6

Ludovic Sénéchal vivía detrás del hipódromo de Marcq-en-Baroeul, una ciudad discreta pegada a Lille. Un lugar tranquilo, en una casa unifamiliar de estilo «contemporáneo» de obra vista, y con un jardín lo bastante pequeño como para no tener que pasar todos los sábados segando el césped. Lucie alzó la vista hacia la ventana del piso, con una sonrisa en la comisura de los labios. Fue en esa pequeña habitación coqueta donde hicieron el amor la primera vez. Una especie de velada Meetic, en un paquete. Uno se encuentra con otra persona en broma, luego en serio, se acuestan juntos y luego ya se verá.

Y ella sí lo vio. Ludovic era un hombre como es debido en todos los aspectos -serio, atento, ataviado con un montón de otros adjetivos resplandecientes-, pero le faltaba arrojo. Llevaba una vida de abuelo en zapatillas, viendo películas y matando el tiempo a lo largo del día en la seguridad social para ver luego más películas. Sin olvidar una marcada tendencia a verlo todo negro. Le costaba imaginárselo como el futuro padre de sus gemelas, aquel que las animaría en sus festivales de danza o iría en bicicleta con ellas.

Lucie introdujo la llave en la cerradura, pero advirtió que la puerta no había sido cerrada con llave. Era fácil adivinar el motivo: presa del pánico, Ludovic lo había dejado todo de cualquier manera. Entró en la estancia y echó el cerrojo tras ella. Era amplia y bonita, y había el espacio que les faltaba a sus hijas. Un día, quizás…

Recordaba el acceso al sótano. Las sesiones de cine, con la cerveza y las palomitas salteadas en la sartén, tenían algo memorable, intemporal. Al avanzar por el recibidor descubrió objetos rotos o que habían caído al suelo. Podía imaginar a Ludovic ascendiendo a tientas, completamente ciego, y golpeándose aquí y allá antes de lograr hablar con ella.

Lucie descendió los escalones que conducían al cine «de bolsillo». Desde el año anterior, nada había cambiado. Moqueta roja en las paredes, olor a alfombra vieja, ambiente de los setenta… Tenía su encanto. Frente a ella, la pantalla perlada palpitaba bajo la luz blanca del proyector. Henebelle empujó la puerta de la minúscula cabina, en la que la potente bombilla de xenón provocaba un calor de horno. Un zumbido espeso llenaba el espacio, la bobina receptora giraba inútilmente y el extremo de la película chasqueaba en el aire a cada rotación. Sin pensarlo, Lucie pulsó el botón rojo del alimentador, un mastodonte de sesenta kilos. Por fin cesaron los ronquidos.

Le dio a un interruptor y un fluorescente parpadeó. En el pequeño local, las latas vacías, los magnetófonos y los carteles se apilaban en desorden. Era la huella de Ludovic, un caótico organizado. Trató de recordar las maniobras para proyectar un film: invertir la bobina alimentadora y receptora ajustando los ejes a los brazos del proyector, bloquearlas con las lengüetas, pulsar «motor», poner en contacto las perforaciones de la película con los dientes del alimentador… Con todos aquellos botones ante ella, la operación era más complicada de lo que parecía, pero Lucie logró poner en marcha el aparato con la ayuda de la suerte. Gracias a la magia de la luz y del ojo, la sucesión de imágenes fijas iba a transformarse en un movimiento perfecto.

Lucie apagó el fluorescente, cerró la puerta de la cabina alzada y descendió los tres escalones que conducían a la sala. Se quedó de pie contra la pared del fondo, con los brazos cruzados. Aquella salita vacía, aquellos doce sillones de escay verde tenían algo profundamente deprimente, a imagen y semejanza de su propietario. Al mirar la pantalla, Lucie no pudo evitar sentir cierta aprensión. Ludovic había hablado de una película «extraña», y ahora estaba ciego… ¿Y si en esas imágenes había algo peligroso, como… como una luz tan viva que pudiera cegar? Lucie sacudió la cabeza, eso era completamente absurdo. Seguro que Ludovic tenía un tumor cerebral.

El haz de luz titiló en la oscuridad y cubrió el gran rectángulo blanco. Primero apareció una imagen de un negro uniforme. Luego, cinco o seis segundos después, en la esquina superior derecha se incrustó un círculo blanco. De repente, una música hizo temblar las paredes. Una melodía alegre, de las que antaño se oían en las ferias, en los tiovivos. A pesar de todo, a Lucie le hicieron sonreír los chisporroteos zafios que podían oírse. La banda sonora procedía probablemente de un disco de 45 revoluciones por minuto o incluso de un fonógrafo.

No había título, ni créditos. El rostro de una mujer, en primer plano, se dibujó en un óvalo que ocupaba la parte central de la pantalla. Alrededor de ese óvalo, la imagen era oscura, una especie de bruma grisácea, casi negra, como si el cineasta hubiera puesto un filtro frente al objetivo. En definitiva, uno tenía la impresión de voyeurismo, de observar el espectáculo por el ojo de una cerradura.

A Lucie la actriz le parecía guapa, con unos ojazos misteriosos e hipnotizadores. Tendría unos veinte años y miraba fijamente al objetivo. Lápiz de labios oscuro, pelo azabache peinado hacia atrás y una mecha en forma de caracol sobre la frente. Se adivinaba la parte superior de su traje a cuadros, y un cuello puro, inmaculado. Lucie pensó en esas fotos de familia en el interior de los medallones austeros ocultos en los viejos joyeros de los abuelos. La actriz no sonreía, altiva, el tipo de mujer fatal que a Hitchcock le hubiera gustado en sus rodajes. Sus labios se movieron, muy brevemente: hablaba, pero Lucie no alcanzó a comprender sus palabras mudas. Dos dedos -unos dedos de hombre- aparecieron por la parte superior y separaron los párpados de su ojo izquierdo. Bruscamente, desde la izquierda surgió la hoja de un escalpelo que cortó el ojo en dos, hacia la derecha, al son de una punzante música circense y entre el tintinar de los platillos.

Lucie apartó la vista, apretando los dientes. Demasiado tarde, la imagen la había golpeado de pleno y eso la sulfuró. No tenía nada en contra de las películas de terror de serie B -al contrario, a menudo alquilaba algunas, sobre todo los sábados por la noche-, pero detestaba ese proceder: arrojar a la cara lo insoportable sin darle al espectador la menor oportunidad de evitarlo. Era bajo y cobarde.

De repente, la fanfarria se detuvo.

Ni un ruido, aparte del ronquido afligido del proyector.

Estremecida, Lucie volvió de nuevo la mirada a la pantalla. Otra secuencia de ese calibre y lo daría por acabado. Con su paso por urgencias, francamente, ya tenía su dosis de escenas sangrientas.

La tensión aumentaba. Lucie ya no se sentía tan segura como antes.

El proyector lanzaba su cono de luz y en la pantalla aparecieron unas suelas de zapatos. Se alejaron hacia atrás, con un movimiento de traslación, y lució el resplandor del cielo, tranquilizador. Una chiquilla rubia, con un vestido, se columpiaba, con una amplia sonrisa en los labios. Una escena en blanco y negro, muda aunque la pequeña hablara en varios planos. Tenía el pelo largo y claro, sin duda rubio, y resplandecía de vida. Sus iris captaban la luz, las sombras proyectadas por unos árboles bailaban sobre su piel. La iluminación, los ángulos de las tomas, las expresiones de su rostro infantil, hacían pensar que se trataba de un film profesional. A menudo, unos planos móviles -quizá filmados cámara al hombro- se detenían en el ojo de la cría. Claro, puro, lleno de vida. Palpitaba y la pupila se retraía y se abría como un diafragma. El círculo blanco no desaparecía de su posición, arriba a la derecha, y Lucie trataba sin éxito de no mirarlo. No porque la atrajera sino porque más bien la molestaba. No supo explicar el porqué, pero sentía unos retortijones en el vientre. Definitivamente, la escena del ojo cortado la había impresionado.

Los planos cortos de la chiquilla se sucedían. Una sucesión de secuencias inconexas, como en un sueño que no fuera posible situar ni en el tiempo ni en el espacio. Algunas imágenes saltaban, posiblemente a causa de la calidad de la película, del ojo cortado al columpio, del columpio a la mano de la chiquilla que jugaba con unas hormigas. Primer plano de su boca de niña mientras come, de sus párpados, que se abren y se cierran. Otro, en el que acaricia cariñosamente a unos gatitos en la hierba durante dos o tres minutos. Los besa, los abraza, mientras la niebla -a Lucie le intrigaba el filtro utilizado- se extendía a su alrededor. Cuando la niña alzaba los ojos hacia la cámara, no estaba actuando. Sonreía con complicidad y hablaba a alguien a quien conocía. En una ocasión, se acercó a la cámara y se puso a girar sobre sí misma, una y otra vez… La imagen también se arremolinó, al compás de la danza, y provocó una sensación de vértigo en el corazón de la niebla.

Siguiente secuencia. Algo había cambiado en la expresión de la chiquilla. Una forma de tristeza permanente. La imagen era muy sombría y la niebla bailaba a su alrededor, chorreaba. La cámara avanzaba y retrocedía para mofarse de ella, y la pequeña la rechazaba con ambas manos hacia delante, como si espantara a un insecto. Lucie se sentía fuera de lugar al ver aquella película, que estaba de más, un voyeur que observa en secreto una escena que podría tener lugar entre un padre y su hija.

Y súbitamente el film saltó a una nueva secuencia. A Lucie se le pusieron los ojos en blanco y se impregnó del decorado: una extensión de hierba vallada, un cielo negro, brumoso, caótico y apenas natural. ¿Se trataba de efectos especiales? En el extremo del prado, la chiquilla aguardaba con los brazos estirados a lo largo del cuerpo. En la mano derecha sostenía un cuchillo de carnicero, inmenso entre sus deditos inocentes.

Zoom sobre sus ojos. Miraban a la nada, las pupilas parecían dilatadas. Alguna cosa había trastocado a aquella chiquilla, Lucie lo sentía. La cámara, situada tras las vallas, se dirigió rápidamente hacia la derecha para enfocar a un toro bravo. El animal, de una fuerza monstruosa, espumeaba, escarbaba con la pezuña o embestía el cercado. Sus cuernos apuntaban hacia delante como sables.

Lucie se llevó la mano a la boca. No se atreverían a…

Se apoyó en el respaldo de un sillón, con la cabeza inclinada hacia la pantalla. Sus uñas se clavaron en el escay.

De golpe, un brazo desconocido entró en el campo y abrió un cerrojo. El autor del gesto había tomado la precaución de permanecer fuera de campo. Se abrió la portezuela y el animal, excitado, se lanzó hacia delante con todas sus fuerzas. Su cuerpo hacía gala del poderío más puro, más violento. ¿Cuánto pesaba aquella bestia? ¿Tal vez una tonelada? Se detuvo en el centro, se dio la vuelta finalmente y pareció concentrarse en la niña, que permanecía inmóvil.

A Henebelle le pasó por la cabeza subir a la cabina de proyección y detener la película. Aquello ya no era un juego, ya no era cuestión de columpios, sonrisas y complicidad. Se estaba adentrando en lo inconcebible. Lucie, con un dedo sobre sus labios, ya no podía apartar la mirada de aquella maldita pantalla. El film la engullía. En el cielo, los nubarrones negros se hinchaban, todo se oscurecía, como para preparar un final trágico. Lucie tuvo en ese momento la sensación de estar asistiendo a una puesta en escena: la del Bien contra el Mal. Con un Mal desmesurado, de una fuerza extrema, inatacable. David contra Goliat.

Y el toro embistió.

El hecho de que la película fuera muda y careciera de música añadía una sensación de asfixia. Se adivinaba, sin oírlo, el ruido de cada pisada del animal, el resoplido de sus ollares aceitosos. Ahora la cámara tenía a los dos personajes en el cuadro: el toro a la izquierda y la chiquilla a la derecha. La distancia entre el monstruo y la niña inmóvil se reducía. Treinta metros, veinte… ¿Cómo era posible que la niña estuviera inmóvil? ¿Por qué no huía corriendo? Lucie pensó brevemente en las pupilas dilatadas de la chiquilla. ¿Estaba drogada o hipnotizada?

El toro se disponía a cornearla.

Diez metros. Nueve, ocho…

Cinco metros.

Bruscamente, el toro ralentizó su carrera, sus músculos se retorcieron y del suelo salieron despedidos terrones de tierra. Se detuvo completamente apenas a un metro de su víctima. Lucie creyó que la imagen se había detenido, no podía respirar. Continuaría, seguro, y el drama ocurriría. Pero todo permanecía inmóvil. Y, sin embargo, el monstruo seguía resoplando, espumeando. En sus ojos encolerizados podía leerse su determinación de seguir, de matar, pero su carcasa se negaba a obedecer.

Paralizado era la palabra más apropiada.

La chiquilla lo miraba sin pestañear. Dio un paso adelante, hasta situarse bajo la testuz del animal, cuarenta o cincuenta veces más pesado que ella. Sin dar muestra de emoción alguna, alzó el cuchillo y le rebanó el gaznate con un gesto limpio. Brotó una cascada negra y, como si un torero enloquecido le hubiera vencido, el animal cayó de costado y levantó una nube de polvo.

De repente, una pantalla negra, como al inicio, y lentamente el círculo blanco de la parte superior derecha desapareció.

Y entonces, destellos en la sala, cual aplausos luminosos. La película hacía una reverencia.

Lucie se quedó inmóvil. Sacudida en su interior, tenía mucho frío. Se frotaba nerviosamente la frente.

¿En verdad había visto a un toro encolerizado inmovilizarse completamente frente a una chiquilla y dejarse degollar sin reaccionar, todo ello en un largo plano secuencia sin corte alguno aparente?

Estremecida, fue a la cabina y pulsó el botón con un movimiento seco. Los ronquidos callaron, y el fluorescente chisporroteó de nuevo. Lucie sintió un infinito alivio. ¿Qué mente retorcida podía rodar tales delirios? Veía aún aquella niebla lúgubre desparramarse sobre la pantalla, aquellos primeros planos de los ojos, las escenas de inicio y final, de inusitada violencia. En aquel cortometraje había algo que era ajeno a las películas de terror clásicas: el realismo. La chiquilla, de siete u ocho años, no era en absoluto una actriz. O, por el contrario, era una actriz excepcional.

Lucie se disponía a abandonar el sótano cuando oyó un ruido en la planta baja. El crujido de una suela al pisar un cristal. Contuvo la respiración. ¿Lo habría imaginado, nerviosa a causa de la proyección? Subió, peldaño a peldaño, con prudencia, y por fin llegó al recibidor.

La puerta de entrada estaba entreabierta.

Lucie se lanzó hacia la puerta, segura de haberla cerrado.

Fuera no había nadie.

Desconcertada, Lucie regresó a la casa y observó en su derredor. A priori, ni habían registrado ni habían tocado nada. Recorrió el pasillo e investigó las otras habitaciones: baño, cocina y… despacho.

El despacho… Allí donde Ludovic almacenaba sus kilos de películas.

Aquella puerta también estaba entreabierta. Lude se aventuró entre las pilas de bobinas. Por el suelo había decenas de latas y por todas partes chorreaba celuloide. La policía observó que sólo aquellas que no disponían de etiqueta -ni título, ni director, ni año de producción…- habían sido examinadas.

Alguien se había introducido en la casa para registrarla en busca de algo muy concreto.

Una película anónima.

Ludovic le había explicado que la víspera se había procurado unas bobinas en casa de un coleccionista, incluida la que acababa de ver. Dubitativa, examinó la estancia. Le parecía inútil llamar a un equipo para el atestado. No había violencia, ni roturas, ni siquiera robo… Y, sin embargo, descendió de nuevo al sótano y tomó aquel extraño film para llevárselo al restaurador del que tenía la tarjeta. Nunca había visto un cortometraje que la hubiera afectado tanto psíquicamente; se sentía extenuada, ella, una persona acostumbrada a las autopsias y a las escenas del crimen desde hacía ya bastantes años.

Una vez en la calle, se dijo, finalmente, que aquella luz en el rostro no era mala cosa.

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