28

La voz de Mickaël Lebrun resonó fría y autoritaria en el teléfono de Sharko.

– ¿Dónde está?

– En un taxi. Voy a comprarle whisky egipcio a mi jefe y unos regalos. Dígale a Nahed que no hace falta que me espere en el hotel. Me reuniré con ella en comisaría a primera hora.

– No, yo me reuniré con usted allí a las dos en punto. Me ha llamado Nuredín, está hecho una furia. Ya puede devolverle las fotos lo antes posible. Y no cuente con él para que le abra puertas, se acabó.

– No pasa nada. De todas formas, de ese dossier ya no se puede sacar nada más.

– Informaré a su superior.

– Hágalo, esas cosas le encantan.

Silencio. Sharko apoyó la cabeza contra la ventanilla. Por el extremo norte, los colores de El Cairo se empañaban más y más, a medida que el vehículo se aproximaba al barrio de los traperos.

– ¿Y su dolor de cabeza?

– ¿Cómo?

– Ayer tenía dolor de cabeza.

– Mejor.

– Ni se le ocurra hacer cualquier tontería antes de su vuelo de esta tarde, comisario.

Sharko recordó el rostro quemado de Atef Abdelaal, que se pudría lamentablemente al sol.

– Ni una tontería, confíe en mí.

– ¿Que confíe en usted? Antes confiaría en una serpiente de cascabel.

Lebrun colgó bruscamente. Aquellos tipos de la embajada eran, decididamente, muy sensibles, aferrados al protocolo como buenos mandados. Nada que ver con la manera en que Sharko entendía el oficio de policía.

El taxi negro se detuvo en mitad de la calzada, simplemente porque ésta se cortaba en seco. Ya no había asfalto, sólo tierra y gravilla por la que únicamente se podía circular en camioneta o tok-tok. El osta bilfitra le explicó en inglés macarrónico que para llegar al Centro Salam no tenía más que taparse la nariz y andar todo recto.

Sharko echó a andar y empezó a descubrir lo inimaginable. Se adentraba en el corazón palpitante de la basura de El Cairo. Bolsas de basura azules o negras, hinchadas por el calor y la podredumbre, se elevaban a tal altura que ocultaban el cielo. Nubes de milanos de plumas sucias volaban en círculos exactos. Montañas de chapa ondulada y bidones se amontonaban formando abrigos de fortuna. Cerdos y cabras circulaban en libertad como en otros lugares circulan los coches. Con la nariz hundida en la camisa, entrecerró los ojos. En la parte alta, las bolsas de basura se estremecieron.

Humanos. Había humanos que vivían en las montañas de desperdicios.

A medida que se adentraba en aquellas entrañas de la desesperación, Sharko fue descubriendo al pueblo basura, gentes que explotaban los desperdicios para exprimirlos hasta la última gota, el retal de tela o el pedazo de papel que podría proporcionarles alguna piastra. ¿Cuánta gente vivía en aquel vertedero? ¿Mil? ¿Dos mil personas? Sharko pensó en los insectos necrófagos que se suceden en los cadáveres durante la fase de descomposición. Las bolsas de basura de la ciudad llegaban en carretas, y la gente, como perros, desgarraba el plástico y separaba el papel, el metal e incluso el algodón de los pañales.

Grupos de chiquillos se acercaron a Sharko, se pegaron a él, le sonrieron a pesar de todo y le dieron a entender, con gestos, que les hiciera una foto con el móvil. Ni siquiera pedían dinero. Sólo pedían un poco de atención. Emocionado, Sharko aceptó el juego. A cada foto, los chavales de rostros tiznados se acercaban para verse y se echaban a reír. Una chiquilla sucia como el carbón tomó la mano del comisario y la acarició con ternura. Ni siquiera la roña y la pobreza lograban ocultar su belleza. Llevaba unas ropas fabricadas con sacos de cemento Portland. Sharko se agachó y le acarició los cabellos grasientos.

– Te pareces a mi hija… Todas os parecéis a ella…

Buscó en sus bolsillos, sacó tres cuartas partes del dinero que llevaba y lo repartió entre los niños. Unos centenares de libras, poca cosa para él, pero toneladas y toneladas de trapos viejos reciclados para ellos. Desaparecieron por las callejuelas multicolores peleándose por el dinero.

El policía se ahogaba. Huyó corriendo, al frente. Egipto le removía las tripas. Pensó en París, en la vida ajetreada de sus gentes con sus teléfonos móviles, sus coches, sus gafas de sol Ray-Ban alzadas sobre el cabello, y que se quejaban porque su tren llegaba con cinco minutos de retraso.

Un atisbo de humanidad pareció despuntar tras las últimas torres de desechos. Sharko descubrió unos edificios parecidos a viviendas sociales lastimosas. Más allá se extendían puestos de comerciantes, verdaderas viviendas, si así podían calificarse, con ropa tendida en las ventanas como las hordas coloreadas de la miseria, y cabras en los tejados. Sharko incluso descubrió un convento de monjas, The Coptic Orthodox Community of Sisters. Niñas de uniforme desfilaban en grupo en medio del patio, rezando y cantando. A pesar de todo, la vida también tenía derecho a existir allí.

El policía llegó por fin al hospital del Centro Salam. Un edificio grisáceo, muy alargado, con aspecto de dispensario. En el interior se notaba la falta de medios, el combate de aquellas personas en la sombra contra lo imposible. Una sala de espera precaria, mobiliario escaso, con sillas recicladas, mesitas y unas puertas de doble batiente con ojos de buey que parecían las de los quirófanos de las películas egipcias de los años cuarenta. Unas cajas con medicamentos, marcadas con el símbolo de la Cruz Roja francesa, se apilaban en los rincones.

Sharko se dirigió, en inglés, a una monja sentada en la sala de espera. Acompañaba a una niña a la cual cada respiración le provocaba un largo pitido. Un paso tras otro: Taha Abu Zeid. El hombre tenía unos rasgos cargados de la historia de los nubios: piel oscura, labios carnosos, bigotito recortado con esmero, nariz gruesa. Estaba escribiendo en un ordenador recuperado vete a saber dónde por el cual en Francia nadie hubiera dado más de diez euros. Sharko llamó a la puerta abierta.

– ¿Me permite?

El hombre alzó la vista y respondió en inglés.

– ¿Sí?

Sharko se presentó brevemente. Comisario de la policía francesa, en misión en El Cairo. El doctor, a su vez, explicó su función. Cristiano convencido, hacía que funcionaran, con la ayuda de las monjas del convento copto, una guardería, un hospital, un centro de acogida para minusválidos y una maternidad. El hospital tenía como misión principal curar y educar en la higiene a los zabalin, los más de quince mil traperos que vivían apiñados en los edificios alrededor del «tajo» y los cinco mil que dormían y comían directamente entre las inmundicias.

Cinco mil… Sharko pensó en la niña que se le había abrazado. Durante unos minutos olvidó su investigación. Deseaba saber.

– He visto a esa pobre gente por las calles de El Cairo, niños de menos de diez años que recogen basura y la cargan en carretas tiradas por asnos… ¿Traperos?

– Sí. Son más de cien mil, repartidos en los ocho barrios de chabolas de la capital. Cada día, de buena mañana, los hombres y los críos que ya tienen edad se van de estas zonas en sus carretas para recoger la basura de El Cairo. Sus mujeres y los pequeños las seleccionan. Luego, la basura se vende a los comerciantes y éstos, a su vez, la venden a los centros de reciclaje locales. Los cerdos se encargan de los desechos orgánicos y de esa manera un noventa por ciento de la basura se recicla o se reutiliza… Un modelo muy ecológico, si detrás no hubiera tanta miseria. Nuestra misión, en el centro, es demostrar a esa gente que aún son seres humanos.

Sharko señaló con la cabeza una foto, detrás de él.

– Parece sor Emmanuelle…

– Es ella. El Centro Salam fue creado en los años setenta. Salam significa «paz» en árabe…

– Paz…

Sharko sacó finalmente una foto de una de las víctimas y se la mostró al doctor:

– La foto es de hace más de quince años. Esta muchacha, Busaína Abderramán, acudió aquí, a su hospital.

El médico cogió la fotografía y su mirada se ensombreció.

– Busaina Abderramán. No he podido olvidarla. Su cadáver fue hallado a cinco kilómetros de aquí, en un campo de caña de azúcar, más al norte. Fue en…

– Marzo de 1994.

– Marzo de 1994… Lo recuerdo, fue estremecedor. Busaína Abderramán vivía con sus padres en el límite del barrio de Ezbet El Nagl, cerca de la estación de metro, al otro lado de las chabolas. De día iba a la escuela cristiana de Santa María, y unas horas por las tardes se ganaba algún dinerillo en un taller de joyería. Pero, dígame, por aquí ya vino un policía, hace mucho tiempo. Se llamaba…

– Mahmud Abdelaal.

– Sí, eso es. Un policía, cómo decirle… diferente de los demás. ¿Cómo está?

– Murió, también hace mucho tiempo. Un accidente.

Sharko dejó que digiriera la noticia y prosiguió.

– ¿Podría hablarme de ella? ¿Por qué acudió a su hospital?

El doctor se restregó una mano por el rostro arrugado. Sharko vio en él a un hombre fatigado que, sin embargo, irradiaba un aura indefinible. La de la bondad y el coraje, sin duda.

– Trataré de explicárselo, si es posible entender lo incomprensible.

Se puso en pie y comenzó a rebuscar entre gruesas carpetas apiladas en unas vetustas estanterías.

– 1993, 1994… Aquí está.

En aquel desorden, cada cosa tenía su lugar. El médico rebuscó entre unos papeles y le tendió al comisario el artículo de un periódico. Sharko se lo devolvió:

– Lo siento, pero yo…

– ¡Qué tonto soy! Es un artículo del diario Al Ahali, de abril de 1993. Se lo explicaré.

El cerebro de Sharko comenzó a maquinar. Abril de 1993, un año antes de los asesinatos. El artículo ocupaba una página entera, ilustrado con fotos de clases de escuelas.

– A partir del 31 de marzo de 1993, y a lo largo únicamente de unos días, nuestro país vivió un fenómeno curioso. Alrededor de cinco mil personas, en su mayoría muchachas, vivieron una experiencia sorprendente. En la mayoría de los casos, se trató de un desmayo en clase durante uno o dos minutos, precedido de un violento dolor de cabeza. No hubo ningún síntoma previo. Fueron trasladadas inmediatamente a los hospitales más cercanos, donde fueron examinadas y sometidas a unos primeros análisis. A falta de resultados, fueron enviadas de nuevo a sus casas.

El médico indicó un mapa de Egipto, a su espalda, y señaló diferentes regiones con el dedo.

– Algunas de ellas, también en clase, no se desmayaron pero mostraron comportamientos agresivos. Gritos, portazos, violencias injustificadas contra sus camaradas. El fenómeno se inició en la gobernación de Beheira, antes de extenderse en un abrir y cerrar de ojos a quince de las diecinueve gobernaciones con que cuenta Egipto. Llegó rápidamente a ciudades como Charqiya, Kafr El Sheij o El Cairo. Podría compararse con un terremoto cuyo epicentro hubiera sido Beheira y cuya onda expansiva hubiera llegado a la capital.

Sharko se apoyó con ambas manos sobre la mesa de despacho. Todo su peso reposaba sobre sus muñecas.

– Pero ¿de qué me está hablando? ¿De un virus?

– No, de un virus no. Algunos especialistas trataron de estudiar el fenómeno y circularon los rumores más variopintos. Una intoxicación alimentaria que afectara al país entero, ingestión de habas verdes o emanaciones de gas procedentes del subsuelo. Un virus hubiera permitido aclararlo todo, pero el modo de propagación no cuadraba con esa hipótesis y tampoco en ese caso los análisis aportaron resultado alguno. Muy pronto, todo fue a la deriva. Se sospechó de los israelíes, a los que se acusó de envenenar el agua de las escuelas, o de una guerra bacteriológica secreta. Se pensó incluso en «secuelas» de la guerra entre Irán e Irak. De todo un poco. Y la verdad es que los análisis médicos no aportaron nada, absolutamente nada. Y nada podía tampoco explicar que aquel fenómeno afectara sobre todo a las chicas.

– ¿Y luego?

– Algunos psiquiatras apuntaron que podría tratarse de un fenómeno de histeria colectiva.

– ¿Histeria colectiva?

Señaló un libro, con el título en inglés, que abordaba el tema.

– Me he interesado en esos fenómenos y los ha habido en varias épocas. En la mayoría de los casos, se trata de mareos, dolores, náuseas, pruritos o erupciones cutáneas que, de repente, afectan a varias decenas de personas en un mismo lugar. Hace mil años ya se hablaba de ello. En junio de 1999, en una escuela de un país vecino del suyo, Bélgica, unos cuarenta alumnos fueron hospitalizados tras haber bebido un refresco, sin que se pudiera probar que se trató de una intoxicación. En 2006, un centenar de alumnos de la provincia vietnamita de Tien-Giang se pusieron enfermos por problemas digestivos. Le podría citar muchos más casos. El síndrome de la guerra del Golfo, por ejemplo, que afectó a los soldados estadounidenses durante la guerra de 1991. Unas semanas después de su regreso comenzaron a experimentar problemas de memoria, náuseas y fatiga. Se sospechó de una contaminación por agentes neurotóxicos, pero ¿por qué en ese caso sus mujeres e hijos, que permanecieron en territorio norteamericano, padecieron los mismos síntomas en el mismo momento y en lugares diferentes? Nos hallábamos ante un claro caso de histeria colectiva que atravesaba Estados Unidos.

– ¿Busaína Abderramán fue víctima del fenómeno de la histeria colectiva de Egipto?

– Ella y otras seis alumnas de su clase. En su caso, se vieron afectadas por el modo agresivo de la histeria. Insultos, sillas arrojadas…, se habían convertido todas ellas en animales salvajes, en palabras de su profesora. Incluso llegaron a atacar a una de las alumnas con la que de ordinario mantenían una buena relación. ¿Por qué esa histeria generó en algunos casos tan tremenda agresividad? Desgraciadamente, lo ignoramos. ¿Fue a causa del estrés provocado por un profesorado excesivamente severo? ¿O por las precarias condiciones de vida de las alumnas? ¿O por falta de educación? La realidad es que todo eso existió. Existió de verdad.

Sharko hervía en su interior. Lo que le estaban explicando superaba la capacidad de entendimiento. Una histeria colectiva… Mostró las fotos de las otras dos víctimas.

– ¿Y a ellas, las conoce? ¿Mahmud Abdelaal le habló de ellas?

– No. No me diga que…

– También fueron asesinadas, en la misma época. ¿No lo sabía?

– No…

Sharko volvió a guardar las fotos en el bolsillo. Era probable que la policía hubiera hecho todo lo posible para evitar que el caso llegara a oídos de la prensa y las masas se indignaran. Por su lado, el inspector Abdelaal fue muy profesional y prudente al proteger su información y evitar las filtraciones. Taha Abu Zeid apartó su mirada de un punto fijo y sacudió la cabeza.

– Ese episodio de locura fue muy breve, pero a Busaína le quedaron secuelas. Hubo una… una especie de ruptura de su comportamiento. Sufría episodios de agresividad regulares. Sus padres la llevaban a menudo a la consulta, porque con frecuencia se alejaba de sus compañeras, se volvía solitaria y se sentía mal. Decían que eso era propio de la adolescencia, o culpa de su entorno precario. Pero… era otra cosa.

– ¿Qué?

– Algo psicológico, que le llegó a lo más hondo de sí misma. Por desgracia, fue asesinada antes de que yo pudiera llegar a comprenderlo, y no soy psiquiatra.

– ¿Y sus camaradas?

– El episodio agresivo fue reabsorbido. Y posteriormente las otras no tuvieron problemas particulares.

Sharko suspiró largamente. Cuanto más avanzaba, más se estrellaba contra los muros. ¿Era posible que el asesino hubiera atacado a muchachas afectadas por aquella histeria colectiva? ¿Había ido a por los individuos más agresivos y en los que se habían conservado los síntomas? ¿Por qué motivo?

– ¿Ese fenómeno se dio a conocer al mundo?

– Evidentemente. Los hechos llegaron a todas las comunidades científicas que se interesan en fenómenos de sociedad y psiquiatría. Al gobierno egipcio le sería difícil ocultar un hecho de esas dimensiones. Aparecieron artículos incluso en el Washington Post o el New York Times. Puede consultar cualquier hemeroteca y lo encontrará.

Así, el asesino podría haber tenido noticia del fenómeno en cualquier lugar del mundo. Escarbando un poco, abordando a las personas adecuadas, por teléfono o de otra manera, sin duda logró llegar a disponer de la lista de las escuelas infectadas. Allí, en Ezbet El Nagl, luego en el barrio de Chubra y en el de Tora.

Poco a poco, el puzzle se iba completando. El asesino había actuado en barrios suficientemente alejados unos de los otros para que no pudiera establecerse ninguna relación entre las muchachas. ¿Por qué un año más tarde? Para distanciarse de la actualidad de la histeria, para evitar así, también, que la policía o alguna otra persona descubriera los vínculos entre las muchachas. Había procurado alejar sus crímenes de la ola de locura, y cuando Mahmud halló por fin el vínculo, le hicieron desaparecer.

Aquel caso desafiaba toda lógica. Sharko pensó en el film hallado por Henebelle en Bélgica, y también en el misterioso contacto canadiense. Las ramificaciones se extendían por el mundo como los tentáculos de un pulpo. ¿Unos extranjeros habían ido hasta allí para informarse acerca del fenómeno y buscar a las muchachas afectadas por la ola? El comisario probó suerte.

– Supongo que Abdelaal ya le hizo la pregunta, pero… ¿Recuerda que una o varias personas le interrogasen acerca del fenómeno de histeria o acerca de Busaína antes de que fuera asesinada?

– Todo es tan lejano…

– Al entrar he visto cajas de medicamentos, sacos con el símbolo de la Cruz Roja francesa. ¿Trabajan con ellos? ¿Se ve a menudo con extranjeros? ¿Vinieron por aquí franceses?

– Es curioso… Ahora recuerdo claramente al policía egipcio. Creo que se parecía a usted. Las mismas preguntas, el mismo empecinamiento.

– Sólo era alguien que quería hacer bien su trabajo.

El doctor mostró una sonrisa triste. No debía de sonreír mucho, allí.

– Esos medicamentos llegan de todas partes y no sólo de la Cruz Roja francesa. Somos una organización humanitaria egipcia dedicada al desarrollo de comunidades, al bienestar individual, a la justicia social y a la salud. Las ONG internacionales, la Media Luna Roja y, en efecto, la Cruz Roja y otras muchas organizaciones humanitarias nos proporcionan ayuda. Miles y miles de personas han pasado por aquí, venidas de todas partes. Voluntarios, visitantes, políticos o curiosos. Y creo recordar también que 1994 fue el año de la gran reunión de la red mundial para la seguridad de las inyecciones, el SIGN. Miles de investigadores y de científicos por las calles de El Cairo.

Sharko anotó la información. Quizá podía tratarse de una pista. Era fácil imaginar a un voluntario o a un trabajador de una organización humanitaria en misión en El Cairo en el momento de los asesinatos. Para esa persona hubiera podido ser fácil acceder a los hospitales y a las direcciones. Eso podía funcionar, pero remontarse quince años atrás a través de los meandros de la administración no sería precisamente un juego de niños.

Por fin todo cobraba forma. En el momento de los hechos, el policía egipcio había intuido la posibilidad de un asesino extranjero, llegado a Egipto a través de una asociación o con motivo de un congreso. Aquello explicaba el telegrama a la Interpol. Abdelaal quería asegurarse de que el asesino no hubiera actuado anteriormente en algún otro lugar del mundo. Aquel telegrama debió de disparar todas las alarmas y desencadenar su ejecución. Y aquello llevaba a pensar que alguien de la administración -policía, militar o alto funcionario-, con acceso a los datos, estaba implicado.

– Una última pregunta, doctor. Tengo los nombres de las otras dos muchachas. Sería el hombre más feliz del mundo si pudiera encontrarme los hospitales de sus barrios, llamarles y confirmarme que ellas también sufrieron la histeria.

– Eso me llevará toda la tarde y estoy muy ocupado…

– ¿No le gustaría, un día, poder darles una respuesta a las madres de esas muchachas?

Tras un silencio, el médico asintió, con los labios apretados. Sharko le dejó el número de su móvil.

– Dígame, ¿me prestaría su libro sobre la histeria colectiva? Se lo devolveré desde Francia rápidamente.

El nubio asintió con un gesto de cabeza. Sharko le dio las gracias calurosamente.

Y luego le dejó abandonado allí, en medio de aquella miseria ante la que el mundo entero hacía oídos sordos.

Загрузка...