La taza

Viviana miró la taza. Tenía el emblema de su programa Un poco de todo. Decía:

Un poco de todo

en dos renglones y a todo el derredor su nombre: viviana sansón. Lástima no encontrar café en la taza. Aspiró para imaginar el aroma de tantas mañanas de su vida. ¿Cómo se resignaba uno a no vivir, a no sentir jamás hambre, morder un bistec, comerse un helado? El cuerpo, los sentidos, ¿cómo sería carecer de ellos? ¿Qué cielo podría existir sin tocar, ver, oler, escuchar, sentir la lengua del ser amado en la cavidad de la boca, sentir la piel de otro restregarse contra la propia, oír en la noche, entre las sábanas, el suave gemido del placer que uno brindaba a otro ser humano? ¿Qué estaría pasando afuera mientras ella estaba allí retenida por sus recuerdos, recorriéndolos uno a uno? Esa taza, por ejemplo, ¿a qué sector de sus memorias la trasladaría? Aún no la tocaba. La tomó del asa. No más tocarla sintió el calor de las luces del camerino. Se desmaquillaba tras grabar el programa. Vio su cara en el espejo, su piel lisa y brillante, sus ojos grandes. Lindo su rostro, su pelo enmarañado, sus hombros y brazos torneados y fuertes. La naturaleza había sido generosa con ella. Alguien entró, un invitado de la revista de la mañana. Viviana lo saludó, salió del camerino y regresó a su oficina.

La rodeaban amplios ventanales. Uno de ellos miraba a un pequeño entramado entre dos edificios y el otro a un pasillo por donde pasaban los artistas o los personajes que iban a grabar al estudio. Llovía a cántaros. Sonó el teléfono. Era tal el estruendo del aguacero, que apenas logró escuchar a su interlocutor. No se oye, dijo. Cortó. Pidió que llamaran más tarde.

Se recostó en la silla. Con las manos detrás de la cabeza, tranquila, saboreó el café caliente y el momento de relax después del programa. Una mujer delgada, muy joven, con un vestido tallado al cuerpo, de lunares negros sobre fondo blanco, tocó con los nudillos el vidrio. La miró interrogante. Viviana notó cierta incongruencia entre su rostro y su atuendo. Parecía tener urgencia, prisa. Usualmente la llamaban de la recepción antes de pasar alguien a verla. Pensó que sería esa la llamada que no pudo escuchar. Se levantó, la hizo entrar.

– Soy Patricia. Necesito que me ayude -dijo la muchacha. Se quedó con la espalda pegada a la puerta. Jadeaba-. No quiero que me vean aquí.

Viviana no supo qué decir. Arrugó el entrecejo, inquisitiva.

– Tiene que ver con el caso del pingüino. Yo la puedo llevar a un lugar…

Viviana le hizo señas de que no se moviera. Fue hacia las persianas que la aislaban del corredor. Las cerró.

– Podés sentarte -dijo-. Ya nadie te ve.

La muchacha se sentó. Tenía aspecto de fugitiva; era eso o padecía del complejo de persecución. Viviana se sentó al lado de ella. La miró con simpatía. Le sonrió. De cerca le calculó dieciocho, diecinueve años. El maquillaje la hacía verse mayor. Cuidado, es una trampa, se dijo.

– Vamos a ver. Estás nerviosa. ¿No? Trata de calmarte y me explicás lo que te pasa. ¿Cuántos años tenés?

– Dieciséis.

– Pensé que eras mayor -la joven se encogió de hombros, sonrió sin ganas.

– ¿Podría ir conmigo ahora? Yo la puedo esperar afuera y usted me recoge en la esquina. Créame. Es importante -le temblaba la voz. Estaba mojada por la lluvia. Se estremecía de frío de tanto en tanto. Se comía las uñas.

Viviana miró hacia fuera. Seguía lloviendo.

– Necesito saber más -dijo Viviana-. No puedo salir de mi oficina y seguirte si no sé de qué se trata.

– Mire, si usted me ayuda, yo le puedo contar cosas del magistrado Jiménez como para arruinarlo.

– Ajá. ¿Y por qué no me las podés contar aquí mismo?

– Porque hay más como yo. Y me comprometí a recogerlas… con usted.

– Más como vos. ¿Qué querés decir?

– Que queremos escaparnos. Nos tienen secuestradas -casi lloró la muchacha-. No me pregunte mas. Ayúdeme, se lo suplico.

Viviana tomó la decisión. Intuyó que la joven no mentía.

– Ok -dijo-. Te recojo en la esquina.

La muchacha salió con la cabeza baja. Viviana llamó a Eva.

– Voy tras una pista que tiene que ver con el magistrado Jiménez -le dijo-. Si en dos horas no me reporto, llamas a mi jefe, ¿de acuerdo?

– Puedo mandarte a alguien -dijo Eva, preocupada.

– No hay tiempo. Tengo la corazonada de que esta muchacha no miente. Espera mi llamada.

Colgó. Metió las llaves en su cartera. Apagó las luces.

Recogió a la muchacha en la esquina. Estaba remojada. La lluvia arreciaba.

– Decime qué hay con el magistrado Jiménez -preguntó Viviana-; indicáme hacia dónde me dirijo.

– Siga el camino al aeropuerto -dijo la otra-. El magistrado Jiménez es un malvado. Me tiene encerrada con otras dos muchachas en una casa. Nos compró de un chivo. Nos usa. Para escaparnos, limamos los barrotes de la ventana. Yo me salí pero las otras dos se quedaron. Nos van a estar esperando. Nosotras le podemos contar cosas que usted ni se imagina.

– ¿Y hay alguien más en la casa?

– El que nos cuida no estaba cuando yo salí. A veces sale a comprar cigarrillos.

– ¿Por qué no fuiste a la policía? La muchacha se rió.

– ¿Para que me llevaran de regreso? Tienen comprada a la policía.

La muchacha tiritaba. Viviana la observaba con el rabillo del ojo, sin distraer la atención de la carretera.

– Hay una toalla que uso para limpiar los vidrios en el asiento de atrás. No está muy limpia, pero podés secarte un poco -dijo-. ¿Cómo te llamas?

– Patricia.

– Contáme tu historia, Patricia. Nos queda un buen rato antes de llegar.

Viviana metió la mano en su bolso, buscó la grabadora, apretó el botón para grabar.

Patricia seguía temblando. A Viviana se le ocurrió poner la calefacción del carro. Nunca era necesaria en Faguas, pero no soportaba ver temblar a la muchacha.

– No tengas miedo -le dijo-. Trata de respirar hondo, despacio.

– Tengo mucho miedo -rompió a llorar Patricia.

– Yo no voy a dejar que te pase nada -dijo Viviana dándole palmaditas en la pierna. Habría querido abrazarla. En la luz de las luminarias de la carretera, encogida en el carro, lucía frágil, adolescente.

– ¿Cómo conociste al magistrado Jiménez?

– Es largo. Usted me dice si le resulta muy pesado…

– Anda, empezá.

– Soy del norte. Mi mamá me mandó a trabajar en la tienda donde un tío en Cuina. Me fue bien al principio, pero cuando cumplí los trece varios clientes empezaron a preguntarme si ya tenía pelitos, que les enseñara la cosita. Mi tío se dio cuenta. Me dio una gran apaleada. Dijo que era mi culpa. Un día de tantos, se me metió en la cama. Mejor que supiera cómo era la cosa, mejor él y no otro, dijo. Se me tiró encima. Me forzó. Me dolió mucho. Yo lo pateé, lo mordí, me defendí como pude. Al día siguiente me dejó amarrada en la cama, yo llena de sangre. Después me soltaba en el día para que atendiera la pulpería y en la noche me amarraba a la cama otra vez. Dejaba entrar a los hombres que me tenían ganas. Todas las noches llegaban hombres. A veces hasta diez. Les excitaba que yo estuviera amarrada a la cama. A mí me dolía todo. No hacía más que llorar, gritarle al tío que se las iba a pagar a mi mamá, pero quién sabe qué le dijo él a ella, porque cuando al fin mi mamá llegó, me agarró a bofetadas, no me creyó nada de lo que le dije y se fue. Después un día oí al tío con un hombre haciendo negocio conmigo. El hombre le ofreció doscientos dólares y cerraron el trato. Mi tío hizo que me bañara y me dio ropa nueva.

"Me vine con ese otro hombre a la ciudad. También me violó. Me llevó a una casa lujosa donde había dos muchachas más. Un día nos dijeron que nos pintáramos y nos arregláramos. Nos llevaron donde el Magistrado. Ya yo estaba vencida. Nada me importaba. Allí donde el Magistrado a mí me metieron en el cuarto frío ese del pingüino, con el animal. Me metieron desnuda y se reían de verme.

"Después me sacaron. Dijeron que me iban a calentar. Uno por uno pasó por mí. Ay Dios. Y eso ha sido todos los sábados y otros días más, ni sé, perdí la cuenta. Después nos llevaron a otra casa, pero siempre regresábamos donde el Magistrado, y siempre nos metían primero a la jaula del pingüino. Como que disfrutaban martirizándonos. Decían que heladas éramos más ricas, como aire acondicionado portátil. Nos mataban de frío y al pingüino tampoco le gustaba vernos en la jaula, se ponía arisco. Hace unos días oímos que nos iban a vender a unos colombianos. Nos iban a cambiar por otras. Nos trajeron a la casa por el aeropuerto. Nos dio mucho miedo. No nos queremos ir a otro país. Como lo único que nos permitían era la televisión, vimos su programa. Por eso cuando me salí, no se me ocurrió más que ir a buscarla. Solo le pido que no me lleve a la policía. Ellos llegaban a la casa. El jefe hasta se acostó con una de mis amigas. Dijo que era su propina".

Patricia no lloró mientras le relataba su historia a Viviana. Había entrado en calor. Sonaba despechada, rabiosa, como si necesitara distancia para poder hablar de eso.

Viviana le puso la mano en el brazo. Oía historias como esa, las leía en el diario, pero jamás se había topado con alguien que las conociera desde dentro. Se sintió inadecuada para consolarla, más bien con ganas de llorar de asco, de imaginarse ella en esa situación…

Patricia la guió por calles lodosas. La lluvia había amainado, por las cunetas corrían arroyos de agua sucia. Se aproximaron a una zona de casas humildes, pero cuidadas, paredes de adobe con tejas. Parecía un barrio tranquilo cerca de la laguna. Patricia se puso un dedo en los labios pidiendo silencio. Viviana bajó la velocidad. Patricia señaló una casa en medio de la cuadra y le hizo señas de dar la vuelta. Cuando Viviana intentaba hablar, la callaba poniéndose un dedo sobre los labios.

– No nos oye nadie, Patricia -dijo Viviana, dulcemente-. Vamos en el carro -la muchacha se rió bajito.

– ¡Qué tonta! Es la costumbre. Perdone. Dé la vuelta a la manzana.

Se suponía que las otras dos estarían esperando detrás de unos tachos de basura. Era el lugar convenido, pero no había nadie. Patricia se bajó. Era un predio vacío.

Volvió al carro. Gemía como la criatura que era. ¿Qué pasaría?

– Ay, Dios mío, ¿qué les pasó? Por favor dé una vuelta por aquí. Tal vez se escondieron en otro lugar.

Viviana fotografió la casa con su teléfono móvil. Tras media hora de recorrer calles, empezó a oscurecer. No había rastro de las muchachas.

– Creo que tus amigas no tuvieron tu suerte, Patricia -dijo al fin-. Te vas a venir a mi casa y después vamos a ver qué hacemos.

– Son mis amigas.

– Pero ya hicimos lo posible.

– Otra vuelta más, por favor.

Una hora más tarde, se rindió.

– Tiene razón -le dijo-. Vamos adonde usted quiera.

La casa estaba a oscuras cuando llegaron. Viviana abrió el sofá-cama de su estudio. Le prestó una camiseta, cepillo de dientes. Fue a mirarla antes de irse a dormir. Sobre las almohadas blancas, el rostro de la muchacha sin maquillaje era terso e inocente. Menos mal que uno jamás imaginaría, mirándola, lo que esa niña había vivido, pensó Viviana. Suerte que el infortunio no se leía a flor de piel, suerte que las caras no poseyeran el don de la elocuencia.

Llamó a Eva. Cuando oyó su voz pensó que despertaba de una pesadilla. Aliviada, lloró mientras le contaba lo sucedido.

– ¿Cómo pueden pasar cosas así? Eva, ¿cómo es posible? -Eva lloró también-. ¿Qué hago con ella?

– Llevála a Casa Alianza mañana. Allí le darán refugio.

– No creo que pueda -le dijo-. No puedo dejarla ir. Tengo que protegerla. Y denunciar a ese cochino de Jiménez.

Dio vueltas en la cama sin poder dormir. Se levantó y se sentó frente a la computadora. Buscó datos en Internet. Veintisiete millones de personas en el mundo, cuatrocientas veces más que el número total de esclavos forzados a cruzar el Atlántico desde África, eran víctimas del tráfico humano. El ochenta por ciento mujeres.

Patricia apareció la semana siguiente en su programa, con el rostro distorsionado por un filtro para resguardar su identidad. Habló con aplomo. Dio detalles que eliminaron cualquier duda sobre la veracidad de su testimonio.


(Materiales históricos)


La Prensa

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