Petronio Calero

Tenía hambre pero se resistía a ir a la cocina. Sentado en la sala de la pequeña casa, acalorado, miraba el atardecer colarse rojizo por la ventana. Tras la puerta abierta, el pequeño jardín se quejaba doblado sobre sí mismo. Tendría que regar las plantas. Hacía dos días que no les echaba agua. Se les notaba sedientas. Hasta las plantas le hacían reclamos en esa su maldita casa. Había que ver al perro. No bien cambiaba él de posición, el animal alzaba las orejas o se montaba sobre sus rodillas, suplicante. Se miró los pies metidos en las chinelas de hule negras. Qué asco. Él tampoco se había bañado en dos días. No tardaría en llegar su mujer del trabajo y lo encontraría igual como lo dejó, la misma expresión de aburrimiento, la pereza, la desidia. Se enojaría y le mentaría la madre por las plantas y el perro. ¿Cómo se las ingeniaría ella para mantenerse ocupada los años que permaneció en la casa sin ir a trabajar? Porque no tuvieron hijos. La naturaleza no les hizo el favor. Olga no se lo tomó a mal. Tenía espíritu de monja: sacrificada, silenciosa. Hasta en la cama era así. Hacerla echar un suspiro era una proeza. Pero era inteligente. Más inteligente que él. Ahora ganaba más de lo que él nunca había ganado. Vivían mejor. Vivirían mejor, se corrigió, si él se ocupara de la casa, pero lo consumía la pereza. Después de la siesta se iba de ronda por el vecindario. Se le caían encima las paredes, lo agobiaba el silencio. Ni los celos lo entretenían ya. Cuando eran jóvenes nunca dejó que Olga trabajara. ¿Qué iban a decir sus amigos, la gente, si él no podía mantenerla? ¿Pero mis estudios? Soy ingeniera industrial y el país necesita gente preparada como yo. Más te necesito yo. Eso le respondió. Ella lloró unos días pero después se acomodó. Mantenía la casa nítida. Aprendió a cocinar. Ahora le recetaba lo mismo a él: ya ves lo que yo hice. ¿Por qué no aprendés vos a cocinar? Algo aprendió los primeros meses. No era ninguna ciencia, la verdad. No le agarró gusto al oficio, pero aprendió a cocer el arroz, los frijoles, freír plátanos, asar carne. No fue tan difícil al principio. Se ocupó en el barrio. Construyeron aulas, limpiaron los patios, instalaron los techos y los pisos para las guarderías que administraban las madres vocacionales que, en cada cuadra, cuidaban los niños de las que salían a trabajar y no tenían marido. Dos veces a la semana él daba clase en una de las guarderías. Enseñaba el abecé, leía cuentos. Mientras tuvo con quién platicar -y eran incesantes los comentarios sobre los cambios en el país- no le fue mal. Pero últimamente le tocaba estar demasiado tiempo en la casa y no lo soportaba. La soledad, pensar sin ton ni son. No tenía mucho en la cabeza, la verdad. O lo que tenía no le interesaba revisarlo, darle vueltas. Las mujeres al menos, como eran sentimentales, podían pasar horas pensando en sus problemas y en los ajenos, pero a él el silencio lo deprimía. Se levantó. De mala gana salió al jardín, desenrolló la manguera y se puso a regar. En eso estaba cuando escuchó la campana del raspado y vio a José de la Aritmética en lo alto de la calle caminando en su dirección.

– Qué noticias, maestro -preguntó Petronio.

– Sigue en coma.

– ¿Qué pasará ahora?

– Nadie sabe, Petronio, nadie sabe.

– Las otras se sentirán envalentonadas. La Presidenta era la que las mantenía a raya.

– Eso me gustaba de la Presi. No perdía mucho tiempo queriendo contentarlas a todas.

– Sin ella las cosas cambian

– Está por verse. Yo ya me estaba acostumbrando a que mandaran las mujeres, a dejarme querer… -rió José enseñando una hilera de dientes irregulares.

– Yo ya no puedo con el aburrimiento. Mire que me he estado preguntando cómo aguantó mi mujer encerrada en la casa tantos años.

– Tenia su razón la Presidenta pensando que nadie aprende en zapato ajeno.

– Ya aprendí. Ahora lo que quiero es trabajar.

– Caramba, Petronio, has trabajado toda tu vida. ¿Por qué no te relajás?

Petronio pagó el raspado que José de la Aritmética le entregó bañado en el espeso sirope de caramelo. Empezó a lamerlo.

– No sé relajarme -sonrió con una mueca-. Salúdeme a Mercedes.

– Y a doña Olga.

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