19

Freyrat, en el corazón del CHR de Lille, a última hora de la tarde. El reducto de la psiquiatría. Un monstruo de hormigón de dos pisos, punto de encuentro de todos los trastornos mentales. Esquizofrénicos, paranoicos, traumatizados, psicóticos. Lucie entró en el austero edificio y preguntó en la recepción por la habitación de Ludovic Sénéchal. Quería ser ella quien le comunicara la muerte de su amigo, Claude Poignet. Le indicaron que fuera a la unidad Denecker, en el primer piso.

Era una habitación pequeña capaz de deprimir hasta a un payaso. El televisor, inaccesible, estaba encendido. Ludovic estaba tumbado en la cama, con las manos en la nuca. Volvió lentamente el rostro hacia ella y sonrió.

– Lucie…

Sorprendida, ésta se acercó.

– ¿Ya puedes ver?

– Puedo distinguir las formas y los colores. La gente que no lleva bata son visitantes, seguro. ¿Y qué otra mujer sino tú podría venir a verme?

– Estoy muy contenta de que te encuentres mejor.

– El doctor Martin dice que recuperaré progresivamente la vista. Es cuestión de dos o tres días.

– ¿Cómo lo han conseguido?

– Hipnosis… Comprendieron qué era lo que no funcionaba. En fin, lo comprendieron sin comprenderlo.

Lucie sentía desazón. Detestaba aquel penoso papel de mensajera de la muerte. Tener que afrontar la mirada de los allegados de las víctimas era sin duda el aspecto más difícil de su profesión. Hizo todo lo posible para retrasar el momento del anuncio. Ludovic era muy sensible, y no estaba en forma.

– Cuéntame.

El hombre se incorporó. Sus pupilas habían recuperado una movilidad tranquilizadora.

– El psiquiatra me lo ha explicado todo. Me hipnotizó y luego me pidió que le contara qué había pasado durante las horas y los minutos anteriormente a quedarme ciego. Así que le expliqué qué había hecho durante el día. Mis compras en casa del viejo coleccionista de Lieja, la bobina anónima descubierta en el desván. Yo, solo, en mi cine «de bolsillo», viendo películas toda la noche. Luego, las imágenes del cortometraje anónimo. El ojo cortado, los planos de la chiquilla en el columpio. Y fue entonces cuando, sin saber por qué, comencé a hablarle de mi padre. De las mujeres que traía a casa durante mi infancia, unos años después de la muerte de mi madre.

– Nunca me habías hablado de ello.

Una breve risa seca atravesó la habitación.

– ¿Y tú me lo dices? Nos pasamos semanas chateando, siete meses saliendo y casi no sé nada de tu vida privada. Sí, sé que eres policía, que tienes dos hijas a las que les caigo bien, pero además de eso, ¿qué más hay?

– Ése no es el tema.

Él suspiró, triste.

– Contigo, nunca es el tema. Bueno, resumiendo… Ocurrió repentinamente durante la hipnosis. Las mujeres desnudas que a veces veía salir de la habitación paterna. Esos jadeos que oía a través de las paredes. No tenía ni diez años. El psiquiatra comprendió que el bloqueo podía venir de ahí. Algo, probablemente una imagen, hizo resurgir esos recuerdos y provocó la ceguera histérica.

Lucie sospechaba que aquello tenía que ver con las imágenes subliminales. Sin la censura de la conciencia, habían alcanzado zonas más profundas de la psique de Ludovic y habían sembrado la cizaña.

– Pero eso no fue lo que me dejó ciego, porque podía explicar cómo continuaba la película. Hablar de la chiquilla. Cuando comía, cuando dormía. Cuando hacía gestos con la mano para alejar la cámara, como si estuviera enfadada. Luego, bruscamente, el psiquiatra me dijo que había gritado durante la hipnosis y que tuvo que despertarme. Logró calmarme, y me preguntó qué había ocurrido. Así fue como le hablé del episodio del conejo.

Lucie reaccionó de inmediato. El misterioso quebequés, por teléfono, también había hablado de conejos. Había dicho que toda la historia empezaba con las niñas y los conejos.

– ¿Qué conejos?

Ludovic se encogió y se llevó las rodillas al pecho.

– Yo debía de tener ocho o nueve años. Un día, mi padre me llevó a su taller, allí donde guardaba sus herramientas. Había un conejo que se había refugiado al fondo de un antiguo conducto en forma de codo. Un conejo común de buen tamaño. Mi padre no podía pasar por el conducto para cogerlo, pero yo sí. Así que me ordenó que me metiera allí. Y lo hice. Me arrastré a cuatro patas y obligué al conejo a salir de su madriguera. Mi padre lo atrapó por las orejas. Al conejo le sangraban las patas traseras y se debatía de un lado a otro. Grité para que lo soltara, pero… mi padre estaba fuera de sí. Cogió una hacha y…

Se cubrió el rostro con ambas manos, como si acabara de salpicarle un chorro de sangre.

– Esa escena… Hasta la hipnosis no la recordaba, Lucie. Había desaparecido completamente de mi cabeza.

– Más bien estaba escondida en tu cabeza. Tan escondida que hasta ahora nada había logrado que volviera a la superficie. En esa película anónima, ¿viste conejos?

– No, no…

La policía seguía sin comprender. Poignet había desmenuzado las imágenes y tampoco había hallado nada. ¿De qué se trataba, entonces?

Ludovic cogió patosamente una botella de agua y bebió unos tragos.

– Tú has visto la película. Explícame qué has descubierto. ¿Se la pudiste entregar a mi amigo restaurador?

Lucie le miró a los ojos y murmuró:

– Claude Poignet ha muerto.

Los puños de Ludovic estrujaron las sábanas. Un largo silencio.

– ¿Cómo?

– Ha sido asesinado. Los que lo hicieron iban a por la bobina.

Ludovic se levantó y se peinó el cabello hacia atrás, con un gesto lento. Estaba al borde de las lágrimas.

– Él no… Claude no… Era un viejo tranquilo.

Ludovic se dirigió tanteando hacia una ventana de Plexiglás, con la mirada perdida. Lucie pudo ver a través del reflejo en el cristal que estaba llorando.

– Te garantizo que daremos con los responsables. Y que descubriremos qué ha pasado.

Se quedó un rato con él y le explicó los primeros pasos de su investigación. Incluso le habló del episodio del desconocido que había hurgado en su colección de films. Ludovic tenía que saber toda la verdad.

– Me siento tan solo, Lucie…

– Los psiquiatras te ayudarán.

– ¡A la mierda los psiquiatras!

Suspiró.

– ¿Por qué lo nuestro no funcionó?

– No fue culpa tuya. Por lo que a mí respecta, nunca ha funcionado con nadie.

– ¿Por qué?

– Porque siempre, tarde o temprano, me pregunta «por qué»…

Se sentía incómoda, el calor la ponía nerviosa. Y aquel olor a productos químicos…

– El hombre con el que pasaré mi vida deberá aceptarme tal como soy aquí y ahora, y no tratar siempre de hacer que el pasado pase a un primer plano. Ni preguntarme sobre esto y aquello. Soy policía porque soy policía, es así, y hay que apechugar. El pasado está muerto y enterrado, ¿de acuerdo?

Ludovic se encogió de hombros.

– Vale, de acuerdo. Seguramente tienes otras cosas que hacer.

– Volveré a visitarte.

– Vendrás a visitarme, de acuerdo…

Ludovic apoyó la frente contra el cristal. Apenada, Lucie salió y aspiró una bocanada de aire puro. Le molestaba ser tan ruda con él, y con todos los hombres en general. Pero eran los estigmas de sus sufrimientos pasados. El primer hombre al que había amado de verdad la había abandonado inopinadamente y la había dejado sola con sus hijas.

A última hora de aquel día fue al SRPJ, en el bulevar de la Liberté, a un centenar de metros del centro de Lille. Allí, intercambiaban informaciones a buen ritmo el OCRVP parisino, el SRPJ de Rouen y los equipos de Lille. En aquel momento, estaban trabajando en los correos electrónicos y las llamadas telefónicas. Los diversos datos se integrarían pronto en los archivos informáticos, accesibles a todos los agentes. Eso permitiría cotejar la información y que ésta circulara de manera fluida. Todos los elementos debían estar a favor de las fuerzas del orden.

Lucie entró en el despacho de su comandante. Kashmareck discutía con el teniente Madelin. El pardillo arribista, de apenas veinticinco años y cara del primero de la clase, acababa de zamparse la autopsia de Claude Poignet. La triple fractura del hueso hioides indicaba estrangulación, y el nacimiento de livideces -una acumulación de sangre en los puntos de presión del cuerpo contra el suelo- en el deltoides y la cadera izquierdos demostraba que Poignet murió en una posición lateral: antes de colgarle, los asesinos le dejaron tumbado al menos media hora.

Kashmareck vació su taza de café. Carburaba a base de cafeína como otros a base de agua.

– Media hora… El tiempo de rebobinar el film y de husmear un poco para preparar su puesta en escena. Unos asesinos a sangre fría, que no se dejan dominar por el pánico.

Lucie se sumó a sus reflexiones.

– Así que Poignet no murió ahorcado, sino estrangulado.

El comandante cogió una foto del taller y señaló el suelo, en un rincón de la habitación.

– Sí, en ese lugar. Hemos encontrado gotas de sangre. Probablemente una hemorragia nasal debida a la asfixia. ¿Qué más nos dice la autopsia?

Madelin consultó sus notas.

– Cuchillo para abrir el pecho, la hoja poco importa, lo que es seguro es que era cortante. Según el forense, la enucleación es muy… profesional. Leo: «obertura circular de la membrana translúcida que recubre el ojo, sección de los músculos oculomotores y del nervio óptico, y finalmente, extracción del globo ocular». No estamos lejos de una operación quirúrgica.

El comandante asintió.

– Coincide con los datos que comienzo a recibir de Rouen. Los cráneos de los cinco cadáveres, serrados de manera profesional… Eso refuerza la teoría de que se trata de los mismos asesinos. Prosigue.

– Por lo demás… Es técnico, pero nada concluyente. Se han enviado algunas muestras a toxicología, por si acaso, pero no creo que drogaran a Poignet.

– De acuerdo. Todos leeremos el informe. Estamos a la espera de la comisión rogatoria internacional del juez y ya está en curso ante las autoridades belgas la solicitud para el registro en casa de Szpilman. Allí no podremos meter baza, ellos mandan y nosotros miramos, pero eso es mejor que nada… ¿Qué más? Ehh… Estamos verificando los números de teléfono canadienses que nos proporcionaste, Henebelle, para comprobar que verdaderamente es imposible cazar al interlocutor anónimo de Montréal.

Se llevó las manos a la cabeza y resopló, con la mirada puesta en sus notas escritas con rotulador sobre una pizarra que ya no era demasiado blanca. Un laberinto de flechas.

– Madelin, revisa las llamadas efectuadas o recibidas por Poignet a lo largo de las veinticuatro horas antes de su muerte. Y tú, Henebelle, ve ahí al lado. La científica ha hecho ampliaciones de los trozos de película que la víctima tenía en lugar de los ojos.

Tráete las informaciones aquí y averigua qué más tienen que contar. Huellas, pistas… Yo me acercaré a ver a los muchachos que se ocupan del vecindario, para ver si tienen algo nuevo. Esta noche lo mezclamos todo en un sombrero de copa y cruzamos los dedos. De momento, necesito cosas concretas, cosas materiales, antes de que nos veamos obligados a ponernos a pensar.

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