Cuando recibió la llamada de Eva, Martina ya estaba en camino. La manifestación se había iniciado como un pequeño mitin en la zona de los mercados que desbordó con creces las expectativas de sus organizadoras. Ante la multitud, la incendiaria lideresa del Movimiento Autónomo de Mujeres, Ana Vijil, propuso en su discurso que marcharan hacia el Ministerio de Defensa a exigir la captura y castigo del culpable del atentado. Martina recibió la llamada de la Policía pidiendo instrucciones sobre si permitir el desborde popular, y Martina lo concedió, más que gustosa.
– Escóltenlas, protéjanlas y ábranles paso -dijo.
Llegó al despacho de Eva y desde las ventanas ambas vieron acercarse el mar de gente.
– Vas a tener que salir a hablarles -dijo Martina, que no cabía en sí de entusiasmo y contento.
– Qué les digo? No tenemos más que pistas.
– Pues yo diría que les prometas que se hará justicia, que les hables de que deben mantenerse atentas porque de esta crisis tenemos que salir juntas y más fuertes. Contáles anécdotas del pie… ¿Qué me estás preguntando a mí, si vos sos mucho mejor oradora? Lo importante es que se sientan respaldadas por nosotras, que entiendan que estarnos encantadas de que hayan salido a las calles.
Eva sonrió. Desde el atentado, casi no había dormido. Se le notaba en la cara. La investigación había registrado movimientos sospechosos de algunos ex funcionarios, enemigos feroces del gobierno. Ella sospechaba del magistrado Jiménez, del ex presidente descomunal Paco Puertas, del fundamentalista Emiliano Montero, pero aún no lograba dar en el clavo. Lo peor era que su energía incansable había empezado a fallarle. La frustración era tal que pensó que se deprimiría irremediablemente. Por eso interpretó la manifestación como un respiro para ella, como la campana del réferi en una pelea de boxeo.
– Estas mujeres me acaban de salvar la vida -le dijo a Martina-. Mira qué lindo, dijo, señalando por la ventana la multitud multicolor, las pancartas atrevidas, pintadas en toscos cartones a toda prisa…
– Anda, salí a hablarles, parate arriba del tanque. Le dije a Viola, tu secretaria, que alistara el micrófono. Ya debe estar todo a punto, anda, encendélas…
Eva se metió al baño, se pasó la mano por el pelo y salió, lista para encaramarse sobre el viejo tanque, testimonio de pasadas guerras que, como un monumento, estaba colocado a la entrada del ministerio.
Cuando Eva salió, Martina abrió las ventanas para escuchar. Oyó el clamor y los aplausos. Vio la figura menuda y fuerte de Eva, el pelo rojo acomodado en un moño desordenado, cuando ella se subía ágil al tanque. Quería a todas sus compañeras, pero Eva era quien más la enternecía. A veces hasta pensaba que estaba enamorada de ella. Era sola también. Por eso a menudo se acompañaban, iban juntas al mar, jugaban ajedrez, veían películas. Con Eva, Carla Pravisani y la Ifi habían montado juntas el reality show de los hombres domésticos que fue un éxito fabuloso en Faguas. Se rió sola recordándolo.
"Los campeones caseros" lo bautizaron. No imaginaron que habría tantos voluntarios, pero los tentó el premio de una casa nueva, totalmente amoblada, en uno de los repartos bonitos de casas prefabricadas que el gobierno construyó. De los muchos candidatos escogieron a cinco. Cada semana, un equipo de televisión filmaba a uno de ellos, de la mañana a la noche, haciendo los oficios domésticos. El show se transmitía diario. Al final de las cinco semanas, la gente y un panel de juezas, amas de casa, votó por el mejor. Silvio, Adolfo, Jaime, Joer, Boanerges, eran todos padres de familia, ex empleados del Estado, unos más acomodados que otros. Fue divertidísimo verlos lidiar con los pañales cagados como si fueran bombas nucleares, con el asco pintado en la cara, tapándose la nariz. Para limpiar los culitos, el que menos, usaba diez toallas húmedas o medio rollo de papel higiénico. Boanerges, que había sido militar, organizó a los hijos como batallón y los ponía a trabajar, mientras él veía programas deportivos (no ganó por supuesto). Jaime solo sabía hacer carne asada y se pasaba en la barbacoa toda la mañana, dejando que la hija limpiara la casa.
A Silvio, que tenía lavadora, se le encogió toda la ropa. Los hijos tuvieron que andar con pantalones brincacharcos y camisas que parecían del tiempo de los hippies; la tortura de Adolfo era la limpiada de los baños. Ese mantenía la casa ordenada porque escondía todo lo que estaba mal puesto, metiéndolo en cualquier gaveta. La cocina fue el reto para todos, a pesar de que se comprobó que sí sabían cocinar lo básico, pero usaban toda la batería de pailas y porras para hacer cualquier plato; se les pasaba el arroz, les quedaban duros o aguados los frijoles o iban al supermercado a hacer la compra (les encantaba) pero calculaban mal las cantidades y se les pudrían las verduras. Joer, que fue el más emprendedor, empezó la semana lavando su casa, paredes incluidas, con el consiguiente daño para muebles y algunos aparatos electrodomésticos que no atinó a proteger lo suficiente del diluvio que descargó. Al principio, los llantos de los bebés los dejaban turulatos cuando duraban más de cinco minutos. Eran muy buenos con los biberones, pero malos en atender los cólicos. Aplanchar se les dio muy bien a Silvio y Adolfo. Los demás fueron desastrosos. La mayoría se destacó con los niños más grandes porque jugaron con ellos como chavalos y se les vio en la cara. el amor por los hijos. Se comprobó que lo que más les entusiasmaba era regar el jardín. Todos sin excepción regaban por las tardes, como si la manguera fuera una prolongación de su hombría y les devolviera la identidad de machos que creían perdida en las mañanas.
Más por guapo y simpático que por eficiente, Silvio fue el ganador del concurso.
Narraba su jornada como si fuera programa deportivo; gritaba gol cuando atinaba con la basura en el basurero, metía jab de izquierda o de derecha cuando hacía la cama… Hizo reír a carcajadas a la gente. A petición de la teleaudiencia, el programa se repetía ahora cada cinco semanas. Los premios eran más modestos, pero la celebridad de aparecer en televisión era suficiente para que no faltaran voluntarios.
Parecía mentira, pensó Martina, lo educativo que había resultado el tal show, porque claro, al final de la semana, en general, los participantes lograban hacer bien el trabajo, tan bien que empezaban a comprender que el problema no era que fuera difícil, sino precisamente la rutina de tener que hacerlo a diario, el cansancio que los dejaba sin energías para preocuparse por ellos mismos, el aislamiento de estar metidos en sus casas. Se le va a uno la vida en eso, salió diciendo Adolfo en la entrevista final en televisión, no da ni tiempo para pensar. Deberían pagar ese trabajo, dijo Jaime, eso de decidir qué cocinar los tres tiempos, día tras día, me mató, me mató. No sirvo para eso.
¡Qué basural, jamás pensé qué saliera diario tanta basura! exclamó Joer.
La última encuesta sobre la participación en el trabajo doméstico era alentadora.
Sin embargo faltaba buen trecho por recorrer. En una pareja donde ambos trabajaban, por cada siete horas de labores domésticas de las mujeres, el hombre hacía tres. El resultado más interesante de la encuesta fue que las parejas más felices eran aquellas donde mejor distribuido estaba el trabajo de la casa.
Martina oía retazos del discurso de Eva. El sonido se lo llevaba el viento porque estaba de espaldas a ella. Al fin, Eva regresó. Se echó agua en la cara. Venía sudada pero radiante.
– ¿Oíste?
– No se oía bien desde aquí.
– Les hablé de Lisístrata, la heroína de Aristófanes. Para oponerse a la guerra de Atenas contra Esparta, las mujeres dispusieron no hacer el amor con sus hombres hasta que acordaran la paz. Si esto se pone feo, les dije, ya saben que tenemos ese recurso: cerrar las piernas.
Martina la abrazó fuerte al despedirse. Sos magnífica, le dijo. Ojalá no lleguemos a eso.