Eran más de las seis de la tarde. Lucie se había sentado frente a la documentalista, en aquella sala que olía a papeles viejos e historias lejanas. Patricia Richaud manoseaba nerviosamente su medalla, una imagen de la Virgen María, mientras Lucie repasaba la lista de las religiosas presentes en el Hospital de la Caridad de Montréal. En aquel antro olvidado reinaba una atmósfera particular, a la vez pesada y tensa.
Lucie plantó su dedo índice sobre la lista.
– Aún está allí. Sor María del Calvario… Ochenta y cinco años. Viva.
Se sentó cómodamente en la silla, con un suspiro de alivio. Aquella anciana a las órdenes de Dios había conocido a Alice Tonquin. Sabía sin duda una parte de la verdad.
Satisfecha, Lucie volvió a concentrarse. Patricia había comenzado a explicar:
– Durante aquellos años que le interesan, a una mujer no se le perdonaba que diera a luz a un hijo fuera del matrimonio. Las madres que transgredían esa norma eran consideradas desde ese momento como marginales o pecadoras a las que sus propios padres repudiaban. Por esa razón, las jóvenes embarazadas trataban de disimular a cualquier precio su falta, abandonando su lugar de residencia durante varios meses, para dar a luz en secreto tras los muros de instituciones religiosas.
Lucie rodeó inconscientemente el nombre «Alice Tonquin», anotado en su cuaderno. El rostro de la chiquilla no la abandonaba, y sabía que aquel viejo film visionado el primer día, en la sala de cine de su ex novio Ludovic, seguiría apareciéndosele durante mucho tiempo.
– Y abandonaban a sus hijos -murmuró.
Richaud asintió.
– Sí, y las religiosas se hacían cargo del bebé. El objetivo era que, más tarde, el huérfano fuera educado en una buena familia, que tuviera oportunidades en la vida. Pero a partir de la crisis de los años treinta, la tasa de adopción descendió considerablemente. La mayoría de esos niños crecieron y se quedaron en las instituciones. Por ello fue necesario multiplicar la construcción de jardines de infancia, conventos, orfelinatos y hospitales. El peso de la Iglesia sobre el gobierno fue cada vez mayor y su poder aumentaba progresivamente en áreas como la sanidad, la educación o la asistencia pública. La Iglesia era omnipresente.
Lucie prácticamente no había visto nada de Montréal, pero recordó los innumerables monumentos religiosos que flanqueaban edificios de IBM o de grandes centros financieros. Una ciudad con una pesada herencia católica que ni la modernidad ni el capitalismo conseguían ocultar.
– … La llegada al poder de Maurice Duplessis, en 1944, marcó el inicio de un período importante de la historia de Quebec, un período que posteriormente se denominaría «la «gran oscuridad». El gobierno Duplessis se caracterizó sobre todo por su lucha anticomunista, el uso de la fuerza contra los sindicatos y por una maquinaria electoral invencible. Su partido disfrutaba a menudo del apoyo activo de la Iglesia católica romana en las campañas electorales, y ya conoce usted el poder de la Iglesia, señorita.
Lucie deslizó la fotografía de Alice hacia la documentalista.
– ¿Y qué papel desempeñan esos huérfanos en todo ello? ¿Cómo se pudo ver afectada esta niña de ocho años?
– A eso voy. Entre 1940 y 1950, los niños internados en orfelinatos procedían en su mayoría de familias divididas incapaces de hacerse cargo de ellos. Las familias pagaban unos importes a los orfelinatos por el cuidado de su progenitura, importes muy superiores a las subvenciones gubernamentales. Hasta ahí, el sistema funcionaba, la Iglesia recibía fondos y podía llevar a cabo sus actividades de beneficencia. Pero la llegada en masa de los huérfanos ilegítimos planteó un problema importante, puesto que, por un lado, saturaban las instituciones y, sobre todo, porque nadie aportaba dinero, salvo el Estado federal con la ridícula suma de setenta centavos por cabeza y día. Como es fácil imaginar, a esos hijos ilegítimos había que alojarlos, alimentarlos y ofrecerles la educación a la que todo ser humano tiene derecho. Con tan escasos recursos financieros, las religiosas trataron, a pesar de todo, de criar y educar a esos huérfanos, en el dolor y la pobreza. Pasara lo que pasase, nadie podrá reprocharles jamás su valentía. Ellas no fueron responsables…
Hizo una pausa, con la mirada perdida, antes de proseguir su explicación.
– … Paralelamente a todo ello, la Iglesia creó en 1950 el Hospital de Mont-Providence, una escuela especializada en la educación de huérfanos con ligeras deficiencias intelectuales. El objetivo de esa institución era educar a esos niños y favorecer su integración social. Pero, en 1953, ese hospital y escuela estaba al borde de la quiebra. Las comunidades religiosas tenían una deuda de más de seis millones de dólares con el Estado federal, y éste exigía el reembolso. Las religiosas se hallaron ante un callejón sin salida y se dirigieron al gobierno provincial. Y fue en ese momento cuando todo se tambaleó, cuando empezó el infierno y Quebec conoció el período más sombrío de su historia.
Lucie escuchaba atentamente. Como por azar, llegaba de nuevo al período exacto que le interesaba, a principios de la década de 1950. A pesar de que tenía la piel húmeda, no pudo reprimir un escalofrío. Patricia Richaud hablaba con una voz fría, casi didáctica.
– Maurice Duplessis autorizó una argucia que permitía transformar aquel hospital que acogía a deficientes mentales leves en un auténtico manicomio. ¿Por qué? Porque en un manicomio, el estipendio diario del Estado federal pasa de cero a dos dólares y veinticinco centavos por cabeza. Porque en un manicomio ya no es necesario dar clases y por tanto gastar dinero en educación. Porque el estatuto de hospital psiquiátrico autoriza a utilizar a esos niños como mano de obra gratuita, sin respetar los derechos humanos. Niños sanos que se ocupan de niños enfermos, limpian, cocinan, ayudan a las monjas, a las enfermeras, a los médicos. Así, de un día para otro, los pensionistas de la escuela especializada del Mont-Providence se despertaron en un manicomio…
Manicomio… Loco… La locura… La horda de niños que se lanza a masacrar animales, con los ojos inyectados de un odio incomprensible. Lucie sintió cómo sus músculos se tensaban.
– Así fue como se creó un sistema monstruoso. A partir de aquel momento, el gobierno impulsó la construcción de hospitales psiquiátricos o la transformación de antiguas instituciones en manicomios. Saint-Charles en Joliette, Saint-Jean-de-Dieu en Montréal, Saint-Michel-Archange en Quebec, Sainte-Anne en Baie-Saint-Paul, Saint-Julien en Saint-Ferdinand d'Halifax… Y no los cito todos. Esos pobres huérfanos, con quienes no se sabía qué hacer, se convirtieron en desgraciadas víctimas del gobierno Duplessis. Las religiosas que trabajaban al pie del cañón, impotentes, no tuvieron otra opción que acatar las reglas dictadas por las madres superioras.
Suspiró de nuevo. Sus palabras pesaban cada vez más. Lucie anotó y rodeó «Saint-Julien en Saint-Ferdinand d'Halifax», allí donde falleció Lydia. ¿Era posible que, desde su infancia, aquella mujer jamás hubiera abandonado la institución? ¿La matanza de conejos ocurrió allí años antes?
– De los años cuarenta a los sesenta, bajo el impulso del gobierno, médicos de Quebec empleados por las comunidades religiosas falsificaron los expedientes médicos de los huérfanos. Los declararon «débiles mentales» y «retrasados mentales». De manera instantánea, miles de niños perfectamente sanos se encontraron internados en manicomios, mezclados con verdaderos locos, y eso durante años. Simplemente porque habían tenido la desgracia de nacer ilegítimos. Y a esos niños, convertidos en adultos, aún se les llama los huérfanos de Duplessis.
Lo que Lucie estaba descubriendo sobrepasaba la capacidad de entendimiento. Una locura en masa, apoyada por informes médicos falsos y financiación oculta.
– ¿Quiere decir que esos huérfanos de Duplessis están identificados? ¿Que están… vivos?
– Algunos aún sí, evidentemente, a pesar de que muchos de ellos fallecieron o se convirtieron en auténticos enfermos mentales debido a los tratamientos, los castigos o los golpes sufridos durante todos esos años. Un centenar de ellos formaron una asociación. Hace años que exigen una reparación al Estado y a la Iglesia, pero es un combate muy largo.
Lucie sentía náuseas. Recordó imágenes del film, las palabras de la actriz, Judith Sagnol, la sala blanca y aséptica donde tuvo lugar la matanza, el misterioso médico siempre presente junto al realizador… No cabía duda de que Alice Tonquin y Lydia Hocquart fueron huérfanas de Duplessis. Unas chiquillas sanas declaradas locas por el sistema.
Lucie miró a la documentalista a los ojos.
– Y… ¿ha oído hablar de experimentos en esos manicomios? ¿El término síndrome E le dice alguna cosa?
Patricia apretó los labios. Discretamente había deslizado su medalla y su cadena bajo la blusa.
– Nunca he oído hablar de ese síndrome E. Pero hay otras dos cosas que debe saber. Ya que nos hemos adentrado en las tinieblas, mejor ir hasta el final. A principios de los años cuarenta, y hasta los años sesenta, una ley aprobada por la Asamblea legislativa de Quebec permitía a la Iglesia católica romana vender los restos mortales de los huérfanos fallecidos dentro de sus muros a las facultades de medicina.
– Es horrible.
– El dinero conduce a las peores monstruosidades. Pero eso no es todo. Me ha hablado usted de experimentos, y yo le hablaré de conejillos de Indias, señorita. Pacientes adultos, vivos, sacrificados con fines experimentales en lo más recóndito de esos manicomios. Le estoy hablando de la implicación estadounidense en la época negra de Quebec.
A Lucie le costó tragar saliva, con la mirada fija en la foto de Alice. Pensaba en Clara y Tuliette… Sentía un deseo intenso y brutal de oír sus voces, de tocarlas, de abrazarlas contra su pecho. Manipuló nerviosamente su móvil averiado.
– ¿Qué tipo de experimentos? ¿Experimentos médicos como los que… hacían los nazis con los deportados?
Un timbre breve resonó en la sala. Lucie se sobresaltó. Eran las siete de la tarde, y los archivos iban a cerrar sus puertas.
Patricia Richaud se puso en pie, cogió su manojo de llaves y miró a Lucie a los ojos.
– La CIA, señorita. Estamos hablando de la CIA.