La noticia

José de la Aritmética despertó de madrugada de una noche inquieta de sueños complicados. Entró y salió del sueño varias veces hasta que los gritos de Mercedes lo sacaron de la modorra.

– José, vení, la Presidenta está viva. Lo están anunciando en la tele.

Saltó de la cama en calzoncillos. En la televisión Ifigenia Porta, la Ministra de Información, estaba de pie al lado del médico que leía el reporte sobre la situación de la Presidenta.

"La presidenta Viviana Sansón sufrió dos heridas por proyectil de arma de fuego. Los proyectiles, disparados a media distancia, afectaron el cráneo y el abdomen. A su arribo al Hospital de Salud Integral, fue llevada de inmediato al quirófano. En la cavidad abdominal se identificó una herida perforante de arma de fuego que causó una grave laceración del bazo, por lo que hubo que practicarle una esplenectomía, o sea una extracción urgente de este órgano. El segundo proyectil causó laceración del cuero cabelludo y atravesó el hueso frontal del cráneo, alojándose en la zona occipital. El impacto causó un coágulo que fue removido exitosamente. Para evitar la descomprensión de la masa encefálica se le practicó una craneotomía. La paciente se encuentra en la. Unidad de Cuidados Intensivos en estado de coma, con ventilación asistida y soporte completo. Dado que el proyectil no afectó directamente la masa cerebral, existe la posibilidad de que la Presidenta recupere sus facultades. Sin embargo, por el momento, su estado es crítico y su pronóstico incierto".

José escuchó en silencio. Cuando el médico terminó, Mercedes y él se miraron. Ella se persignó. Santo Dios, Santo Fuerte -dijo-. Bendito sea que no se murió.

– Me parece que está muerta en vida -dijo José de la Aritmética-. No me gusta eso de la coma. De la goma de las borracheras uno siempre se levanta. Hay que ver lo que hace una letra de diferencia -suspiró.

– Alegrémonos de que está viva, José; mientras hay vida, hay esperanza.

– Es verdad. Y me alegro. Te digo que ni yo mismo sabía cuánto cariño le había agarrado a esta Presidenta. Muy cierto que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde.

No lo dijo, pero no lograba quitarse de la mente la expresión de Viviana cuando yacía en el suelo. Los ojos abiertos, asustados, la mano de ella aferrada a la manga de su camisa como si se estuviera hundiendo en un pozo.

– Alistame los siropes para irme. Voy a ir a ver si me gano el día.

– A andar de curioso es a lo que vas -dijo Mercedes-, como que no te conociera.

– Es mi trabajo -sonrió-. Ya me ascendieron.

Salió a la hielera donde guardaba los bloques de hielo, les echó agua para despegarlos y, con las pinzas en forma de tijeras curvas, alzó uno y lo dejó caer, con cuidado de no quebrarlo, dentro del carrito. Claro que era curioso, pensó, sonriendo por el comentario de Mercedes; ser curioso era estar vivo. Él no sería ilustrado, pero le encantaba observar a la gente. ¿A vos no te gustan las telenovelas pues?, le decía a Mercedes. Pues yo veo telenovelas en vivo, en la calle. Uno pasa con suficiente frecuencia por un lugar y se va enterando de la vida de la gente, agarra las señas de sus idas y venidas y ve cómo acaban las cosas. Él no era fisgón, pero preguntaba, y cuando uno sabía preguntar, averiguaba hasta más de lo que quería saber.

La mañana era fresca. No era buena hora para vender raspado, pero calculó que hacia mediodía, la hora del calor, estaría llegando cerca del hospital donde, según la televisión, había mucha gente aglomerada. Saludó a las parejitas de muchachos y muchachas escolares que iban bañaditos y limpios a tomar el autobús. Tendrían trece o catorce años, porque en el gobierno de las eróticas los niños se quedaban en las escuelitas de los barrios hasta los doce años. Aprendían a leer y a escribir y el resto del tiempo lo pasaban haciendo lo que más les gustara, cualquier asignatura. A saber cómo iba a resultar. Él había oído a la española que era la Ministra invitada de educación echándose un discurso sobre por qué ese método de autoeducación era lo más nuevo. Los mismos niños decidían lo que querían aprender y no sentían que los empujaban a hacer esto o lo otro. Los chavalos podían hasta regresar a sus casas para ayudar al papá o la mamá. Así decía la Ministra. Él recordaba las escuelas sin pupitres de su tiempo, el calor, el aburrimiento. Tenía diez años cuando su mamá se lo llevó a trabajar con ella. Con leer y escribir tuvo que conformarse. Lo demás se lo enseñó la vida. Pero sus hijas sí habían ido a la escuela. Y él se alegraba de haberlas mandado a pesar de la rebeldía de más de una de ellas. Azucena nunca fue buena estudiante, pero era atlética y por eso se hizo policía. Cada chavalo era un mundo y por eso quizás tenía razón la Ministra. Él siempre pensó que era demasiado tiempo el que pasaban en la escuela los niños, cuando en su casa había tantas necesidades. Ahora solo iban al colegio con formalidad de los doce a los dieciocho y era obligatorio mandarlos. Aparte de las asignaturas como gramática y ciencias, recibían clases de "maternidad", fueran hombres o mujeres. Los varones salían duchos en cambiar pañales, sacar erutos, chinear y cuidar cipotes. Les enseñaban que no tenían que pegarles a los hijos y un montón de cosas de esas de sicólogos. No era mala idea.

A él le gustaba el sistema de la Presidenta. Era distinto por lo menos. Allí en el barrio el gobierno les había ayudado pero también los puso a trabajar. Ellos mismos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, construyeron la escuela, las guarderías, el comedor comunal y rellenaron las calles con piedrín. A los que antes eran empleados públicos les venían bien esos trabajos para bajar las barrigas y además sentirse parte del resto. Los más letrados daban clases y alfabetizaban. En el barrio tenían meses, además, de no pagar por el agua porque la labor de limpieza en que se habían afanado bien que dio resultado y ganaron mes a mes los concursos que los premiaban con el servicio gratuito. Ahora los chavalos andaban con palos con un clavo en la punta recogiendo papeles. Las mamás los mandaban a hacer eso apenas llegaban de la escuela. Uno no se daba cuenta, pensó José sonando su campana, de la diferencia que hacía un lugar limpio hasta que lo tenía. La Presidenta había insistido tanto en aquello de la limpieza de las calles porque decía que la suciedad de afuera hacía más fácil vivir con la suciedad de adentro, la suciedad del alma que por tantos años les había hecho perder el norte de la honradez y no tener escrúpulos para aprovecharse del prójimo. Él nunca pensó que una cosa tuviera que ver con la otra, pero tenía que admitir que era cierto: ver las calles limpias y vivir en un barrio sin basura le cambiaba la mente a uno; hacía que dieran ganas de superarse, de vivir más bonito, de arreglar los andenes, las cunetas, los minúsculos jardines. Eso de creer que los hombres no tendrían nada que hacer si dejaban de trabajar en el Estado bien pronto se había disipado. Hilario, su amigo, que antes era policía, hasta le llegó a confesar que sin esa medida de la Presidenta, él jamás se habría percatado del gusto que le daba ver crecer a sus hijos de cerca. Ni se lo digas a nadie, pero es la pura verdad, le advirtió. A varios les pasaba. José se preguntaba si no les pasaría a más de los que se atrevían a admitirlo. Era incómodo, la verdad, aceptar que aquella revolución de las mujeres bien que daba frutos. No fuera a ser que se les subiera a la cabeza. Para él, que mandaran ellas no era el fin del mundo. Las mujeres tenían su gracia para hacer las cosas. Les costó a todos los machos verlo al principio, pero poco a poco el tal felicismo había ido pegando. Tal vez las eróticas hasta volvían a ganar si la Presidenta no mejoraba y había que elegir gobierno nuevo.

Él recordaba los disturbios cuando mandaron a los hombres a sus casas. El desalojo de los varones empezó como al mes o dos de instalado el nuevo gobierno y los sorprendió a todos. Aunque solo se aplicó a los empleados del Estado y cada uno recibió, en reconocimiento a los servicios prestados a la nación, el salario equivalente a seis meses de trabajo, la conmoción fue mayúscula. En los ministerios más machos, como el de Defensa y del Interior, algunos cabos y sargentos intentaron alzarse en armas. Sin embargo el amago de rebelión no prosperó. Las generalas que dejara en el ejército una fenecida revolución tomaron las riendas del desorden, les quitaron las armas y los forzaron a cumplir el mandato de la Presidenta. Los soldados salieron de sus cuarteles desarmados, vestidos de civil, sin más mando que el de cualquier cristiano. Pasaron meses antes de que se reorganizaran las fuerzas públicas con el montón de mujeres que se metieron a policías, entre ellas Azucena. Pero bueno, ya los tranques del tráfico, la robadera que se desató y los reclamos de los militares iban cediendo. A las mujeres policías, con la cooperación del gobierno coreano las entrenaron como karatekas y además las suplieron con unos aparatos extraños que electrizaban, tasers se llamaban, donados por Suecia, Finlandia, Alemania y Estados Unidos. Los chinos, por su parte, según se decía, contribuyeron con aerosoles, gases inmovilizadores y dardos tranquilizantes. Buen susto se llevaron los pendencieros que creían que con ser más grandes que ellas iban a poder desobedecerles. Eva Salvatierra, que tenía de ingenio lo que le faltaba de corpulencia, logró con esos aparatos crear una fuerza pública eficaz. (No le había fallado sino hasta el atentado, pero como dice el refrán, al mejor mono se le cae el banano.)

Instalado en las aceras de las diferentes dependencias ministeriales, con su carrito de raspado, José de la Aritmética vio a los hombres llorar al despedirse de sus oficinas, sus secretarias y los vehículos del Estado que tan acostumbrados estaban a considerar suyos y usar para sus paseos domingueros. Mientras por una puerta salían los hombres, por la otra, en cada edificio público, entraban las mujeres que se ofrecieron para sustituirlos. Eran muchas, según se enteró él, las que a pesar de los títulos universitarios que tenían, apenas habían trabajado un año o dos antes de casarse. Apenas parían e incluso antes, los maridos las recluían en las casas. Era como vergonzoso para la mentalidad de ellos que la mujer trabajara. No era su caso. Para él, Mercedes era su socia. Si ella no hacía los siropes del raspado, él no tenía nada que vender más que hielo. Pero claro, no era lo mismo trabajar los dos en la casa que, de pronto, verse sin mujer que lavara, cocinara y planchara, todas esas cosas que la Presidenta insinuó que tendrían que hacer los varones y a las que ella llamó "responsabilidades familiares". Nadie se engañó. Los hombres no eran ningunos dundos, aunque estuvieran adundados por la falta de la tesoterrona. Por seis meses, nada menos, ellos tendrían las responsabilidades de ellas, según lo dispuesto por la Presidenta en una decisión inapelable.

Buen negocio hizo él en esos días porque ciudadanos y ciudadanas de oficios varios que laboraban en las cercanías de cada ministerio u oficina pública se aglomeraron en las aceras a presenciar aquel trasiego de puestos y a comer sus raspados. Él los oía hablar. No se ponían de acuerdo más que en el pasmo ante aquella extraña disposición, un experimento totalmente nuevo en la historia del país que, por su misma audacia, les paralizaba el entendimiento. Quiero que me den al menos el beneficio de la duda, pidió la Presidenta. El país había sido víctima de la catástrofe de una ristra de gobiernos corruptos e ineptos, explicó en la comparecencia donde anunció las medidas extraordinarias de su flamante gobierno; por lo mismo ella, con la venia que los votos de la mayoría le dispensaban, se veía en la obligación de agarrar fuerte el timón y poner manos a la obra de inmediato para enderezar el rumbo de aquella nación que navegaba como barco a la deriva. La Presidenta había sido muy gráfica explicando con metáforas deportivas por qué iban a descansar de los hombres por una temporada. Dijo que era como cuando en el béisbol había jugadores que se quedaban en el dog out. Las mujeres necesitaban que los hombres se quedaran en él temporalmente, porque aquel partido lo tenían que pichar, batear, cachar y correr las mujeres.

El país por esos días se vio invadido por una batería descomunal de periodistas extranjeros que con sus flashes y equipos corrían de aquí para allá fotografiando a los servidores públicos al salir de sus oficinas cargados con las fotos de los hijos y las esposas, las bolas de béisbol firmadas por sus peloteros favoritos, los calendarios, las gorras, las tazas de café y cuanta parafernalia personal contenían sus recién desalojados escritorios. Ninguno de los periodistas fue mejor testigo del cambio que José de la Aritmética. Sonando su campana o cepillando el hielo, escuchó comentarios que iban desde el "Qué le vamos a hacer, hermano, a lo mejor ellas tienen razón y nos caen bien estas vacaciones", hasta los que se las daban de importantes diciendo con rabia: "Quiero verlas solitas, no les doy ni una semana" o los que exclamaban: "Es lo que le faltaba a este país, que nos volviéramos locos. Solo eso nos faltaba, pasar de la corrupción a la locura".

A José de la Aritmética el espectáculo le recordó viejas imágenes de guerras y catástrofes. Pero bien claro estuvo de que estos nuevos desempleados se iban a su casa con sueldo y promesas de otro trabajo en pocos meses. No tenían tanto de qué quejarse. A fin de cuentas, qué más querían que estar todo el día en sus casas, con sus hijos, en shorts y chinelas de hule.

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