En el hotel, ya habían limpiado la habitación de Sharko. Sábanas limpias, cama hecha, productos de higiene repuestos. El policía sacó su vieja maleta de debajo de la cama. La abrió y de ella extrajo un ordenador portátil.
Lucie inclinó discretamente la cabeza, con el ceño fruncido.
– ¿Eso que tienes en la maleta es un bote de salsa?
Sharko cerró la maleta rápidamente, cerró la cremallera y encendió el ordenador.
– Siempre he tenido problemas con los regímenes.
– Entre eso y las castañas confitadas… En vista del color, me temo que no ha soportado bien el viaje.
Sharko hizo oídos sordos e introdujo el pen drive en el puerto USB de su PC, y se abrió una ventana con dos carpetas, con los nombres «Szpilman's discovery» y «Barley Brain Washing».
– Es la misma estructura arborescente que en el ordenador de Rotenberg. Era prudente y guardó copia de sus datos.
– ¿Cuál quieres primero, Barley o Szpilman?
– Barley. El abogado me mostró fotos sobre el condicionamiento de los pacientes, pero había también un fichero de un vídeo. Un film que Sanders proyectaba a sus pacientes para lavarles el cerebro.
Sharko obedeció. Clicó sobre el archivo «Brainwash01.avi».
– 01… Eso debe de querer decir que hubo otros muchos.
Ya desde la primera imagen, ambos policías comprendieron inmediatamente. Sharko le dio al botón de pausa y señaló con el índice la parte superior derecha de la imagen. Se volvió hacia Lucie con aspecto muy serio.
– El círculo blanco… El mismo que en la bobina maldita.
– El mismo también de los crash films. La marca de fábrica de Jacques Lacombe.
Un silencio grave y tras éste la voz de Lucie, cristalina.
– Trabajaba para la CIA. Jacques Lacombe trabajaba para la CIA.
Lucie tuvo la impresión de que encajaba otra parte del puzzle. Las piezas se imbricaban de manera lógica, implacable.
– Eso explica que se instalara en Washington en 1951, allí donde tiene su sede la agencia de inteligencia. Y luego su traslado a Canadá, cuando el Mkultra se desarrollaba allí. Le reclutarían igual que reclutaron a Sanders… Primero se interesarían por sus films, sus técnicas de manipulador del inconsciente. Luego se pondrían en contacto con él y, como en el caso del psiquiatra, le proporcionarían una tapadera, el trabajo como proyeccionista, y a buen seguro una buena cuenta en el banco.
– Reclutaron a los mejores, en el mundo entero. Científicos, médicos, ingenieros e incluso un cineasta. Necesitaban a alguien que realizara esos vídeos que proyectaban a los pacientes.
Lucie asintió. En pleno fragor de la investigación ya no se hallaba frente al hombre con quien acababa de acostarse, sino con un colega con el que compartía el mismo sufrimiento: una persecución peligrosa e imposible.
– Rotenberg me dijo que el proyecto de las niñas y de los conejos no era el Mkultra, y que el médico al que nunca se veía en el plano no era Sanders. Así que…
– Jacques Lacombe trabajó en ambos proyectos. En el Mkultra con Sanders en Barley y en el relacionado con las niñas, con ese tal Peterson o Jameson, en el Mont-Providence. La CIA sabía que podía confiar en él y sin duda necesitaban a alguien de plena confianza para filmar lo que ocurría en esas salas blancas.
Lucie se puso en pie y fue a servirse un vaso de agua. La noche de ebriedad y placer ya quedaba lejos. Los demonios volvían al ataque. Sharko aguardó a que regresara y le acarició la nuca con ternura.
– ¿Estás bien?
– Sigamos…
Le dio a reproducir. «Brainwash01.avi»…
El film de Lacombe proyectado a los pacientes de Sanders era de una rareza pasmosa. Se trataba de una mezcla de cuadros blancos y negros, líneas, curvas ondulantes como olas. Daba la impresión de sumergirle a uno en un mundo psicodélico, zen, en el que la mente ya no sabía a qué asirse. En la pantalla, los cuadrados se desplazaban lentamente, rápidamente, las olas crecían antes de desaparecer. Sharko hizo desfilar el vídeo fotograma a fotograma, y así aparecieron los planos ocultos.
Lucie arrugó la nariz. Se veían una especie de dedos retorcidos que se replegaban en torno a unos cráneos sobre una mesa. Arañas filmadas en primer plano, momificando a insectos con sus hilos de seda. Una enorme nube negra en un cielo absolutamente puro. Un coágulo negruzco en medio de un charco de sangre. El horror, aberraciones, todo cuanto hacía las delicias de Jacques Lacombe.
Sharko se frotó las sienes. Estaba aturdido.
– Debían de proyectarlo en bucle a los pacientes. Mezclado con el sonido de los altavoces, debía de ser una verdadera lavadora de mentes. Ese Lacombe estaba tan chalado como Sanders.
– Ésa es sin duda la imagen que el cineasta tenía de las enfermedades mentales: escenas que representan la influencia, el encarcelamiento, la invasión del organismo por cuerpos extraños. Y todo ello para crear una especie de choque cerebral. Al igual que Sanders, quería erradicar la enfermedad golpeando directamente en el inconsciente. Bombardearlo como hoy se bombardean las células cancerígenas con un láser.
Sharko soltó el ratón y se mesó los cabellos.
– Vaya bárbaros… Hemos ido a parar al universo de la carrera de los descubrimientos. El de la guerra fría, la lucha entre el Este y Occidente, en el que existen personas dispuestas a cualquier sacrificio para conseguir sus fines.
Lucie suspiró y miró fijamente a los ojos del comisario.
– Y decir que son esos horrores lo que nos ha unido a los dos… Sin todas estas monstruosidades, nunca nos hubiéramos conocido.
– Sólo una relación fruto del sufrimiento puede unir a dos polis como nosotros, ¿no crees?
Lucie se mordisqueó los labios. La dureza y la locura del mundo la entristecían más que cualquier otra cosa.
– ¿Y cuál es la lógica de todo ello?
– No hay lógica. Nunca la ha habido.
Señaló la pantalla con un gesto de su cabeza.
– La otra carpeta. Ha llegado el momento de ver los descubrimientos de Szpilman, quizá así desvelemos sus secretos y acabamos de una vez por todas.
Sharko asintió con seriedad. Alrededor de ellos dos, la atmósfera de la habitación se había vuelto húmeda y pesada. El policía clicó y desveló el contenido informático de la carpeta titulada « Szpilman’s discovery». Se trataba de un único archivo de Powerpoint con el nombre «Mental contamination.ppt». Lucie notó cómo se le formaba un nudo en la garganta.
– Espera un segundo. Rotenberg me habló de contaminación mental justo antes de que le dispararan. Con todo lo que sucedió después, los disparos y las llamas, se me había ido de la cabeza. Abre el archivo.
– Parece una sucesión de fotos…
La presentación se abrió y desveló la ponzoña contenida en sus píxeles. Aparecieron las fotos del soldado alemán encañonando a las mujeres judías que los policías ya habían visto en la reunión en las oficinas de Nanterre. La mirada del soldado en primer plano estaba contorneada con un marcador.
– Los ojos… Szpilman quería llamar la atención sobre la mirada.
La siguiente serie de fotos: fosas comunes.
Cadáveres de africanos apilados, embrochalados, recogidos por el ejército. La expresión inhumana de una matanza vergonzosa.
– Ruanda… -murmuró con voz queda el comisario-. 1994. El genocidio.
Una foto particularmente desgarradora mostraba a unos hutus en plena acción, armados con sus machetes. El odio desfiguraba los rostros de los agresores, las bocas espumeaban saliva, los nervios del cuello y de las extremidades se dibujaban en relieve sobre la piel.
Una vez más, las miradas de los asesinos estaban rodeadas con un círculo. Lucie se aproximó cuanto pudo a la pantalla.
– Siempre la misma mirada, siempre… El alemán, el hutu, la niña con los conejos. Es un… rasgo común de la locura, que concierne a todos los pueblos y a todas las épocas.
– Diferentes formas de histeria colectiva. Estamos en el meollo de la cuestión.
El fotógrafo de guerra se había aventurado luego entre los cuerpos, capturando detalles de los cadáveres, sin ahorrarse los primeros planos macabros.
La fotografía siguiente dejó estupefactos a Lucie y Sharko.
Era un tutsi enucleado, con el cráneo cortado en dos.
La foto tenía una leyenda: «Más que una masacre… La prueba de la locura de los hutus».
Lucie se hundió en su silla y se llevó una mano a la frente. El fotógrafo de guerra había creído que se trataba de una barbaridad perpetrada por los propios hutus, pero la verdad era muy diferente.
– No lo puedo creer…
Sharko se tiró de las mejillas, como si quisiera evitar que sus ojos se le salieran de las órbitas.
– También estuvo allí. El tarado que roba cerebros. Egipto, Ruanda, Gravenchon… ¿Y en cuántos otros lugares habrá estado?
Se sucedieron nuevos documentos: fotos de archivos, artículos o páginas de libros de historia escaneados.
Siempre se trataba de genocidios o de matanzas. Birmania, 1988. Sudán, 1989. Bosnia-Herzegovina, 1992. Fotografías inmundas, tomadas en un momento de rabia. Allí estaba, frente a ellos, lo más nauseabundo de la historia. Y las miradas rodeadas con un círculo. Sharko rebuscaba los cráneos cortados entre las montañas de cadáveres, sin hallarlos. Pero seguro que estaban allí, entre los muertos. Simplemente no los habían fotografiado.
– ¡Basta! -exclamó el policía.
Se puso en pie, se llevó las manos a la cabeza y anduvo de un lado a otro de la habitación. Lucie estaba estupefacta.
– La contaminación mental… -repitió ella maquinalmente.
Hizo desfilar las últimas imágenes y la presentación se terminó.
Calma en la habitación. Un discreto ronroneo del aire acondicionado. Lucie se fue hasta la ventana para abrirla.
Aire, necesitaba aire.