El tiempo pasa despacio en el hospital, pero yo nací dotada de una larga paciencia. ¿Cuántos meses me tomó serruchar con una lima los barrotes de la ventana cuando me escapé de la esclavitud sexual en que estuve? Ya ni lo recuerdo. ¿Cuánto años hasta que volví a saber de las dos compañeras que perdí aquella noche en que me acompañó Viviana? ¡Las cosas de la vida! Si hubiesen tenido la paciencia de esperar donde les dije, otra sería su historia. Pero no tuvieron paciencia. Por eso una sigue de chivo en chivo y la otra kaput, muerta. Es bien fácil morirse si uno es bonita, y pobre. Un traspié, una cara mal leída, un poco de confianza al sujeto equivocado y te fuiste, triste. En cambio, ¡qué suerte la mía! A veces hasta me parece injusta tanta suerte para una sola persona. Por eso la mujer en esta cama jamás padecerá mientras yo viva. Soy su Juana de Arco, su caballera andante, soy capaz de todo por ella. Creo que no lo sabe, y es mejor así. Si tuviéramos plena conciencia de cuán trascendente puede llegar a ser para otro ser humano un solo gesto de solidaridad, tendríamos que repensar toda nuestra vida, porque hay que ver lo que significó para mí la intervención de Viviana.
Eso estaba pensando. Lo recuerdo bien. Exactamente eso, cuando Viviana abrió los ojos. Yo no me moví, se los juro. Yo estaba recostada en la silla, sin zapatos, con los pies al borde de su cama, con el libro sobre las piernas, ida en mis pensamientos. La verdad es que yo estaba allí sin estar estando. Me iba en mi mente. Me bastaba oír en la máquina los latidos de su corazón, para estar tranquila. No necesitaba verla. A fin de cuentas, ella llevaba dos meses en ese estado. Yo le hacía ejercicios, le movía las piernas, los brazos, asistía a la enfermera que la bañaba, le sobaba la cabeza, le hablaba, le leía. Solo cuando llegaba Emir, me salía. Pero él era muy emotivo. Ni quince minutos pasaba junto a Viviana y ya estaba llorando. Me daba pesar. Eran unos lagrimones de hombre los que le salían. Le costaba mucho verla así, pero venía a menudo. Se iba a Washington y el fin de semana no fallaba. Me relevaba sábados y domingos. No es que yo necesitara que me relevaran, pero, bueno, él era el hombre de ella. A veces también llegaba Celeste. A veces, yo tenía que trabajar, pero poco a poco Martina y las demás me relevaron de otras obligaciones. Que yo estuviera con Viviana las tranquilizaba; podían dedicarse a sus cosas sin preocuparse. Y eso era importante. Yo lo tenía muy claro.
Pero, como digo, cuando abrió los ojos, no me moví. Me quedé congelada, esperando. Eran como las tres de la tarde. El sol entraba por la ventana y la luz oblicua sobre la cama no dejaba lugar a dudas de que estaba viendo los ojos abiertos de Viviana. Me moví muy despacio; despacio bajé las piernas y me incliné hacia delante para acercarme. No seas brusca, me dije. Al suave, al suave. Fui aproximándome a su cara, hasta que pensé que la mía quedaba enmarcada en la lente de sus ojos. Le susurré: Vivi, Vivi.
Normalmente, por respeto, yo le llamaba Presidenta, pero me pareció ridículo decirle Presidenta en aquellas circunstancias, así que eso fue lo que dije: Vivi.
Me miró. ¡Ay, Dios mío! Lo que es que alguien que uno quiere lo vea a uno! Tantas personas conozco que jamás, jamás de los jamases ven; que no saben ver. Creen que ven, pero solo se ven a sí mismos, solo buscan su reflejo; pero Viviana me vio.
Fue como si me tocara. Sentí sus ojos recorrer mi frente, las agujas de mi pelo engomado, el arco de iris cejas, mi nariz, mi boca, los aretes en mis orejas. Se van a reír, pero era sensual aquella mirada: me dibujaba como si ella fuera una exploradora descubriendo un continente perdido, como si me lamiera con gusto y regusto. Y yo me sonreí como que me hicieran cosquillas. Le pasé la mano por la frente. Hola, le dije, hola Vivi. Y ella sonrió también. Y también me dijo: Hola, hola, casi sin voz, un hola que intuí más que oí. Su garganta estaría tan seca, pensé. Pero le volví a decir hola no sé cuántas veces, despacio, y ella también, hasta que empecé a oír apenas la palabra formándose en su garganta. Bienvenida, dije después. Y ella sonrió, y yo no cabía en mí de gozo porque sentí que nos estábamos comunicando, que ella estaba allí de cuerpo entero, que sabía que yo estaba allí, que hasta tenía sentido del humor, por la manera en que sonrió cuando le dije "bienvenida".
Le besé la frente, le apreté la mano. Ella me devolvió el apretón. Tenuemente, pero sentí sus dedos enroscarse en los míos. Esperé un rato. No llamé a nadie. Quería ese momento para mí. Era mío; mi recompensa por no dudar que ella regresaría. Sus ojos se movieron. Miró el techo, las ventanas.
Y entonces me atreví a preguntar.
– Sabes quién soy? -musité, temerosa, mirándola a los ojos, dejando que me viera.
– Perfectamente -me dijo.
Perfectamente.
No dijo sí, ni asintió con la cabeza. Dijo esa palabra larga, enredada, enredadísima: perfectamente.
– ¿Quién soy? -le pregunté.
– Juana de Arco -me respondió ronca, la voz pastosa, apenas audible.
Yo sé que no tendría que haberme puesto a llorar, pero qué quieren que les diga; los lagrimones los sentí brotar como si mi cerebro hubiese estado lleno de charcos y pozas esperando vaciarse. Allí a su lado, sentada junto a la cama, me tapé la cara con las manos y sollocé con toda mi alma; dejé escapar la angustia de los dos meses de velarla y lloré sobre todo porque me invadió la plenitud de una felicidad que hasta entonces no conocía, la plenitud de un amor profundo por esa mujer, porque al recuperarla me recuperé a mí misma, porque ella no solo supo quién era yo, dijo que lo sabía Perfectamente. Y eso era más que bueno, era un jubileo, una celebración, una fiesta.
Llamé a los médicos, a Celeste, a Emir, a Martina, Rebeca, Eva e Ifigenia.
En poco tiempo la habitación se llenó de máquinas y doctores. Nos pidieron que esperáramos fuera. En el pasillo nos aglomeramos, abrazándonos, llorando. Era una escena de locura. Emir llamó de nuevo. Tomaría el primer avión, dijo.