18

La comisaría central de la gobernación de Kasr El Nil recordaba el palacio mal conservado de un difunto jeque. Protegido por altas verjas negras, la oscura fachada daba a un jardín en el que se entremezclaban palmeras y vehículos de policía que más bien parecían camionetas de vendedores de frutas y verduras. Únicamente los diferenciaban de ellas los grandes girofaros azules, de dos tonos. Frente a un tramo de escaleras, seis centinelas -camisa blanca, quepis con un águila estampada con la bandera nacional por insignia, fusil MISR en bandolera- hicieron restallar el canto de sus manos contra el pecho a la salida de un hombre corpulento, cargado de tres estrellas en las portapresillas de las hombreras.

Hasán Nuredín apoyó sus dedos como salchichas en las caderas y olisqueó el aire saturado de gas y de polvo. Bigotillo negro, ojos oscuros como dátiles demasiado maduros bajo unas cejas espesas, mejillas picadas de viruelas. Esperó a que Sharko y Nahed Sayed llegaran a su altura para saludarlos. Estrechó educadamente la mano de su homólogo francés, obsequiándole incluso con un «Bienvenido» lánguido. Se interesó en especial por la joven, con la que intercambió algunas palabras en árabe. Ésta se inclinó hacia delante con una sonrisa forzada. Luego, el hombre se volvió, con el torso muy erguido, y se adentró en el edificio. Sharko y Nahed intercambiaron una mirada que hizo superfluo cualquier otro comentario.

En el gigantesco vestíbulo salpicado de oficinas funcionales, unas escaleras vigiladas por policías se hundían hacia el sótano. De allí ascendían clamores, cantos árabes, letanías de un coro de mujeres. Sharko aplastó un mosquito en su antebrazo. El quinto ya, a pesar de la tonelada de crema con la que se había untado. Aquellos bichitos se incrustaban en cualquier lugar y parecían inmunizados contra cualquier forma de protección.

– ¿Qué cantan esas mujeres?

– «La prisión no acabará con las ideas» -murmuró Nahed-. Son estudiantes, protestan contra la prohibición de que los Hermanos Musulmanes se presenten a las elecciones.

Sharko descubrió una policía moderna y bien equipada -ordenadores, Internet, especializaciones técnicas como el establecimiento de retratos robot-, pero que aún parecía funcionar a la antigua. Hombres y mujeres -la mayoría de éstas con velo- esperaban en grupos en el vestíbulo, las puertas de las oficinas se abrían como en las consultas de los médicos y los más veloces -la noción de «cola» no existía- pasaban los primeros.

Sharko y su traductora tuvieron que entregar sus teléfonos móviles -para evitar que tomaran fotografías o grabaran conversaciones- y llegaron a un despacho digno de un salón de Versalles. En él imperaba la desmesura: mármol en el suelo, jarrones canopes y minoicos, tapices con figuras, bronces dorados. En el techo giraba un inmenso ventilador que removía el aire pegajoso. Sharko sonrió para sí. Patrimonio nacional, todo pertenecía al Estado y no al gordo engreído que se instalaba pesadamente en su silla fumando un puro local. Si muchos cairotas lucían su tripa con gracia, no era el caso de aquel tipo.

El egipcio tendió sus manos abiertas hacia dos sillas en las que se acomodaron Sharko y Nahed, que sacó un pequeño cuaderno y un bolígrafo. Llevaba una falda larga de tela caqui y una túnica a juego que mostraba ligeramente su nuca bronceada. El inspector principal la contempló sin disimulo con sus ojos porcinos. Aquí les gusta hacer patente que uno aprecia a las mujeres, al contrario que en la calle, donde los «chisss, chisss» peyorativos surcan el aire en cuanto un ejemplar femenino sin velo se cruza en el camino de un musulmán. El inspector se frotó el bigote y acto seguido alzó un papel frente a él. A medida que hablaba, Nahed llenaba su cuaderno de signos estenográficos antes de traducir.

– Dice que es usted un especialista de los asesinos en serie y de los crímenes complicados. Más de veinte años al servicio de la policía francesa, en el departamento de la criminal. Dice que es impresionante. Pregunta cómo está París.

– A París le cuesta respirar. ¿Y cómo está El Cairo?

El inspector principal mascó su Cleopatra entre los dientes con una sonrisa, mientras hablaba. Nahed tomó el relevo.

– Pachá Nuredín dice que El Cairo tiembla al ritmo de los atentados que sacuden Oriente Medio. Dice que El Cairo está ahogado por las redes islamistas, mucho más peligrosas que la peste porcina. Dice que se han equivocado de objetivo al quemar todos esos cerdos en los fosos de la ciudad.

Sharko recordó las lejanas humaredas negras entrevistas en la periferia de la ciudad: cerdos que estaban siendo quemados. Respondió mecánicamente, pero su frase le dio ganas de vomitar:

– Estoy de acuerdo con usted.

Nuredín asintió con la cabeza, y siguió despotricando aún un rato antes de tenderle un sobre viejo al comisario.

– Por lo que respecta a su caso, dice que está todo ahí, ante usted. El expediente de 1994. No hay nada informatizado, es demasiado antiguo. Dice que aún ha tenido suerte de que lo haya podido encontrar.

– Debo darle las gracias, supongo.

Nahed tradujo que Sharko le estaba muy agradecido.

– Dice que puede consultarlo aquí y que si lo desea puede volver mañana. Tiene usted las puertas abiertas.

Las puertas abiertas sí, pero blindadas, con centinelas que vigilarían el menor de sus pasos y de sus gestos. Sharko se obligó a darle las gracias con un movimiento del mentón, retiró las gomas elásticas y abrió la carpeta. En una funda transparente había apiladas varias fotos de la escena del crimen. Había también diversos informes, fichas de unas muchachas con sus identidades, probablemente las víctimas. Decenas y decenas de páginas escritas en árabe.

– Pídale que me hable del caso, por favor… Sólo pensar que tendrá que traducirme todo esto me da náuseas.

Nahed hizo lo que le había pedido. Nuredín aspiró con parsimonia su puro y escupió una nube de humo.

– Dice que el asunto se remonta muy lejos en el tiempo, y que ya no se acuerda. Está pensando.

Sharko sentía que formaba parte de un álbum de Tintín, Los cigarros del faraón, y que tenía frente a él al gordo Rastapopoulos. Rozaba lo ridículo.

– Y, sin embargo, unas chicas con el cuerpo entero mutilado y el cráneo abierto es algo que deja una fuerte impresión.

Nahed se contentó con una mirada halagadora hacia el comisario. El oficial egipcio comenzó a articular lentamente, con pausas y silencios para que la joven pudiera traducir.

– Ahora recuerda algo, ya estaba al mando de la brigada. Dice que murieron con uno o dos días de intervalo. La primera vivía en el barrio de Chubra, al norte de la ciudad. Otra en un barrio irregular cercano a la fábrica de cemento Tora, junto al desierto. Y la tercera cerca del núcleo de chabolas de Ezbet El Nagl, el barrio de los traperos… Dice que la policía no logró establecer vínculos entre ellas. No se conocían e iban a escuelas diferentes.

Para Sharko, aquellos nombres de los barrios no significaban nada en absoluto. Sacudió su camisa para secarla. El sudor le corría por la espalda. El aire fresco le sentaba bien, pero se moría de sed. La hospitalidad no parecía ser la principal cualidad de aquellos policías.

– ¿Hubo sospechosos? ¿Testigos?

El gordo sacudió la cabeza y habló. Nahed dudó unos instantes antes de traducir sus palabras.

– Nada en concreto. Sólo se sabe que las muchachas fueron asesinadas por la noche, cuando regresaban a su domicilio, y que los cadáveres fueron hallados cerca de donde fueron secuestradas. En todas las ocasiones, a algunos kilómetros de su lugar de residencia. A orillas del Nilo, junto al desierto, en los campos de caña de azúcar. Todos los detalles figuran en los informes.

No estaba mal, para un tipo desmemoriado, pensó Sharko. Lugares aislados, donde el asesino podía actuar tranquilamente. En cuanto al modus operandi, había tantos puntos en común como diferencias con los cadáveres de Notre-Dame-de-Gravenchon.

– ¿Podría proporcionarme un mapa de la ciudad?

– Dice que se lo dará inmediatamente.

– Gracias. Me gustaría poder estudiar esos informes en el hotel esta noche, ¿es posible?

– Dice que no. No pueden salir de aquí. Es el procedimiento. Sin embargo, puede tomar notas y los documentos que le interesen, tras ser controlados, evidentemente, se enviarán por fax a su departamento.

Sharko dio un paso más, quería saber cuáles eran los límites de su investigación.

– Mañana me gustaría visitar los lugares donde se produjeron las desapariciones y los crímenes. ¿Podrá acompañarme alguien?

El hombre encogió sus hombros grasientos y estrellados.

– Dice que sus hombres están muy atareados, y que no entiende por qué quiere ir a unos sitios que probablemente ya no existan. El Cairo se expande como… Se expande como el moho.

– ¿Moho?

– Es el término que ha utilizado… Pregunta por qué ustedes, los occidentales, no tienen confianza en ellos y quieren rehacer el trabajo a su manera.

La voz del egipcio seguía sonando despreocupada, pesada, pero se tintaba de matices. Los de la dominación, la autoridad. Estaban en su casa, en sus tierras.

– Sólo quiero comprender cómo unas pobres muchachas acabaron entre las manos de un asesino de la peor calaña. Sentir cómo ese depredador pudo desplazarse por esta ciudad. Todos los asesinos dejan olores, incluso años más tarde. Los olores del vicio y la perversión. Quiero olerlos. Quiero andar por allí donde mató.

Sharko miraba fijamente a Nahed, como si se dirigiera directamente a ella. La joven egipcia tradujo sus palabras. Nuredín apagó con gesto firme su puro a medio consumir en un cenicero y se puso en pie.

– Dice que no entiende su oficio, ni sus métodos. Los policías de aquí no están para husmear como los perros, sino para actuar, para acabar con la chusma. No quiere volver sobre cosas hundidas ya en el pasado, ni abrir de nuevo heridas que Egipto desea olvidar. Nuestro país tiene ya suficientes males por culpa del terrorismo, de los extremistas y de la droga -señaló el informe con el mentón-. Ahí está todo, no puede hacer nada más. Este caso es demasiado antiguo. Al lado hay un despacho. Le invita a ponerse en pie y a dirigirse a ese despacho…

Sharko obedeció, pero antes plantó la copia del telegrama de la Interpol ante las narices del inspector principal. Se dirigió a Nahed, que repitió en árabe egipcio:

– Un inspector llamado Mahmud Abdelaal envió este telegrama. Él era quien investigaba el caso, en aquella época. El comisario Sharko desearía hablar con él.

Nuredín se quedó helado, apartó el papel lejos de su vista y soltó una sarta de palabras indigestas.

– Traduzco palabra por palabra: «Ese hijo de perra de Abdelaal ha muerto».

Sharko sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el vientre.

– ¿Cómo?

El policía egipcio hablaba mostrando los dientes. Debajo del cuello cerrado de su camisa se hinchaban las venas del cuello.

– Dice que le hallaron quemado al fondo de una callejuela sórdida del barrio de Sayeda Zenab, unos meses después de aquel asunto. Un ajuste de cuentas entre extremistas islamistas. Pachá Nuredín explica que cuando la policía fue al apartamento de Abdelaal, tras el drama, descubrieron el manual de la acción islamista oculto entre sus pertenencias, con párrafos señalados de puño y letra por Abdelaal. Era un traidor. Y en nuestro país, los traidores acaban por «reventar» como perros.

En el vestíbulo, Nuredín se ajustó la boina con firmeza. Se inclinó hacia el oído de Nahed, apoyando su mano en el hombro de ella. La joven dejó caer su cuaderno. El inspector principal le habló un buen rato y luego tomó la dirección de las escaleras de donde provenían los cánticos.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Sharko.

– Que en el despacho adonde vamos hay un mapa de la región.

– Me ha parecido que le decía más cosas.

Nerviosa, se echó los cabellos por encima de los hombros.

– Habrá sido sólo una impresión…

Le condujo a una sala funcional que contenía lo mínimo indispensable. Mesa de despacho, sillas, un cuadro y material de oficina. Una ventana cerrada daba a la calle Kasr El Nil. No había ordenador. Sharko le dio a un interruptor que debía poner en marcha el ventilador del techo.

– No funciona. Nos han cedido expresamente este despacho.

– No, no… ¿cómo puede pensar eso? Será una casualidad.

– Con gente así no hay casualidad que valga.

– Desde que ha llegado le noto un poco… desconfiado con nosotros, comisario.

– Habrá sido sólo una impresión…

El policía descubrió la presencia de un centinela no muy lejos de la puerta. Les vigilaban. Estaba claro que habían recibido instrucciones.

– ¿Se pueden hacer fotocopias?

– No, todo está protegido por códigos. Sólo los ordenadores de los oficiales disponen de pen drive y USB o de lectores de CD. Nada sale nunca de aquí.

– Información clasificada, evidentemente. Bueno, nos las apañaremos.

Sharko abrió la carpeta. Introdujo la mano en el sobre de fotos y dudó antes de extenderlas. No estaba en muy buena forma y Nahed, a su vez, parecía perturbada.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó él.

Ella asintió sin responder. El comisario dispuso los clichés ante él. La joven trató de mirarlos y se llevó la mano a la boca.

– ¡Es monstruoso!

– Si no fuera así, yo no estaría aquí.

Decenas de fotos representaban la muerte desde todos los ángulos. Seguramente fotografiaron los cadáveres unas horas después de la muerte, pero el calor había amplificado los estragos. Sharko desmenuzó el horror. Los restos habían sido desperdigados de manera salvaje, lacerados, mutilados a cuchillo, sin una voluntad particular de crear una puesta en escena. El comisario cogió las fichas de identidad y observó atentamente las fotos de las víctimas proporcionadas por la familia. Eran fotos de mala calidad, hechas en la escuela, en la calle o en casa. Eran muchachas vivaces, sonrientes, jóvenes y tenían puntos en común. Sus edades -quince o dieciséis años-, sus ojos y sus cabellos morenos. El comisario tendió las fichas a Nahed y le pidió que tradujera. A la par, observó el mapa de El Cairo colgado con chinchetas de la pared, con todos los nombres de las calles en árabe. Aquella ciudad era un monstruo de la civilización, abierta en canal de norte a sur por el Nilo, limitada al este y al sudeste por las colinas de Moqattam, contorneada al sur por un vasto espacio de arena sembrado de ruinas de la antigua ciudad.

Sharko clavó chinchetas en los lugares clave indicados por la joven. Los cuerpos de las víctimas fueron hallados en lugares que distaban unos quince kilómetros entre sí, a lo largo de un arco de círculo que rodeaba la urbe. El barrio de los traperos al nordeste, las orillas donde el Nilo se desdobla al noroeste -a cinco kilómetros de la comisaría de policía-, y el desierto blanco al sur. Unas muchachas escolarizadas, de clase modesta o pobre. Nahed conocía El Cairo como la palma de su mano y fue capaz de señalar las escuelas y los barrios de cada una de ellas. Sharko se interesó por el increíble espacio ocupado por las fábricas de cemento Tora, las más grandes del mundo, cerca de las cuales vivía una de las víctimas.

– Antes ha hablado usted de un barrio irregular cercano a las fábricas de cemento. ¿Qué significa eso?

– Se trata de barrios de viviendas precarias construidas por los pobres sin respetar las normas urbanísticas y sin poder disponer de servicios públicos. No tienen agua potable, ni red de saneamiento, ni recogida de basuras. En Egipto hay muchos y hacen que el tamaño de la ciudad se dispare. El Estado proporciona unas 100.000 viviendas anuales cuando para absorber el crecimiento demográfico serían necesarias 700.000.

El policía tomaba notas. Los nombres de las muchachas, los lugares donde fueron halladas, la situación geográfica…

– ¿Son barrios de chabolas?

– Los barrios de chabolas de El Cairo aún son peores. Hay que verlo para creerlo. La segunda víctima, Busaína, vivía cerca de uno de ellos…

El comisario observó de nuevo las fotos con detenimiento. Los rostros, los rasgos físicos. Se negaba a creer que fuera obra simplemente del azar. El asesino había tenido que desplazarse para ir de un barrio a otro. Eran muchachas pobres, no especialmente guapas, y no llamaban la atención. ¿Por qué aquellas tres muchachas? ¿Acaso por su actividad estaba acostumbrado a codearse con la miseria? ¿Las había conocido ya antes? Un punto en común… Tenía que haber un punto en común.

Una hora más tarde, Nahed tuvo que sudar tinta para detallar las principales características del informe de la autopsia, muy técnico y complicado para un traductor. Reveló que en los tres organismos se hallaron restos de ketamina, un potente anestésico. Las estimaciones de la hora del fallecimiento probaban que los crímenes se cometieron en plena noche. Y la causa de la muerte era lo más escalofriante, pues las mutilaciones se habían realizado post mórtem con un cuchillo, por lo que el fallecimiento se habría producido por los daños causados por la abertura del cráneo y, evidentemente, por la extracción del cerebro y de los ojos.

Al parecer, a las muchachas les abrieron el cráneo cuando estaban vivas y a continuación las acuchillaron.

Sharko se enjugó la frente con un pañuelo, mientras Nahed se quedaba muda, con los ojos en blanco. El policía podía imaginar perfectamente el escenario. El asesino primero secuestró a las muchachas al anochecer, anestesiándolas, para llevarlas luego a un lugar apartado y perpetrar sus horrores armado con su mortífero instrumental. La sierra de forense, escalpelo para la enucleación y un cuchillo de hoja ancha para las mutilaciones. Seguramente disponía de un vehículo, conocía la ciudad y sin duda había localizado previamente los lugares. ¿Por qué aquellas mutilaciones post mórtem? ¿Una irreprimible necesidad de deshumanizar los cuerpos? ¿De poseerlos? ¿Acaso sentía un odio interior tan fuerte que tenía que desahogarse mediante un desesperado acto de destrucción?

Envuelto en el aire asfixiante y bochornoso del despacho, el comisario trataba de establecer relaciones entre aquel modus operandi y el utilizado en Francia. Allí, a pesar de todo, había un ritual, organización y no había una voluntad especial de esconder los cadáveres. Además, el asesino había abierto los cráneos de sus víctimas en vida. En Francia, sin embargo, la mayoría habían muerto por bala, y en un caos, a la vista de los lugares en los que impactaron los proyectiles. Sin olvidar, además, la minuciosa tarea para convertirlos en restos anónimos: manos cortadas y dientes arrancados.

Dos series de asesinatos, a la par próximas y lejanas en el tiempo y en el espacio. ¿Existía en realidad una relación? ¿Y si no la hubiera? ¿Y si, finalmente, el azar tenía su papel en aquella historia? Dieciséis años… Dieciséis largos años…

Y, sin embargo, Sharko sentía una conexión impalpable, la misma diabólica voluntad de hacerse con los órganos más preciados del cuerpo humano: el cerebro y los ojos.

¿Por qué aquellas tres muchachas allá en Egipto?

¿Por qué aquellos cinco hombres en Francia, uno de ellos asiático?

El policía bebía los vasos de agua que Nahed le servía regularmente y se hundía cada vez más en las tinieblas mientras los rayos de Ra le martirizaban la espalda. Chorreaba sudor. Afuera se extendía un infierno de arena, de polvo y de mosquitos y Sharko soñaba ya con disfrutar del aire acondicionado de su habitación refugiado bajo la mosquitera.

Desgraciadamente, el resto de la documentación no era más que charlatanería y bobadas. No se había hecho nada de manera seria. Algunos papeles sueltos, manuscritos, sellados por el fiscal, acerca de las declaraciones de los padres o de los vecinos. Dos de las muchachas regresaban del trabajo, y la tercera del barrio al que tenía por costumbre ir para trocar leche de cabra por telas. Había también una lista inútil de las pruebas. En aquel país parecía que despachaban los casos de asesinato como los robos de radios de coches en Francia.

Y era eso precisamente lo que no encajaba.

Sharko se dirigió a Nahed.

– Dígame, ¿ha visto que apareciera el nombre de Mahmud Abdelaal en alguno de esos documentos? ¿Hay alguna nota escrita de su puño y letra aparte de estas pocas páginas?

Nahed revisó rápidamente los escritos y sacudió la cabeza.

– No… Pero no se sorprenda por la levedad de estos informes. Aquí se prefieren los actos a los papeles. La represión a la reflexión. Todo está manipulado, carcomido por la corrupción. Ni se lo puede imaginar.

Sharko sacó la fotocopia del telegrama de la Interpol.

– Como puede ver, la Interpol recibió este telegrama más de tres meses después del hallazgo de los cadáveres. Sólo un inspector tozudo e implicado en el caso pudo enviarlo. Un policía honrado, con valores, que tal vez quería llegar hasta el final.

Sharko levantó las hojas y las dejó caer frente a él.

– ¿Y pretenden hacerme creer que sólo hay esto?

¿Sólo formalidades? ¿Que no existen notas personales? ¿Ni siquiera una copia del famoso telegrama? ¿Adónde fue a parar el resto? Por ejemplo, ¿se investigaron farmacias y hospitales para averiguar de dónde procedía la ketamina?

Nahed se limitó a encogerse de hombros. Su rostro estaba serio. Sharko sacudía la cabeza y se llevaba una mano a la frente.

– ¿Y sabe qué es lo que más me preocupa? Pues que extrañamente Mahmud Abdelaal está muerto.

La joven se volvió y se dirigió hacia la puerta acristalada. Echó un vistazo al vestíbulo. El centinela no se había movido.

– No sé qué decirle, comisario. Yo estoy aquí sólo para traducir y…

– Me he dado cuenta de cómo la acosaba Nuredín y de cómo usted trataba de evitarlo sin lograrlo. ¿De qué se trata? ¿Un intercambio protocolario? ¿Una costumbre de su país, que la obliga a doblegarse a las exigencias de ese gordo seboso?

– Nada de eso.

– He visto cómo se estremecía varias veces, frente a esas fotos, al leer la descripción del caso. Usted tenía la edad de esas muchachas cuando fallecieron. Iba a la escuela, como ellas.

Nahed apretó los dientes. Sus manos entrelazadas se crispaban. Con mirada esquiva, miró su reloj.

– Pronto será la hora de nuestra cita con Mickaël Lebrun y…

– Y yo no iré. Tendré todo el tiempo del mundo para beber vino francés en Francia.

– Puede que le ofenda.

Cogió una de las fotos de las muchachas sonrientes y la empujó hacia Nahed.

– Me traen sin cuidado la diplomacia y otras mandangas. ¿No cree que esas muchachas se merecen que alguien se interese por ellas?

Un silencio pesado. Nahed era de una belleza superior, y Sharko sabía que la mayoría de las mujeres bellas tienen generalmente un corazón frío. Pero en la egipcia percibía una herida, una herida abierta que a veces empañaba su mirada de azabache.

– Muy bien. ¿Qué quiere que haga por usted, comisario?

Sharko se acercó a su vez a las cortinas y bajó la voz.

– Ninguno de los policías presentes en esta comisaría me hablará. Lebrun tiene las manos atadas por la embajada. Busque la dirección de Abdelaal. Tiene que tener mujer, hijos o hermanos. Quiero hablar con ellos.

Tras un largo silencio, Nahed accedió.

– Lo intentaré, pero sobre todo…

– En boca cerrada no entran moscas, puede confiar en mí. En cuanto recupere mi móvil, llamaré a Lebrun para excusarme diciéndole que me siento mal. El calor, el cansancio… Le diré que mañana aún volveré un rato por aquí para aprovechar el viaje. Usted, reúnase conmigo en el hotel a las ocho en punto, y confío que con la dirección.

Ella dudó.

– No, en el hotel no. Tome un taxi y… -garabateó unas palabras en un pedazo de papel y se lo dio- dele este papel al taxista. Él sabrá adónde llevarle.

– ¿Adónde?

– Frente a la iglesia de Santa Bárbara.

¿Santa Bárbara? El nombre no es muy musulmán…

– La iglesia se halla en el barrio copto del viejo El Cairo, al sur de la ciudad. El nombre es el de una muchacha martirizada por haber tratado de convertir a su padre al cristianismo.

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