Rebeca

Inquieta Rebeca. Había dejado de fumar pero no podía pensar sin tener algo en la boca: papas fritas, nueces, confites. Seguro fue ardilla en otra vida, era el comentario de su secretaria cuando inevitablemente ella y las demás intercambiaban notas sobre las manías de las jefas.

De regreso del hospital, Rebeca no pudo más. Pasó a comprar cigarrillos, se encerró en el despacho y abrió la puerta corrediza para salir al balcón y que el olor no percolara por todo el piso. El balcón estaba situado al frente del edificio, justo sobre la Plaza de la República, pero a esa hora circulaba poca gente por allí, solo las custodias de las jaulas de los violadores. Eran dos reos esa semana. Normalmente se la pasaban sentados en el piso de sus celdas, recogían las piernas y escondían la cara entre las rodillas. Estos, en cambio, estaban de pie. Sacudían los barrotes. Gritaban. Sería que la mala noticia les habría dado ánimos, pensó Rebeca. La cuestionable táctica de Eva había dado buenos resultados. Eso y la vigilancia en los barrios, las luminarias en las calles oscuras. Ningún gobierno hasta entonces se había tomado en serio la nefasta violencia contra las mujeres. Ellas sí. Un dineral habían invertido. Bien que lo sabía porque era la Ministra de Economía o de la Despensa (título menos elegante pero que les gustaba a las demás). A ella era quien le tocaba hacer números, una cualidad para la que estaba extraordinariamente dotada. Desde pequeña, su mente matemática sorprendió a sus maestros. Le encantaban las estadísticas, las proyecciones, jugar con ese universo que tan pocos entendían y que para ella era como un ejercicio de cubos de colores. Por eso ya no le preocupaba que el gobierno se endeudara a más no poder. Ella tenía la certeza de que pagarían la deuda. Las medidas de reconversión puestas en marcha aparecían cada vez más a menudo en las revistas e informes económicos internacionales. Quienes las criticaron por desquiciadas, ahora las elogiaban por audaces. Y es que si uno confiaba en las mujeres los resultados eran sorprendentes. Había sucedido con el microcrédito en todo el mundo. Y sin embargo, a pesar de lo buena paga y responsables que eran las mujeres, los créditos para acceder a la tecnología que les permitiera saltar de la pequeña a la gran empresa no estaban por lo general a su alcance. El gobierno del pie había dado el salto. Lo de las flores había sido un éxito sin parangón. A nadie se le había ocurrido antes hacer invernaderos tanto para aprovechar la tierra como para romper la dependencia del clima. Además, ella no dudó en gestionar dinero para comprar aviones refrigerados, porque, claro, flores sin refrigeración ni aviones no servían de nada.

Eran hermosísimos los plantíos. La idea fue el resultado de la inspiración que le sobrevino cuando Viviana habló de exagerar lo femenino. ¿Qué más femenino que las flores? Y se metió a estudiar el negocio. Con su instinto, sus números, unos viajes y los libros que engulló, convenció a las demás y puso en marcha el plan. Y a eso le juntó lo de los granos, la autosuficiencia alimentaria del país, vinculó una cosa con la otra y bueno, no era perfecto, pero hasta ahora no se cumplían los vaticinios de los pájaros de mal agüero. También se había metido a desarrollar el turismo basado en el camping porque la falta de dinero para hoteles, limpiar y acondicionar predios para acampar había funcionado y sirvió, además, para que otro gran grupo de hombres encontrara qué hacer. Con esos tres proyectos, más el del oxígeno, estaban provistas de lo suficiente. Claro que su sueño era vender todos los cacharros del ejército. Eso era una mina de oro esperando que ella la explotara. Rebeca expelió una larga bocanada de humo y apagó el cigarrillo con el zapato. Recogió la chiva y la metió en la bolsa de su chaqueta. Miró su reloj. Faltaba media hora para la cita con el Embajador de España. Bajaría a la guardería a jugar con sus gemelos. Jugar con sus hijos era uno de los mejores antídotos para la angustia. Ignacio, su marido, vivía encerrado en su mundo. No la veía más que como un espejo donde él se reflejaba. Era narcisista a más no poder. Lo de ella le preocupaba solo cuando afectaba la proyección de ellos como pareja y como familia. La trataba como una prolongación de su imagen y por eso cuando, tras los meses de campaña, ellas ganaron, olvidó las disputas y reclamos e hizo su papel de marido orgulloso. Sin embargo, el rol de consorte empezaba a cansarle. La luz cenital ya no caía sobre él y poco tiempo pasó antes de que extrañara y resintiera no ser el centro de atención. ¿Por qué no lo dejaba?, se preguntó. El que venga tendrá otros defectos, era su filosofía. Mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. Por el momento no tenía tiempo que dedicarle a un divorcio.


Desde la plaza, Azucena, hija de José de la Aritmética, ahora miembro del cuerpo policial de turno en la vigilancia de los violadores, vio a la mujer alta, pelo corto oscuro y liso, vestida de blanco, retornar a su oficina. La reconoció. Rebeca de los Ríos, la ministra de la Economía: cejas tupidas, ojos muy oscuros y una pequeña nariz con la punta respingada. ¿Quién podía culparla de que fumara en esos días? Toda la gente andaba nerviosa con la noticia de la Presidenta en coma. Los reos en las cárceles, hasta los violadores, desde que supieron la noticia estaban sobrexcitados. Para alguien como la Ministra tendría que ser peor el asunto.

Para colmo, las eróticas habían eliminado el puesto de vicepresidente y dispuesto que, en caso de muerte o incapacidad de la titular, gobernara interinamente un consejo cuya función primordial sería la de convocar a nuevas elecciones en el menor tiempo posible. La presidenta Viviana había dicho, y con razón, que al cargo más alto de la nación no debía llegarse por accidente o por herencia, y que mantener a una persona calificada en un cargo como la vicepresidencia era un desperdicio. El problema ahora, ante la incertidumbre de si la Presidenta se recuperaría, era que no se podía convocar a nuevas elecciones. No quedaba más que esperar.

Azucena admiraba la facilidad de Rebeca para explicar asuntos enredados. Se preguntó si sería de ella la idea de reunir a la gente más rica con la más pobre del país. Aunque era Viviana quien presidía las reuniones, la idea tenía el sello de la Ministra. Ella recordaba lo impactante que había sido ver frente a frente sentadas a ambos lados de una larga mesa, a las diez mujeres más ricas y a las diez mujeres más pobres de Faguas. Por turnos, cada una de ellas, a pedido de la Presidenta, había contado su vida y platicado sobre lo que hacía durante el día. La mejor telenovela no le llegaba a los cuentos que se oían en esas reuniones. Curiosamente, estar en la televisión en vez de cohibir a las mujeres, les soltaba la lengua. Impresionaba que en el mismo país se dieran diferencias tan marcadas, pero más impactante era comprobar semejanzas que uno jamás hubiera imaginado. "La pobreza y la riqueza tienen dueño -había dicho la Presidenta-. Los ricos tienen que verle la cara a la gente pobre, saber cómo se llaman, oír sus historias; y los pobres también tienen algo que aprender de los ricos porque no todas las fortunas se hicieron de la nada. Hay ricos que fueron pobres y trabajaron o trabajan para tener lo que tienen". Algo por el estilo dijo en el discurso. Azucena no lo recordaba al dedillo. Después de varios careos históricos, sin embargo, los ricos se corrieron y encontrar quién aceptara serlo e ir al programa se volvió casi imposible. Era una lástima. Se quedaron, como siempre, solos los pobres contando sus cuentos.

Azucena trabajaba en las Unidades Especiales creadas para lidiar con abusadores, violadores y la violencia doméstica. Los hombres maldosos, jayanes, cobardes, ya no se podían ensañar con las mujeres de su casa, por lo menos. Los gobiernos antes cambiaban cosas que no se veían, que solo entendían los economistas, pensó, pero estas nos están enseñando a vivir distinto.

Rebeca estaba por salir de la oficina, cuando sonó el teléfono. Era Eva.

– Rebeca, hay una enorme manifestación de mujeres frente a mi oficina. Tenés que venir.

– ¿Qué quieren?

– "Justicia", dicen los cartelones, y ellas corean "prisión para el matón".

– No puedo ir, Eva, estoy esperando al Embajador de España. Los clientes españoles están preocupados porque se atrasó el último pedido de flores y por lo que irá a pasar ahora. Necesito darles confianza.

– Bueno, bueno; lo mío no es más que ganas de compartir esto con vos. Voy a salir a hablarles a las mujeres. Yo estoy encantada, reivindicada. Ya era hora de que sucediera esto.

– Contáme más -pidió.

– Es lindo -le dijo, claramente emocionada-. Es una muchedumbre. No veo hasta dónde llega la multitud, pero son muchas. Tiene cartelones: "¿Quién hirió a Viviana? Que pague". "No queremos violencia". "Eva, hacé tu trabajo"… y cosas por el estilo.

– Pero no hay ninguna pista aún…

– Tengo intuiciones que voy siguiendo, pero nada concreto.

– ¿Le avisaste a la Ifi?

– Están todos los medios; unos filmando la marcha y otros aquí afuera queriendo entrevistarme sobre la investigación.

– Buena suerte, hermanita, me tengo que ir, ya vino el Embajador -Rebeca vio a Sara, su secretaria, haciéndole señas en la puerta del despacho.

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