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Las películas de un loco…

Lucie había pasado parte de la noche buscando en Internet y aquélla era la única impresión que le quedaba de la obra de Jacques Lacombe, un hombre de mirada de acero, de boca delgada y recta, como una cuchilla. La foto digitalizada, mostrada en el blog de un entusiasta, era de 1950. Fue tomada durante la velada en la que el realizador fue visto en público por última vez. Envarado en un esmoquin rutilante, con una copa balón en la mano y el cabello peinado hacia atrás, Lacombe miraba al objetivo con tal intensidad que Lucie sintió un escalofrío. En sus ojos había algo maléfico.

Algunos aficionados habían tratado de escribir una biografía del cineasta, pero la conclusión siempre era la misma: a partir del año 1951, tras el tormentoso rodaje en Colombia y sus problemas con la justicia, Lacombe había desaparecido por completo. Sólo una parte de su obra -se estimaba que al menos el cincuenta por ciento de sus films habían desaparecido- seguía viéndose dentro de un círculo de fans. De ese turbio individuo sólo quedaba un puñado de cortometrajes, la mayoría de los cuales duraba menos de diez minutos y a los que los entendidos en cine llamaban crash films.

Los crash films… Rodados entre 1948 y 1950, antes de los hechos de Colombia. Como explicaban los internautas, se trataba de una serie de diecinueve films cuyo único propósito era mostrar lo que hasta entonces no se había hecho en la profesión, una especie de proeza artística cinematográfica. A Lacombe le importaba un comino la utilidad del film, le interesaban sobre todo las reacciones del público: su pasividad ante la imagen, su relación con la acción y la narración, sus tendencias voyeuristas, su fascinación por lo íntimo y, también, su tolerancia ante una forma de cine conceptual. Ponía en jaque todas las costumbres de la mirada y trastocaba los códigos cinematográficos. Siempre aquella necesidad de innovar, de perturbar, de sorprender…

Y además, estaba aquel pequeño círculo blanco, en la parte superior derecha, en todos y cada uno de los diecinueve minifilms. Lucie comprendió que sin duda se trataba de la marca de fábrica de Jacques Lacombe, de su firma. Prosiguiendo su búsqueda en Internet, dio con la descripción de algunas de las técnicas de Lacombe. Los juegos de máscaras y de espejos o las sobreimpresiones. Algunos formulaban una hipótesis respecto a la presencia de ese círculo blanco, en la parte superior de cada film. Lo llamaban el «punto ciego», que corresponde, desde el punto de vista fisiológico, a una pequeña porción de la retina desprovista de fotorreceptores. En esos sitios incluso proponían un ejercicio:



Al cerrar el ojo izquierdo y mirar únicamente el cuadrado a más o menos quince centímetros, el círculo acaba por desaparecer de la vista. Lucie quedó estupefacta ante tamaño defecto de la óptica humana. En definitiva, ¿Jacques Lacombe no hacía evidente, mediante su firma, que el ojo es un instrumento imperfecto al que se puede engañar mediante múltiples procedimientos? ¿Acaso no anunciaba a las claras que haría de los defectos el motor de sus films? En el fondo, esos minifilms disimulaban a buen seguro los primeros balbuceos de un alma perversa y enferma. Una mente obsesionada por el impacto de la imagen en el ser humano. Su veracidad, su fuerza y también su poder destructor. Un visionario adelantado a su tiempo.

Tumbada en el sofá, con los ojos entrecerrados, Lucie comprendía mejor por qué razón Lacombe nunca había triunfado. Esos crash films eran aburridos y estrafalarios a más no poder. ¿Quién podía ir a ver una película de cuatro horas titulada El durmiente en la que simplemente aparecía un hombre durmiendo? ¿O el movimiento de un párpado que se abre y se cierra filmado al ralentí, a mil imágenes por segundo, y luego proyectado durante más de tres minutos? Había también el crash film n.° 12, en el que se contaba y se mostraba en cifras cada segundo de los doce minutos que dura el film, que no consiste más que en esa simple exhibición de cifras… Los films eran tan extraños e incomprensibles como la mente de su creador.

El despertador de su reloj sonó cuando Lucie, con las manos detrás de la cabeza, contemplaba el techo. 6:55. Apenas había dormido una o dos horas. Una noche de policía. Se levantó, entumecida, y a tientas se orientó hacia el baño. Un amplio bostezo silencioso, el día sería duro.

En el baño, todo estaba increíblemente ordenado: un cepillo de dientes nuevo en un vaso, las toallas azules colgadas con los bordes plegados de manera perfectamente simétrica, una cuchilla de afeitar de hoja centelleante y una bañera limpia con la ducha suspendida. También había un armario botiquín. El tipo de mueble que a veces cuenta mejor una vida que una larga explicación. Lucie contempló su reflejo en el espejo de la puerta. Podía abrirla, echar un vistazo a los medicamentos, hurgar aún más en la intimidad de Sharko… ¿Qué podía descubrir detrás de aquella puerta? ¿Antidepresivos? ¿Estimulantes? ¿Ansiolíticos? ¿O simplemente vitaminas y aspirinas?

Aspiró aire y abrió el grifo de la ducha. El agua se estrelló ruidosamente contra el esmalte en un guirigay frío e intenso. Lucie había comprendido la petición de Sharko: quería revivir, en ese momento del despertar en el que la somnolencia envuelve los sentidos, la presencia de su mujer.

Poder creer en ella aún, aunque fuera sólo durante una fracción de segundo.

Lucie regresó silenciosamente al salón y dejó correr el agua. Unos instantes más tarde, oyó cerrarse una puerta… El ruido de agua se detuvo… Los trenes en miniatura se pusieron en marcha, y no se detuvieron en los veinte minutos que siguieron.

Más tarde, Sharko apareció vestido elegantemente. Camisa blanca con finas rayas azules, corbata, pantalón gris de franela. En su camino hacia la cocina dejó en su estela el perfume de una colonia que identificó como Fahrenheit. El hombre daba la impresión de una fuerza tranquilizadora, con una presencia que Lucie ya echaba en falta desde hacía mucho tiempo. Se llevó las manos a la cara y bostezó discretamente.

Sharko puso en marcha la radio. Una melodía animada invadió el espacio. Dire Straits, un poco de marcha.

– No te pregunto si has dormido bien… ¿Un café?

– Solo, sin azúcar. Gracias.

La miró de reojo mientras introducía una cápsula en la cafetera y puso en marcha el aparato. Cuando las miradas de ambos se cruzaron, volvió la cabeza hacia el armario, del que cogió una cucharilla.

– Supongo que no hay nada extraordinario respecto a Lacombe, ¿verdad? De lo contrario, no hubieras dudado en despertarme en mitad de la noche.

Lucie se aproximó con una sonrisa.

– No mucho más que las revelaciones de Judith Sagnol. Un tipo enigmático que se volatilizó sin dejar rastro en 1951. No hay noticias sobre él desde entonces. He indagado también acerca del síndrome E, incluso en sitios médicos y científicos. Nada, ningún resultado. Y lo que no está en Internet es que a la fuerza es muy secreto.

Sharko le ofreció el café y se dirigió a regar la planta junto a la ventana de la cocina.

– Tendrías que refrescarte un poco. Hace tiempo que no he visto a una mujer al despertarse, pero puedo asegurarte que tienes el aspecto de los días chungos.

– Eso es porque he estado pensando toda la noche.

– Es evidente.

– Tenemos que ir a Canadá, comisario…

Sharko se mostró dubitativo antes de dejar la regadera. Sus mandíbulas se crisparon.

– Yo tampoco puedo quitarme de la cabeza los rostros de esas niñas, ¿qué crees? He visto su miedo, y luego la locura en sus miradas, sus gestos. Sé que los que se ocultaban tras esa cámara hicieron cosas monstruosas, pero nuestro trabajo es el presente, Lucie, el presente. Y ya es bastante mierdoso tal como es. Y además, de momento, no tenemos ninguna pista concreta para averiguar el destino de esas chiquillas.

– Pues sí, precisamente. En Internet he encontrado que, en los años cincuenta, Montréal era muy católico y había numerosos orfanatos regentados por monjas. Cada niño que pasó por esas instituciones posee una ficha que puede consultarse en el centro de los archivos nacionales de la ciudad. Disponen de página web, donde se explica que el acceso es libre y que se pueden consultar los expedientes in situ. Todo está clasificado, ordenado, catalogado…

– Nada nos garantiza que haya que buscar en Montréal.

– El film procede de Montréal, como la llamada anónima, como la chiquilla, según la especialista de lenguaje labial. No hay que olvidar tampoco lo que explicó Judith Sagnol, acerca de esas fábricas abandonadas cerca de Montréal donde pasó varios días. Si dispusiéramos de un nombre sería ideal, pero con un año basta para buscar en los archivos. Las fichas tienen foto. Podríamos…

– Todo lo que tenemos es la fecha de una vieja película y varias copias fotográficas de la chiquilla extraídas de la película, en blanco y negro y de mala calidad.

– Y un nombre que pronuncia en el film. Lydia… Una de sus amigas de su edad, supongo. ¿Una compañera de habitación, tal vez? Un año, un nombre y una foto podrían bastar.

– Si tú lo dices…

– Avanzamos con cuentagotas, pero avanzamos. El film permite imprimir fotos de algunas de las otras niñas, en la sala de los conejos. En algunos planos también puede verse el refectorio, los columpios, una parte del jardín, que tal vez puedan dar pistas acerca de la institución en cuestión. No es mucho, pero es algo. Si descubriéramos la identidad de la chiquilla o de sus compañeras tal vez podríamos comprender.

Sharko cogió su café y se lo llevó a los labios. Bebió un trago largo.

– Canadá está lejos y el viaje es caro… Tendré que pensarlo.

Sonó el teléfono del comisario. Era Leclerc.

Tono directo, sin tapujos, del jefe de la OCRVP:

– Tengo dos noticias, una buena y una mala.

Sharko puso el altavoz a su móvil.

– En este momento estoy con la teniente Henebelle.

– ¿Qué? ¿En tu casa?

– Ha pasado la noche en el hotel y te escucha. Vamos, empieza por la mala noticia.

Lucie prefirió no desvelar la mentira de Sharko: era bienintencionada. La voz retumbó, grave, en el aparato.

– Buenos días, teniente Henebelle.

– Buenos días…

Leclerc se aclaró la voz:

– He recibido información de la Sûreté de Quebec relativa a Jacques Lacombe. Murió en 1956. Le hallaron carbonizado en su domicilio y se determinó que fue un accidente doméstico. Vivía en Montréal.

Sharko apretó los labios.

– Un accidente doméstico… ¿Tienes su historial?

– Sí, lo han proporcionado los canadienses. Para resumir, se instaló en Washington en 1951, donde fue proyeccionista en un pequeño cine de barrio durante dos años. En 1953 se fue a vivir a Montréal, donde siguió trabajando como proyeccionista.

Sharko reflexionó.

– Todo esto no concuerda con su salida precipitada de Francia, su voluntad de triunfar en el cine, su genio… Y menos aún si tenemos en cuenta que en 1955 rodó aquel film horrible con las niñas. Hay algo ahí escondido. No creo en la teoría de una muerte accidental. Resulta que 1956 es justo un año después del rodaje. ¿Quién podría hurgar más en su pasado? ¿Quién podría investigar acerca de las circunstancias del incendio mortal?

– Nadie. ¿Quién se pondría a trabajar en eso? ¿Los americanos, los canadienses o nosotros los franceses? Habría que abrir una investigación sobre unos hechos que se remontan más de cincuenta años atrás. Y para que haya investigación, necesitaríamos que hubiera un asesinato comprobado. Sin olvidar la prescripción. No, no se puede hacer nada.

Sharko suspiró y se apoyó en la mesa.

– Bueno… ¿Y la buena noticia?

– Disponemos de los resultados del ADN, y se ha podido identificar a uno de los cinco cadáveres, el que recibió un tiro en el hombro y se arrancó la piel.

Lucie observó hasta qué punto se iluminaban las pupilas del comisario.

– ¿Quién es?

– Mohamed Abane, veintiséis años y unos antecedentes más largos que un día sin pan. Una juventud dorada con peleas, droga, robos y extorsiones. Finalmente fue encarcelado por violación con agravante y mutilaciones.

– Precisa.

– Su víctima, una chica de veinte años, estuvo a punto de morir. Para mayor crueldad, tras violarla, le quemó las partes íntimas. Abane tenía apenas dieciséis años.

– Vaya pieza.

– Obtuvo una reducción de condena por buena conducta y salió de la prisión de Fresnes hace once meses.

Sharko crispó sus dedos sobre el teléfono. Por primera vez desde el inicio de aquel caso disponían de algo concreto.

– ¿Su última dirección?

– Estaba de okupa en casa de su hermano Akim, en Asnières-sur-Seine.

– Dame la dirección exacta.

– ¿Crees que te hemos estado esperando? Un equipo de Péresse ya está en camino, llegarán allí en breve. Es su trabajo, no el tuyo. Más te vale acercarte por la oficina, tengo una primera lista para ti: la de las organizaciones humanitarias presentes en El Cairo en 1994, en el momento de la muerte de las muchachas.

– Olvídate de eso.

Sharko colgó… Lucie iba y venía con un dedo bajo el mentón.

– ¿Qué estás tramando, Henebelle?

– Lacombe murió en un incendio, un año después de realizar el film. Aquel mismo año, una copia del film es depositada en los archivos de Canadá mediante una donación anónima. ¿Y si Lacombe hubiera tenido el presentimiento de que su vida estaba en peligro? ¿Y si hubiera hecho varias copias del film y las hubiera enviado a diversos archivos para preservar su secreto y también para propagarlo como un virus? Ya hemos visto a qué velocidad pasaba el film de mano en mano, de colección en colección.

Sharko asintió, la jovenzuela tenía talento.

– A su manera, Lacombe supo proteger su tesoro, al dejarlo viajar, permitiendo simplemente que siguiera existiendo y un día pudiera ser descifrado y comprendido. Sí, quizás.

Lucie asintió. Poco a poco, las piezas del rompecabezas iban encajando, a pesar de que aún no permitieran adivinar el dibujo final. Sharko marcó un número rápidamente.

– ¿A quién llama?

– A mis antiguos colegas del 36 para obtener la dirección de Abane. No te entretengas en el baño. Dentro de diez minutos te dejo en el RER y te vuelves a casa.

Lucie se arregló el jersey arrugado.

– No lo creo. Le acompaño.

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