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La celda de la monja era de una austeridad próxima a la absoluta desnudez: paredes de piedra gris, una cama, una silla y un reclinatorio sobre el que reposaba una Biblia. La decoración se reducía a un crucifijo de estaño, colgado a la cabeza de la cama, un armario lleno de libros y un reloj. Una pequeña ventana ovalada situada en lo alto de la pared dejaba entrar una luz pálida. La anciana estaba tumbada sobre las sábanas con los pies en paralelo, las manos sobre el pecho y mirando al techo.

La madre superiora se inclinó hacia ella y le murmuró unas palabras a la oreja antes de regresar junto a los policías. Sor María del Calvario volvió lentamente la cabeza hacia ellos. Sus ojos estaban velados, y una fina película blanca aún transparentaba el color del océano.

– Les dejo -dijo la madre superiora-. Encontrarán la salida con facilidad.

Sin una palabra más, desapareció y tras de sí cerró la puerta. Sor María del Calvario se incorporó con una mueca de dolor y avanzó como una tortuga vieja hacia un vaso de agua que bebió tranquilamente. Su hábito negro caía hasta el suelo y creaba la ilusión de que la monja flotara en el aire. Luego regresó a la cama y se sentó en ella, apoyando la almohada contra la pared.

– Pronto será la hora de la oración, así que, sea lo que sea lo que desean, les ruego que sean breves.

A pesar de la edad, su voz rugosa recordaba al ruido de un papel al arrugarlo. Lucie se acercó a ella.

– En ese caso, no nos andaremos con rodeos. Queremos que nos hable de las niñas de las que se ocupó a principios de los años cincuenta. Alice Tonquin y Lydia Hocquart, entre otras. Que nos hable también de Jacques Lacombe y del médico que le acompañaba.

Pareció que la monja cesaba de respirar. Unió sus manos callosas sobre el pecho. Tras su visible catarata, sus iris parecieron dilatarse.

– Pero… ¿Por qué?

– Porque, aún hoy, hay gente que mata para preservar lo que usted vio con sus propios ojos -dijo Sharko tomando el relevo, apoyándose en el reclinatorio.

El silencio permitió oír las voces lejanas de las monjas que cantaban.

– ¿Cómo me han encontrado? Nunca ha venido nadie a hablarme de esa historia tan vieja. Vivo recluida, escondida, y no he salido de aquí desde hace más de cincuenta años. Cincuenta largos años.

– Incluso escondida, figura en el registro de su comunidad. Estaba destinado a no salir nunca de entre estas paredes, pero dado que el convento cierra sus puertas dentro de un año, ha sido trasladado al Centro Nacional de Archivos.

La anciana abrió ligeramente la boca y respiró varias veces seguidas. Lucie tuvo la sensación de que sus pupilas aún se dilataban más, invocando así las luces de un tiempo abolido.

– No se preocupe. No hemos venido para denunciar nada ni para juzgar sus acciones pasadas. Simplemente tratamos de comprender qué pudo sucederles a esas niñas entre las paredes del hospital del Mont-Providence en aquellos años.

La monja inclinó la cabeza. Unos pedazos de tela blanca le ocultaron el rostro, dejando aparecer únicamente la sombra de una presencia.

– Recuerdo bien a Alice y a Lydia, ¿cómo podría haberlas olvidado? Me ocupaba de ellas, en el ala de las huérfanas de este convento, antes de tener que irme al Mont-Providence por una simple razón de «falta de efectivos». No creía que fuera a ver nunca más a las pequeñas, pero dos años más tarde llegaron allí, al Mont-Providence, con otras diez niñas de la Caridad… Unas chiquillas que creían que sólo cambiaban de institución, como se hacía a menudo en aquella época. Ya estaban acostumbradas. Llegaron en tren, radiantes, felices y despreocupadas como es propio de la edad…

Entrecortaba su monólogo con largos silencios pesados. Los recuerdos afloraban lentamente a la superficie.

– Pero una vez en el interior del hospital del Mont-Providence, comprendieron rápidamente a qué se enfrentaban. A los llantos y gritos de los locos se superponían los cantos religiosos. Los rostros claros de las recién llegadas se mezclaban con los rostros devastados de los retrasados mentales. Aquellas chiquillas adivinaron de inmediato que entraban allí para no salir nunca. Unas huérfanas mentalmente sanas adquirían, gracias a la firma de unos médicos que trabajaban para el Estado, el estatuto de retrasadas mentales. Y todo ello por razones financieras, porque una retrasada mental permitía al gobierno ingresar más dinero que una hija ilegítima. Y nosotras, las monjas, teníamos la obligación de tratarlas como tales. Teníamos que… cumplir nuestro deber.

La voz se le entrecortaba. Los dedos de Sharko se aferraron con fuerza a la madera vieja. Alrededor de ellos no había más que muros desconchados, los efluvios de las maderas desgastadas del suelo.

– ¿A qué se refiere?

– Disciplina, novatadas, castigos, tratamientos… Las desventuradas que se rebelaban pasaban de una sala a otra, la severidad aumentaba y las puertas de la libertad se cerraban cada vez más. Sala de las Monjas, sala de los Oficios, sala de los Muros Grises… Las niñas no tenían derecho a comunicarse con las chiquillas de las otras salas, so pena de sufrir sanciones severas. Era como si las compartimentaran, como si las alejaran de la normalidad para conducirlas a la locura. La locura, hijos míos… ¿Saben siquiera a qué huele la locura? Huele a muerte y a podredumbre.

La monja respiró trabajosamente. Una larga, muy larga inspiración.

– La última sala, a la que me habían destinado a mi llegada al Mont-Providence, era la de los Mártires, un lugar abominable que albergaba a más de sesenta enfermos mentales profundos de todas las edades. Histéricos, retrasados, esquizofrénicos… Allí se guardaban las reservas de medicinas, instrumentos quirúrgicos, también vaselina…

– ¿Para qué era la vaselina?

– Para untar las sienes de los enfermos antes de los electrochoques.

Entrelazó sus dedos de uñas amarillentas. Lucie imaginó sin dificultad el calvario de los días pasados en un lugar semejante. Los alaridos, la claustrofobia, el sufrimiento, las torturas mentales y físicas. Internos y celadores se alojaban bajo el mismo techo.

– Nosotras, con la ayuda de las chiquillas sanas, nos ocupábamos de los enfermos. Limpiar las celdas, darles de comer, ayudar a las enfermeras en las curas. Las peleas y los accidentes eran el pan nuestro de cada día. Allí había todo tipo de locos, desde los más inofensivos a los más peligrosos. Y de todas las edades. A veces, las huérfanas remisas o que se habían portado mal pasaban una semana en una celda de aislamiento, atadas a un somier, y las medicaban con Lagarctil, la droga preferida de los médicos.

Alzó el brazo. A cada uno de sus gestos, la tela negra de su hábito crujía como si fuera de papel pinocho. Parecía habitada por otra forma de locura. No había salido indemne del Mont-Providence.

– Las chiquillas cuerdas que aterrizaban en aquella sala, las más violentas, las refractarias y por supuesto las más inteligentes, no tenían escapatoria. Las enfermeras las trataban igual que a los enfermos mentales, sin distinción alguna. Y lo que pudiéramos decir nosotras, que nos ocupábamos de ellas cada día, tenía poco peso. Nos sometíamos y obedecíamos las órdenes, ¿me entienden?

– ¿Qué órdenes?

– Las de la madre superiora, las de la Iglesia.

– ¿Alice y Lydia fueron a parar a la sala de los Mártires?

– Sí, como todas las niñas procedentes del hospital de la Caridad. Tal afluencia a la sala de los Mártires era excepcional e incomprensible.

– ¿Por qué motivo?

– Por lo general, las nuevas se quedaban en las otras salas. Sólo algunas acababan en la de los Mártires, a veces después de varios años, porque se comportaban mal y se rebelaban sin cesar. O sencillamente porque se volvían locas.

– ¿Qué fue de esas huérfanas, de Alice y las demás?

Los dedos de la monja se aferraron a la cruz.

– Enseguida se hizo cargo de ellas el médico responsable de la sala de los Mártires. Le llamábamos Señor Superintendente. No tenía aún treinta años, un fino bigote rubio y una mirada que le helaba a una la sangre. Era él quien, regularmente, conducía a algunas niñas a otras salas a las que nadie más tenía acceso. Pero las niñas me lo explicaban a mí. Las reunían en salas, las dejaban esperando de pie, horas y horas. Había televisores y también altavoces, que emitían golpes y ruidos para sobresaltarlas. Y había también un hombre que las filmaba, siempre en compañía del doctor… Alice le tenía afecto al cineasta, le llamaba Jacques. Se entendían bien y a veces ella lograba ver la luz del día gracias a él. La llevaba al columpio del parque, fuera del convento, jugaba con ella, le enseñaba animales y la filmaba. Creo que él fue su pequeña luz de esperanza.

Sharko apretó las mandíbulas. Imaginaba perfectamente cómo podía ser una luz de esperanza en manos de un tiparraco como Lacombe. Preguntó:

– En esas salas, ¿las niñas no hacían más que esperar, ver películas y sobresaltarse? ¿O había otros experimentos más… violentos?

– No, pero no hay que creer que aquella pasividad fuera baladí. Las huérfanas salían de allí nerviosas y agresivas, y eso no hacía más que aumentar los castigos que se les infligían en la sala de los Mártires. Un círculo vicioso. No hay escapatoria ante la locura, está por todas partes. Dentro y fuera.

– ¿Le hablaron de un experimento con unos conejos?

– Por lo que me explicaban, a veces había conejos en la sala, apelotonados en un rincón. Pero… eso es todo… Nunca comprendí el objeto de aquellas maniobras.

– ¿Cómo acabó aquello?

La monja sacudió la cabeza, con una mueca en los labios.

– No lo sé. No podía soportarlo más. He consagrado mi vida entera al servicio de Dios y de Sus criaturas, y me hallé en un infierno en la tierra, asaltada por la locura. Di como pretexto un problema de salud y huí del Mont-Providence. Las abandoné. Abandoné a las niñas que yo misma había criado aquí.

Se santiguó y besó compulsivamente su crucifijo. El silencio posterior fue atroz. Lucie sintió de repente mucho frío.

– Volví a mi antigua orden, la de las monjas grises. La madre Santa Margarita tuvo la bondad infinita de ocultarme y protegerme. Me buscaron, créanme, y no sé lo que hubiera sido de mí si me hubieran encontrado. Pero mis viejos huesos han franqueado el cambio de siglo y mi memoria nunca ha olvidado los horrores que sucedieron allí, en lo más profundo del manicomio del Mont-Providence… ¿Quién podrá olvidar tantas tinieblas?

Lucie miró a la monja, a lo más profundo de sus pupilas vidriosas. Nadie podía olvidar las tinieblas. Nadie.

La verdad comenzaba a aflorar, allí, en aquel momento, de aquellos viejos labios. A pesar de sentirse removida en lo más profundo de sus entrañas, Lucie conservaba sus reflejos de policía.

– Necesitaríamos conocer la identidad de ese «superintendente».

– Por supuesto… Se llamaba doctor James Peterson. Bueno, ése era el nombre que oíamos, porque siempre firmaba como doctor Peter Jameson. James Peterson, Peter Jameson… No sé cuál era su verdadera identidad. Lo que sí es seguro es que vivía en Montréal.

Sharko y Lucie intercambiaron una breve mirada. Tenían el último eslabón. La monja se puso en pie, se dirigió hacia su biblioteca y se arrodilló, con lágrimas en los ojos.

– Cada día rezo al Señor por esas pobres niñas a las que abandoné allí. Eran mis hijitas. Las había visto crecer, entre estas paredes, antes de que todas fuéramos a parar a aquel manicomio.

Lucie sintió compasión por aquella pobre mujer, que moriría sola, en el dolor.

– Usted no podía hacer nada por ellas. Usted era víctima del sistema y de sus creencias. Dios no tiene nada que ver con todo ello.

Con sus manos temblorosas, sor María del Calvario sostuvo su Biblia y se puso a leer en voz baja. Lucie y Sharko comprendieron que ya no podían hacer nada más en aquella celda y se marcharon en silencio.

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