E. S.: ¿Qué cuenta, don José?
J. A.: Hay muchos rumores, Ministra, muchas habladurías. Las mujeres andan afligidas y los hombres especulando. Anduve por el hospital. Supongo que usted ya vio la cantidad de flores y candelas que ha puesto la gente. Me recordó lo que pasó con aquella princesa inglesa…
E. S.: La princesa Diana.
J. A.: Sí, esa misma.
E. S.: ¿Y qué ha oído decir?
J. A.: Pues mire las opiniones van desde que la Presidenta se la buscó hasta que si no sería que el magistrado Jiménez la mandó a matar para vengarse… Como el presidente Puertas le concedió la amnistía…
E. S.: Fue una lástima. Si hubiera estado preso cuando yo me hice cargo, sería uno de los que habría puesto en las jaulas de la plaza.
J. A.: Yo no sé, Ministra, si eso de las jaulas le va a resultar.
E. S.: Parece mentira que les haya chocado tanto esa idea a ustedes los hombres. Nunca pensé que armaran semejante escándalo, que salieran con todos esos discursos sobre la "dignidad humana". ¿Cómo es que nunca reaccionan así cuando ven las historias de las barbaridades que les hacen los hombres a las mujeres?
J. A.: Tiene razón en parte… ¿Pero hacerles ese tatuaje en la frente? Muy cruel, Ministra, muy cruel. No les luce a ustedes. Muchas cosas buenas han hecho, pero lo de las jaulas y lo del tatuaje lo que es a mí no me cuadra.
E. S.: Lo del tatuaje es como un sistema de alerta, ¿me entiende? Es chiquito, no es para tanto. Los violadores se merecen eso y más. Que agradezcan que no los castremos. Pero mire, don José, para que entienda, la idea es que los hombres que cometen esos actos de violencia contra las mujeres sean expuestos a la misma vergüenza que pasan las víctimas de una violación. La cárcel es una pena leve cuando uno ha sido testigo del daño psicológico que sufren las personas violadas. Muchas mujeres ni denuncian el crimen por vergüenza. Por eso pensamos que, para los violadores, el tatuaje y exhibirlos en las jaulas es lo más apropiado para el delito. Nosotras sabemos que es una medida muy dura, pero la violencia contra las mujeres es una plaga terrible que necesitamos detener a cualquier precio.
J. A.: Pero es que mire, yo digo una cosa, ¿por qué no tratan por bien? Para mí que la campaña de ustedes funcionó porque ofrecieron algo diferente, ofrecieron eso que todos necesitamos: el cuido de la madre. Tan alegre que era la campaña de ustedes. Un poco loca y eso le daba pimienta; eso le encantó a la gente porque usted sabe que si hay algo en este país es sentido del humor y la gente se lo agarró todo: las abrazaderas, las lloraderas, las cocinaderas, la Presidenta con esas ideas bien aventadas, como poner esa asignatura de Maternidad en los colegios y enseñarles karate a las chavalitas desde chiquitas…
E. S.: Va a ver que en la próxima generación, ya a ninguna mujer la va a apalear el marido.
J. A.: Pero es que si quieren durar no se pueden echar a los hombres encima…
E. S.: Pero don José, solo a los trabajadores del Estado mandamos a su casa, y los mandamos con seis meses de sueldo, y les dimos trabajo en los barrios construyendo escuelas y guarderías…
J. A.: Bueno sí… yo no le voy a venir a decir cómo hacer las cosas a usted.
E. S.: Dígame, ¿no hay hombres contentos? ¿Usted no ha oído a ningún hombre que esté contento?
J. A.: Sí, sí, no le digo que no. Más bien me llamó la atención que no se les armara una guerra después de todo lo que han movido y removido. Tengo un amigo que está feliz con sus hijos, pero el pobre Petronio, por ejemplo, que no tiene hijos, dice que no se explica cómo hizo su mujer para pasar metida en la casa todos los años en que él trabajó y no la dejaba ir a trabajar a ella por celoso. Ahora que ya están viejos los dos, no le importa, pero dice que no haya qué hacer aparte de regar el jardín.
E. S.: ¿No tiene que arreglar su casa, cocinar?
J. A.: No le gusta al pobre.
E. S.: Pues a muchas mujeres tampoco nos gusta y tenemos que hacerlo. Yo, por ejemplo, odio cocinar.
J. A.: Yo tengo suerte porque mi mujer es gran cocinera y goza la cocinada. La tengo que aguantar gorda, es lo único. Mire que yo como y no me engordo. Debe ser porque ando en las calles todo el día.
E. S.: (Ruido de silla deslizándose.) Me tengo que ir a una reunión, don José. ¿Hay algo especial que quería decirme?
J. A.: Es que viera que me gusta hablar con usted. Usted es una mujer muy inteligente. No tengo con quién hablar todas estas vainas que se me ocurren… Pero bueno, pedí verla porque creo que tengo una pista.
E. S.: (Ruido de silla deslizándose.) Soy toda oídos.
J. A.: Una de mis hijas tiene una amiga, Ernestina, que la llamó a su celular el otro día, llorando a mares. La Azucena la fue a ver. La otra le dijo que sabía algo que si no se lo decía a alguien se iba a morir, algo que tenía que ver con lo que le pasó a la Presidenta. Estaba a punto de soltárselo cuando entró el marido. Dionisio, se llama él. Yo lo conozco. Trabaja de mensajero. La mujer le tiene horror porque no sabe las veces que ese hombre la ha dejado malmatada. Cuando estaban recién casados, cada dos o tres meses llegaba la pobre a mi casa buscando auxilio porque el hombre la moreteaba.
Después él se convirtió. Se metió a una de esas sectas que hablan en lenguas. "No llores más", creo que se llama la secta, y se volvió santulón. Aun así le pegaba, pero ya menos. Por lo menos le pegaba y después lloraba y le pedía perdón. Dígame usted. Pero bueno, el caso es que cuando entró el Dionisio a la casa, la mujer se congeló y el marido, que bien conoce a mi hija porque esas dos eran amigas desde chiquitas, le dijo unas locuras, le dijo que había estado viendo a la Virgen, que la Virgen se le aparecía todos los días en el lavamanos mientras se lavaba los dientes, que le lloraba por el país, porque todos se iban a condenar por culpa de las mujeres del pie. ¿Verdad que si se le aparece la Virgen a uno, uno tiene que hacer algo, Azucena?, le preguntó a mi hija. Decile a esta mujer para que deje de estar de tonta.
La Azucena se quedó sin saber qué decir, ni qué entender de todo eso, pero algo le olió mal. Después la Ernestina le dijo que se fuera, que se olvidara de lo que le había dicho, que eran locuras de ella.
Eso era lo que quería decirle, Ministra.
(Materiales históricos)