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Eugénie estaba contenta de marcharse, chillaba y saltaba de alegría frente al hotel. Sharko, por su parte, llevaba su maleta hacia el taxi que le esperaba al pie del edificio. Esta vez no contaba con un Mercedes de la embajada para acompañarle. Como convinieron, le había devuelto las fotos a Lebrun en la brigada, a las dos en punto. El comisario agregado a la embajada acudió solo y su corto diálogo no fue muy fluido. Sobre todo cuando Lebrun se percató del hematoma junto a la nariz. Sharko le dijo que había resbalado en la bañera. Sin comentarios…

Solo en la acera, el policía miró a su alrededor, con la vana esperanza de volver a ver a Nahed, de decirle adiós y desearle buena suerte. No había respondido a ninguna de sus llamadas. Probablemente tenía órdenes de la embajada. Con un nudo en la garganta, subió al taxi y le dijo al taxista que le llevara al aeropuerto.

Eugénie se sentó a su lado y se volatilizó durante el camino. Sharko pudo por fin contemplar el paisaje sin oír gritos dentro de su cabeza. El único momento de tranquilidad desde su llegada a Egipto.

Aquel mismo día, Taha Abu Zeid, el doctor nubio del Centro Salam, le había llamado y había confirmado sus suposiciones: las otras dos víctimas también se habían visto afectadas por el fenómeno de histeria colectiva en su versión más agresiva. Y, según los recuerdos de los diversos médicos, que naturalmente no habían conservado ningún historial, las muchachas habían seguido teniendo síntomas de agresividad hasta su cruel muerte.

Aquél era el punto en común.

La histeria colectiva.

El mismo vínculo que tal vez unía a los cinco de Gravenchon.

El taxi salió del centro de la ciudad y tomó la autovía de Salah Salem. El aliento de El Cairo se perdía lentamente entre el vapor de los gases de los tubos de escape.

Con la frente pegada al cristal de la ventanilla, solo con sus ideas sombrías, Sharko vio un tren a lo lejos. En el exterior del tren, a la altura de los fuelles, cuatro hombres se agarraban como podían, de pie sobre tubos o estribos. Fueran cuales fueran sus creencias o religión, se aferraban los unos a los otros para no caer y circulaban entre el viento, bajo el sol, en dirección de la polvareda ardiente de El Cairo. Aquellos hombres arriesgaban su vida para no pagar un billete que costaba tres libras, pero sonreían y parecían felices porque su propia miseria les recordaba, más que a cualquier otro, hasta qué punto la vida merece ser vivida.

Luego Sharko vio a los que, en el aeropuerto, se agolpaban frente a las ventanillas de los vuelos low-cost hacia Libia, con un saco de tela como único equipaje. Aquéllos, por el contrario, huían de Egipto para tratar de escapar de la pobreza. Partían hacia un país donde el petróleo decidiría la vida de cada uno. Un día les repatriarían a su casa o, tal vez, al final, naufragarían a bordo de una patera frente a la costa italiana.

Sharko no había visto la belleza de las grandes pirámides, sino la de un pueblo cuyo único lujo, el que aún podía permitirse, era la dignidad. Al despegar su avión, recordó el chiste del taxista copto que le condujo hasta la iglesia de Santa Bárbara, para su cita nocturna con Nahed: Había una vez un alemán, un francés y un egipcio a los que les preguntaron de qué nacionalidad eran Adán y Eva. El alemán respondió: «Adán y Eva tienen buena salud y una buena higiene de vida; ¡tienen que ser alemanes!». El francés dijo: «Adán y Eva tienen unos cuerpos sublimes y eróticos; ¡sólo pueden ser franceses!». Y el egipcio concluyó: «Adán y Eva van desnudos de los pies a la cabeza y ni siquiera tienen con qué comprarse unos zapatos, y además están convencidos de que viven en el paraíso: ¡así que sólo pueden ser egipcios!».

Tras un cuarto de hora de vuelo, Sharko comenzó a leer en diagonal el libro sobre la histeria colectiva. Como había explicado brevemente el doctor Taha Abu Zeid, aquel fenómeno se había dado en épocas diversas, entre diferentes poblaciones y diferentes religiones. El autor se basaba en fotografías, testimonios y entrevistas a especialistas. En Francia, por ejemplo, la caza de brujas de la Edad Media provocó un miedo desmesurado al diablo y actos desaforados en masa. Hordas que gritaban sedientas de venganza, madres e hijos que aplaudían y gritaban de alegría ante las «brujas» mientras éstas ardían entre las llamas.

Los casos expuestos en el libro eran pasmosos. India, en 2001: cientos de individuos de varios barrios de Nueva Delhi aseguraron haber sido atacados por un ser de ficción medio mono, medio humano, «con garras de metal y ojos rojos». Algunas «víctimas» habían saltado incluso desde una ventana para huir de aquel ser surgido de una imaginación colectiva. Bélgica: en 1990, la sociedad belga de estudio de fenómenos espaciales recogió de repente varios miles de testimonios de avistamientos de ovnis. La causa más probable fue sociopsicológica. Una repentina excitación de las masas ante la aparición de platillos volantes, amplificada por los medios de comunicación: cuando uno tiene la esperanza de ver alguna cosa, acaba por verla realmente. Dakar: noventa alumnos de un instituto entran en trance y son trasladados a un hospital. Hay quien habla de una maldición y se llevan a cabo rituales de purificación y sacrificios para erradicar el fenómeno.

Sharko fue pasando páginas, y era infinito. Suicidios en grupo en sectas, pánico de masas, síndrome del edificio enfermo -al estilo de Amityville-, desmayos colectivos en un concierto… Había incluso un capítulo sobre los genocidios, una «histeria colectiva criminal», según los términos de algunos psiquiatras: unos organizadores que planifican fríamente, rigurosamente, mientras los ejecutores se lanzan en masa a una absoluta locura de destrucción y de carnicería.

En el fondo, no había ninguna explicación convincente del fenómeno, presentado bajo diversas denominaciones: síndrome o fenómeno psicogénico de masas, histeria colectiva, epidemia histérica, síndrome colectivo de origen psicogénico… No figura en la biblia de la psiquiatría -el DSM IV- y, sin embargo, su existencia es innegable. Los especialistas y los científicos hablan principalmente de una causa de origen psicológico, pero han sido incapaces de explicar la razón del nacimiento del fenómeno -el epicentro del seísmo- ni tampoco los signos físicos palpables: vómitos, náuseas, dolores musculares o en las articulaciones…

Poco antes de aterrizar, Sharko cerró el libro y miró por la ventanilla, hacia la nada. Tal vez un ser sanguinario y sádico andaba buscando algo en los fenómenos histéricos, mutilando, asesinando, robando ojos y cerebros. ¿Por qué? ¿Qué estaba en juego para justificar aquellas barbaridades?

Por fin aparecieron las luces de París, mil metros por debajo del avión. Millones de individuos, una masa frente a sus ordenadores y sus televisores o pegados a sus teléfonos móviles. En cierta medida, aquélla era la forma más moderna y peligrosa de la histeria colectiva: un grupo gigantesco de humanos con las mentes conectadas a través del mundo de la imagen. Una locura moderna de la que nadie puede escapar.

Ni siquiera Sharko.

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