda, su piel caramelo alumbrada por el sol crepuscular de Montevideo.
Le tomó la mano y se la besó despacio. Se inclinó y la besó en los labios, en la frente. Quería acostarse al lado de ella, acurrucarla. ¿Dónde estás, mi amor?, le susurró al oído. Vivi, Vivi, no me dejes esperándote.
En los días que seguirían, días de ver las enfermeras y los médicos, moverla y pincharla, Emir sentiría por ratos el deseo de sacudirla, llamarla, despertarla y sacarla con la furia de su angustia de ese sueño profundo, pero aquel primer día se conformó con tocarla, acariciarla, convencido de que en cualquier momento, su voz y sus caricias, como si él fuera el príncipe encantado de los cuentos de hadas, la despertarían en un final feliz.
Dos médicos, uno de mediana edad y el otro más joven, entraron a la habitación.
Serios, formales, pero amables, dijeron ser quienes se habían encargado del ingreso y tratamiento de Viviana.
– Es un caso bastante inusual -dijo el mayor- y no hemos querido dar demasiada información al público porque nosotros mismos estamos un poco a la expectativa, pero déjeme que le explique. El caso de ella se parece al de Salvador Cabañas, un jugador de fútbol paraguayo -dijo el médico, mientras dibujaba una cabeza y un cerebro en un papel-. Lo menciono porque Cabañas se recuperó totalmente -sonrió-. Creíamos que la bala había rozado el lado izquierdo, pero realmente una bala penetró en lo que llamamos la zona silenciosa del cerebro y siguió su trayectoria hasta la parte posterior, donde aún está alojada -hablaba mientras dibujaba en el papel para mostrárselo-. Como resultado del trauma, ella tuvo un pequeño coágulo en la región izquierda, que le extrajimos con éxito. El cerebro se inflamó ligeramente y para asegurarnos de que no hubiera compresión de la masa encefálica, le practicamos una trepanación. Por eso la ve vendada como está. Al llegar al hospital, ella tuvo varios momentos de lucidez, dijo su propio nombre, el de su hija, el de usted. Decidimos inducirle el coma para mantenerla estable. Su respiración, el nivel de oxigenación de la sangre, su presión, son buenas. El problema es que cuando intentamos sacarla del coma, ella no reaccionó. No sabemos por qué. Tiene algunos charneles alojados en la masa encefálica, muy pequeños, su electroencefalograma registra pequeñas alteraciones, pero el cerebro está activo. El pronóstico, aunque complejo y difícil de determinar con exactitud, sería muy bueno y nos indicaría no solo la sobrevivencia, sino la recuperación de ella. Sin embargo, el hecho de que siga en coma es preocupante. No tiene daños en el bulbo raquídeo. No tiene, a este punto, ningún daño que lo explique, pero esperamos que sea un asunto de tiempo. Como sabe, el cerebro es aún misterioso en cuanto a la localización exacta de dónde residen las facultades. Por eso, hasta que despierte, y dependiendo de cuando despierte, sabremos cómo está. Por lo pronto, no hay otra cosa que hacer más que esperar.
– Pero usted dice que tiene una bala alojada en la parte posterior. ¿No habría que sacarla?
– De ninguna manera -intervino el joven médico-. Ella puede vivir con esa bala alojada allí. Pero está en una zona compleja, la zona donde residen los instintos primarios, cerca del cerebro límbico. Al sacarla podríamos causar daños irremediables. Sé que suena alarmante, pero es el mejor curso de acción.
– ¿Y el resto, el bazo?
– Hubo que extraerlo. Pero puede vivir sin él. El páncreas lo sustituye automáticamente -dijo el médico mayor.
– Por esa parte, estamos tranquilos. Se ha recuperado bien, sin fiebre -agregó el joven.
– Esperaremos, Emir. Esperaremos que ella encuentre cómo despertar. Creo que lo hará… Bueno, es lo que todos quisiéramos -sonrió el médico mayor- pero, por ahora, la ciencia ha hecho todo lo posible.
– ¿Qué puedo hacer yo?
– Vamos a enviar una enfermera para que le muestre los ejercicios que necesita hacer con ella, dos veces como mínimo al día. Y aquí estamos para cualquier pregunta o duda.
Vivir con una bala alojada en el cerebro. Qué cosas, pensó. Se sentó en la silla y colapso. Se quedó profundamente dormido, sin soltar la mano de Viviana.
(Materiales históricos)