Sharko se despertó sobresaltado: su móvil vibraba sobre la cómoda.
Apartó el cuerpo tibio que se arrimaba a él y rodó de costado.
Era Pierre Monette. Había hallado el origen de la llave que Philip Rotenberg había confiado a Lucie. Abría una de las consignas de la estación central de Montréal. El gendarme canadiense le citó allí a mediodía, antes debía resolver algunos asuntos importantes.
El comisario colgó y se volvió hacia la mujer que compartía su cama. Con la punta de los dedos, le acarició la espalda. Tenía la piel tan dulce, tan joven en comparación con aquella costra que a él le había endurecido su trabajo como policía de calle… Tantos caminos les separaban a ambos… Delicadamente, hundió la nariz entre sus cabellos rubios y se embriagó una última vez de aquella mezcla de perfume y sudor.
No podía seguir mintiéndose: ella le atraía. Desde que se conocieron nunca había conseguido apartar su rostro de su mente. Sin hacer ruido, se levantó y fue a ducharse. Cuando dejó correr el agua, cuando se miró al espejo o se vistió, buscó a Eugénie. Recordaba con precisión el leve gesto de la mano que le había dirigido por la noche. Y las lágrimas sobre sus mejillas de niña. ¿Era posible que Eugénie hubiera sido feliz? ¿Y que, finalmente, le dejara tranquilo?
No, no, no podía creerlo. Estaba enfermo, sufría una esquizofrenia paranoica que requeriría tratamiento farmacológico hasta el fin de sus días. Las cosas no podían ser así. No en la vida real.
Tras tragar su comprimido, volvió a la habitación. Lucie estaba sentada en el borde de la cama y le miraba fijamente.
– ¿Algún día me explicarás qué son esas pastillas?
Como si no la hubiera oído, se acercó a ella y la besó.
– Tenemos trabajo. Desayunamos y nos vamos a ver a las monjas y luego a la estación. ¿Te gusta el programa?
Brevemente le explicó que la llave correspondía a una consigna. Lucie se desperezó, se levantó y se abrazó a él.
– Esta noche estaba a gusto y eso no me había sucedido desde hacía mucho tiempo. -Lucie suspiró-. No quisiera que se acabara.
Sharko le dio un masaje en la espalda con las palmas de las manos, con una ternura que le sorprendió a él mismo. Con un suspiro, le dijo a la oreja:
– Tendremos que pensar en ello, ¿de acuerdo?
Lucie se sumergió en su mirada y asintió.
– Un día quisiera volver aquí y descubrir este país de una manera que no sea viviendo una pesadilla estando despierta. Y me gustaría que fuera contigo.
A su pesar, se separó dulcemente de él. Le hubiera gustado que aquel instante durase una eternidad. Conocía la fragilidad de su relación y ya pensaba en el regreso a Francia. La vida cotidiana podía separarlos sin que ni siquiera se dieran cuenta.
– Voy a mi habitación a por mis cosas. Quizá podría dejarla…
– Ya sabes cómo es la administración y cómo son las malas lenguas. Será mejor que haya dos facturas, ¿no crees?
– Sí, sí… Llevas razón.
Acababan de salir del hotel Delta. Como dos perfectos turistas, caminaban uno al lado del otro, muy despacio, en dirección al convento de las monjas grises que, según el plano que les habían dado en la recepción, se hallaba a un kilómetro de distancia. Sin hablar de lo sucedido aquella noche, tomaron la calle René-Levesque y anduvieron entre los impresionantes rascacielos de las grandes compañías mundiales. Llegaron por fin a una amplia avenida protegida por una verja cerrada.
Tras presentarse por el interfono, se abrió una puerta cochera y pudieron entrar. El ruido del tráfico se amortiguó rápidamente, y las cúspides de los altos edificios desaparecieron para dar paso a una avenida de gravilla, bordeada de jardines. Al fondo se veía el convento, el antiguo hospital general de Montréal en forma de H en medio del cual se alzaba una capilla romana rematada por una cruz que resplandecía bajo el sol. Dos largas alas grises se desplegaban a uno y otro lado. El ala Guy albergaba a la comunidad y el ala Saint-Mathieu acogía a los ancianos, los inválidos y los huérfanos. Cuatro pisos, centenares de ventanas idénticas, un rigor arquitectónico pasmoso… Lucie pudo imaginar fácilmente el ambiente que debía de reinar en aquel lugar en los años cincuenta. Disciplina, pobreza, dedicación.
Rodearon en silencio el edificio de ladrillos oscuros. Frente a una de las entradas del ala Guy se encontraron con la superiora general de las monjas grises. Su rostro, enmarcado en blanco y negro, era seco y apergaminado como una hostia. Trató de sonreírles, pero el sufrimiento crístico tensaba sus rasgos.
– Son ustedes de la policía francesa, ¿verdad? ¿En qué puedo ayudarles?
– Querríamos ver a sor María del Calvario.
Los rasgos de la superiora aún se crisparon más.
– Sor María del Calvario tiene más de ochenta y cinco años. Padece artritis y pasa la mayor parte del tiempo sola, en cama. ¿Qué quieren de ella?
– Queremos preguntarle algunas cosas acerca de su pasado. De los años cincuenta, para ser más precisos.
La religiosa se mantuvo impasible. Dudó.
– Espero que no se trate de problemas con la Iglesia…
– En absoluto.
– Tienen suerte. Sor María del Calvario tiene una memoria excelente. Hay cosas que no se borran nunca.
Les invitó a entrar. Recorrieron pasillos fríos y oscuros de techos muy altos y con paredes laterales cerradas. Hubo murmullos y parejas de sombras lejanas que desaparecieron como pañuelos que el viento se llevara. De algún lugar llegaba hasta ellos la vibración de un clamor sordo. Cánticos cristianos…
– ¿Sor María del Calvario siempre trabajó para ustedes, madre? -preguntó Sharko en un susurro.
– No, nos dejó a principios de los años cincuenta, obedeciendo órdenes superiores. Se integró entonces en la congregación de las Hermanas de la Caridad de Mont-Providence, durante unos años, antes de volver aquí.
Mont-Providence… Lucie ya había leído aquel nombre en los archivos. Reaccionó de inmediato.
– Así pues, ¿trabajó en el hospital y escuela transformado en hospital psiquiátrico de un día para otro, por orden del gobierno Duplessis?
– En efecto, un hospital que acabó acogiendo a tantos locos como cuerdos. Sor María del Calvario trabajó allí durante muchos años, incluso en detrimento de su salud.
– ¿Y por qué luego regresó aquí?
La madre superiora se volvió. Sus ojos brillaban como las llamas de unos cirios.
– Desobedeció las órdenes y huyó del Mont-Providence, hija mía. Hace más de cincuenta años que sor María del Calvario es una fugitiva.