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Los dos forenses y el antropólogo del Instituto de Medicina Legal de Rouen habían trabajado todo un día y una noche, y las autopsias prácticamente habían concluido cuando Sharko llegó al Instituto de Medicina Legal, a la mañana siguiente, ávido de plantear sus preguntas. Más adelante, en Nanterre, posiblemente habría que enfrascarse en la lectura de los centenares de páginas técnicas que saldrían de aquellas oficinas, así que era mejor estar informado y lograr que le explicaran a uno el máximo de cosas.

Más adelante… No tenía una prisa especial por regresar, aunque moverse por aquellos edificios consagrados a la muerte no fuera algo agradable. Le volvían a la memoria muchos recuerdos violentos, muchos crímenes sin respuesta, demasiados. Un niño hallado muerto en el fondo del Sena. Prostitutas degolladas en habitaciones sórdidas. Mujeres, hombres, apaleados, lacerados, cortados a pedazos, estrangulados… Dramas que habían sacudido su existencia y le habían empujado a funcionar a base de pastillas de Zyprexa.

Y, sin embargo, allí estaba. Allí y en aquel momento.

Antes de encontrarse con el forense se dejó atrapar por el especialista de huesos y dientes, el doctor Pierre Plaisant. El médico estaba a punto de marcharse a una conferencia sobre las caries de Lowenthal, específicas de los heroinómanos. Ambos intercambiaron unas palabras banales antes de entrar en el meollo del asunto.

– Los huesos son bastante reveladores. ¿Cómo lo quiere? ¿Simple o complicado?

Plaisant era alto y delgado, de unos treinta años. Un cerebro brillante bajo una frente alta y lisa como una peladilla. Detrás de él se extendían las radiografías de los cuerpos, ramificaciones de huesos comidas por los rayos X.

– Da lo mismo. Dígame lo suficiente para ahorrarme tener que tragarme las cincuenta páginas de detalles técnicos que me entregará Péresse.

El doctor condujo a Sharko junto a las superficies de trabajo graduadas: mesas de acero inoxidable con reglas longitudinales y transversales para medir los huesos, sobre las que reposaban cuatro esqueletos parcialmente reconstituidos. En aquella sala que más parecía una cocina que un laboratorio reinaba un olor a tierra seca y detergente. Los restos habían sido tratados al baño María para despegar las partes blandas.

– El quinto cadáver, el mejor conservado, le espera en la sala de autopsias antes de ir al frigorífico.

Tomó un lápiz y lo introdujo en la espina nasal anterior del esqueleto a su izquierda, el más pequeño.

– La punta del lápiz toca el mentón. Los zigomáticos son prominentes, la cara es plana y redonda. Probablemente se trata de un mongoloide. Los otros cuatro son caucásicos.

Primera buena noticia, la presencia de un cadáver asiático facilitaría la búsqueda en los archivos informáticos. Plaisant dejó el lápiz en la nariz del muerto, tomó un cráneo hendido, lo apoyó sobre las mandíbulas y lo empujó adelante y atrás. Comenzó a oscilar.

– El de los hombres siempre hace ese balanceo. El cráneo de las mujeres, por el contrario, no se mueve. Un cerebro demasiado pequeño -dijo con una sonrisa-, es broma…

Sharko mantuvo impasible el rostro, sin ganas de reír. Había pasado una noche agitada debido al ruido del tráfico y al zumbido de una mosca a la que había sido imposible aplastar. El doctor se dio cuenta de que su pulla jocosa no había caído en gracia y se puso serio.

– Lo he verificado con las pelvis, es más fiable. En todas las etnias, el hueso que arranca de la cresta del pubis está más alzado en las mujeres. Todos los sujetos son de sexo masculino.

– ¿De qué edad?

– A eso iba. Visto que no tienen dientes, me he basado en la unión de las suturas craneanas, las degeneraciones artrósicas de las vértebras y, sobre todo, el borde esternal de la cuarta costilla…

Sharko señaló de repente con el mentón hacia la cafetera.

– ¿Me ofrece uno? Esta mañana no he desayunado y este olor me está provocando náuseas.

Interrumpido en su discurso, Plaisant permaneció unos segundos sorprendido y se dirigió al rincón del laboratorio. Habló de espaldas, sin darse la vuelta:

– Tenemos suerte con estos sujetos. Cuanto más jóvenes son, más se reducen los márgenes de estimación. Pasados los treinta años se vuelve más difícil. Para la edad, nos basamos en la fase sinfisaria del pubis. En los adultos jóvenes, esa parte es muy rugosa, con crestas y surcos profundos. Luego los…

– ¿De qué edad?

El café comenzaba a brollar, la cafetera ronroneaba. Plaisant regresó junto a los esqueletos.

– Todos estos hombres tenían entre veintidós y veintiséis años en el momento de la muerte. Por lo que respecta a la talla y otros detalles antropométricos, lo verá en el informe.

El comisario Sharko se apoyó en la pared. Unos individuos jóvenes, todos de sexo masculino. Tal vez aquello fuera un criterio importante, de elección, para el asesino. ¿Era de su misma generación? ¿Los frecuentaba? ¿Dónde? ¿En la universidad, en un club deportivo? El policía señaló con el dedo hacia medio cráneo en el que aparecía, hacia el occipucio, un agujero rodeado de pequeñas fracturas.

– ¿Muertos por bala?

El antropólogo cogió una aguja de punto.

– Muertos o heridos, aunque para estos cuatro la opción que prima es la de muertos por bala. El quinto probablemente sólo estaba herido en el hombro, ya lo verá con el doctor Busnel.

Con su aguja, señaló la columna vertebral del asiático.

– A éste le dieron en la espalda. Tiene la cuarta vértebra estallada por detrás. A estos dos parece que les dispararon y les mataron de frente. Algunas costillas están fragmentadas, es probable que la bala rebotara antes de alcanzar algún órgano vital. Mi colega de radiografía las pasará por el escáner para hacer una reconstrucción en 3D y tratar de reproducir los puntos de entrada y de salida de los proyectiles. Pero no será fácil, a la vista del estado. En cuanto al último… Le mataron de un tiro en la cabeza. El proyectil ni siquiera salió por la parte anterior.

Sirvió el café en dos tazas y ofreció una a Sharko, que miraba los cuerpos sin moverse. No había coherencia alguna en la manera en que habían sido eliminados aquellos hombres. De espaldas, de frente, en la cabeza… No había ritual y la masacre parecía desorganizada mientras que la ocultación y la deshumanización de los cuerpos daban muestra de gran maestría. ¿De qué podía tratarse? ¿Una ejecución? ¿Un ajuste de cuentas? ¿El resultado de un enfrentamiento?

Sharko se mojó los labios con café.

– ¿Y supongo que no se han encontrado las balas?

– No, ni en los organismos, ni en el lugar donde fueron hallados. Las recuperaron todas y a veces de manera brutal. Dan prueba de ello las costillas descuartizadas en uno de los esqueletos.

En el fondo, Sharko esperaba aquella respuesta.

El asesino había hecho gala de su voluntad de llegar hasta el escalofriante final, borrando cualquier pista. No había manera de recurrir a balística y de tratar de dar con el arma.

– ¿Algún fragmento de proyectil?

Las balas sin blindar siempre dejan fragmentos, rastros en forma de cola de cometa o de tempestad de nieve.

– Absolutamente nada… Probablemente se trataba de balas blindadas.

De hecho, para Sharko no era una revelación. La mayoría de las municiones clásicas eran de aleación, macizas y no huecas y de plomo como las de algunos rifles de caza. El comisario se mesó los cabellos cortados a cepillo. Quería otra cosa, un medio de seguir una pista seria, palpable, pero recordó que no era más que un simple espectador. Sólo debía averiguar la psicología, los motivos del asesino. No se dejaría arrastrar por los demonios de la investigación sobre el terreno.

– ¿Cuándo murieron?

– Eso es más complejo. El campo raso siempre nos crea problemas de estimación. Depende de la humedad, de la profundidad, del pH y de la composición del suelo. Allí la tierra es particularmente ácida. Visto el estado de esos cuatro tipos, diría que entre seis meses y un año. Es imposible ser más preciso.

Era lo mismo que si dijera en la Antigüedad.

– ¿Los mataron al mismo tiempo?

– Eso creo. El entomólogo halló pocas pupas de moscas domésticas sobre los cadáveres, de la primera cuadrilla. Eso significa que los cuerpos fueron enterrados uno o dos días después del fallecimiento. Seguramente los transportaron hasta ese lugar.

La parte intacta del cerebro de Sharko ya rumiaba los datos. Habría que revisar el archivo de desapariciones desde otro ángulo, aplicando más un criterio de fecha que de geografía. El antropólogo prosiguió su explicación:

– Creo igualmente que fueron dos personas diferentes las que trabajaron sobre los cuerpos tras la muerte. El que serró los cráneos y… el que se ocupó de las manos y de los dientes.

Le tendió una lupa al policía.

– Los cráneos fueron cortados con precisión quirúrgica. Se trata, según las evidencias, de una sierra Streker o similar, utilizada en medicina forense y en cirugía. El gesto es profesional. Puede comprobarlo con la lupa, hay unas estrías características.

Sharko cogió la lente de aumento y la depositó sobre la mesa sin utilizarla.

– Profesional… ¿Alguien del gremio?

– Alguien acostumbrado a serrar. El punto de inicio, por ejemplo, coincide exactamente con el punto de llegada, y puedo darle fe de que no es fácil hacerlo sobre una estructura circular. En cuanto al gremio, tanto podría ser el de los forenses como el de los leñadores.

– Si quiere que le diga mi opinión, no veo yo a un leñador cortando robles con una sierra de cirugía. ¿Y en cuanto al otro posible individuo?

– Los dientes fueron arrancados brutalmente, aún había raíces en el hueso alveolar. Se hizo con alicates. Y por lo que respecta a las manos, se hizo con un hacha. Si se tratara del mismo autor, habría mayor rigor y seguramente hubiera utilizado la sierra.

Se miró el reloj y depositó la taza junto a la cafetera, que apagó.

– Lo siento, pero debo dejarle. Lo tendrá todo en…

– ¿Los cerebros fueron extraídos?

– Sí, de lo contrario hubiéramos hallado restos de líquido raquídeo o de duramadre, que está hecha de fibras de colágeno que hubieran resistido un año bajo tierra. También les quitaron los ojos.

– ¿Los ojos?

– Figura en el informe. La tierra hallada en las cavidades oculares no presentaba resto alguno de fluidos, como el humor vítreo. Por lo demás, vaya a ver al doctor Busnel, en el sótano. He pasado la noche sin dormir y, si me lo permite, por lo menos iré a darme una ducha antes de mi conferencia.

Los dos hombres se despidieron en el pasillo. Sharko se dirigió a las escaleras sin haberse repuesto aún de la impresión que le habían causado aquellas revelaciones. En su cabeza se dibujaba ya un primer esbozo posible que partía de dos pistas opuestas. Por un lado, el asesinato por bala y la disimulación dejaba entrever una ejecución: unos tipos intentan huir o atacar y se les mata y se les hace desaparecer de manera «profesional». El entierro profundo, en sí mismo, es un método excelente, como el fuego o el ácido. Por otro lado, estaba esa historia de cerebros y ojos extraídos, que orientaba el análisis hacia un proceso ritualizado, perfectamente controlado, que exigía sangre fría y una buena dosis de sadismo. Cinco cadáveres hacían pensar de inmediato en una serie o en un crimen en masa… pero ¿con dos asesinos? En resumidas cuentas, en cualquier caso se trataba de algo fuera de lo común. Sharko se dijo a sí mismo que no había que dejar de lado ninguna pista respecto al móvil del asesino o de los asesinos. Sobre la faz de la tierra existen individuos suficientemente perturbados como para asesinar a gente y luego devorar el interior de sus cráneos a cucharaditas.

El comisario llegó a la morgue. Al fondo, una puerta acristalada daba a una lámpara cielítica. En un Instituto de Medicina Legal, la sala de autopsias siempre es fácil de encontrar. Basta con seguir el olor, omnipresente. Cuando llegó Sharko, el doctor Busnel rociaba con agua el suelo alicatado. El policía parisino se quedó en la puerta. Esperó a que el hombre se diera cuenta de su presencia y se le acercó.

– ¿Es el comisario Sharko, de París?

Sharko le tendió la mano. Un apretón sólido.

– Veo que el comisario Péresse ha hecho circular la información correctamente.

– Llega usted después de todos los demás, y debo confesar que me aburre tener que repetir las cosas. Ya llevo dos días con lo mismo. Estoy muy cansado, están los informes y…

Sharko señaló una mosca, sobre la sábana verde que cubría el cuerpo.

– También había una mosca en mi hotel. Y, sin embargo, aquí está refrigerado. Nada las detiene.

Tengo aversión a los insectos, sobre todo a los que vuelan.

Busnel hizo ostensible su malestar. Se dirigió a la mesa y levantó la sábana.

– De acuerdo. Acérquese, por favor, y acabemos cuanto antes…

El comisario contempló el agua que se filtraba plácidamente en un canal. Se acercó lentamente, como si anduviera pisando huevos.

– Voy con cuidado por mis zapatos. Son de piel de Córdoba y…

– ¿Hablamos del tipo mejor conservado, por favor? Supongo que mi colega antropólogo ya le habrá informado.

– Sí, por supuesto.

Busnel era un buen mozo, cercano al metro noventa. Con su rostro cuadrado y su nariz achatada hubiera podido formar parte de un equipo de rugby. Sharko dirigió la mirada al fiambre. Ante él apareció una entidad indescriptible, un magma de carne, de tierra, de huesos y ligamentos. Estaba tan deshumanizado que ya ni siquiera impresionaba. A aquél también le habían cortado el cráneo.

El forense señaló el hombro izquierdo.

– Éste es el lugar donde recibió el proyectil. Salió por detrás del deltoides. A priori, ésa no es la causa de la muerte, y digo a priori puesto que dado el estado de degradación no tengo medio alguno de definir con precisión la causa de la muerte.

Busnel señaló a continuación la parte descarnada en los brazos, las muñecas y el torso.

– Esas zonas fueron despellejadas.

– ¿Con qué instrumento?

El doctor se volvió hacia una mesa y tomó un frasco cerrado. Sharko entrecerró los ojos.

– ¿Uñas?

– Sí, estaban clavadas en la carne. Los análisis lo confirmarán, pero me parece que se trata de sus propias uñas. Uñas del pulgar, del índice y del corazón de la mano derecha.

– El tipo se arañó a sí mismo antes de morir.

– Sí, y con tanta fuerza y violencia que es inconcebible. El dolor debía de ser insoportable.

El policía sentía cada vez más que nadaba en aguas turbias. Aquellos descubrimientos eran más jugosos de lo que había imaginado.

– Y… por lo que respecta a los otros cadáveres…

– Es más difícil de decir, visto su estado. Creo que también fueron despellejados en algunas zonas, como los hombros, las pantorrillas, la espalda. Pero no con las uñas. Las marcas son nítidas, regulares y, sobre todo, profundas. Como las producidas por un cuchillo o un instrumento cortante. Es una técnica clásica entre los que tratan de hacer desaparecer tatuajes.

Señaló de nuevo las uñas.

– A cualquiera se le puede obligar a mutilarse encañonándole con una pistola en la sien. La cuestión es saber por qué.

– ¿Me dará las fotos?

– Las tiene junto al informe. Pero créame que no son muy bonitas.

– Siempre he confiado en los forenses.

El médico señaló con una inclinación de cabeza hacia una mesita sobre la que reposaba una bolsita transparente.

– También tenemos eso, un minúsculo fragmento de plástico verde que encontramos bajo su piel, entre el cuello y la clavícula.

Sharko se aproximó a la mesita.

– ¿Tiene idea de qué es?

– Es cilíndrico y agujereado en el centro. Probablemente se trate de un resto de catéter subcutáneo utilizado en cirugía.

– ¿Con qué objeto?

– Lo veré en detalle con un cirujano, pero si recuerdo bien, hay un montón de posibilidades. Tal vez se trate de una cánula implantable utilizada para verter productos de quimioterapia, por ejemplo. Pero también se utiliza como vía central, para evitar tener que pinchar al paciente varias veces. Los análisis tóxicos y de las células deberían decirnos más cosas. ¿Acaso sufría una enfermedad? ¿Tal vez un cáncer?

– ¿Más cosas?

– No que yo sepa. Lo demás son tecnicismos médico-forenses que no le interesarán. Por otra parte, tomé unas muestras del psoas para el ADN de cada individuo. Dado que les habían afeitado el cráneo, son los pelos púbicos los que están en manos de los muchachos de la tóxica. Ahora les toca trabajar a ellos. Y esperemos que eso nos ayude a conseguir una identificación, puesto que de lo contrario este asunto será interminable y sumamente complejo.

– Ya lo es, ¿no cree?

El forense comenzó a quitarse la bata manchada. Sharko se frotó los ojos, con la mirada en el suelo.

– Incluso cuando me pateaba las morgues jamás se me ocurrió comprarme un calzado de caucho como el suyo. No puede ni imaginarse la cantidad de pares de mocasines que llegué a cargarme. El olor de los muertos parecía haberse… incrustado en el cuero. ¿Dónde venden este tipo de calzado?

El especialista miró fijamente a su interlocutor y se dirigió al fondo de la sala para ordenar su instrumental, luciendo una leve sonrisa.

– Puede ir a Leroy Merlin, en la sección de jardinería, allí los encontrará. Y ahora, hasta la vista, comisario. Si me lo permite, iré a acostarme.

Una vez en el exterior, Sharko respiró una generosa bocanada de aire puro mientras miraba su reloj. Casi las once… La mayoría de los informes no estarían listos hasta última hora del día. Observó el cielo sin nubes y olisqueó su ropa. Menos de dos horas allí dentro y ya estaba impregnada de aquel olor. El policía parisino decidió regresar al hotel para cambiarse antes de ir al SRPJ con el objetivo de tomar el pulso y de consultar los archivos informatizados. Aprovecharía, además, para liquidar a aquella maldita mosca que se le había escapado durante toda la noche.

Y luego, si no se producía ningún avance concreto a lo largo de las siguientes cuarenta y ocho horas, haría las maletas para procesarlo todo en Nanterre. Añoraba mucho sus trenes en miniatura.

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