En el departamento informático de la policía científica, a dos pasos de la brigada, Lucie sostenía en sus manos las ampliaciones de los fotogramas de película hallados en el lugar antes ocupado por los ojos de Claude Poignet. Dos superficies de papel satinado, de grano sucio, en blanco y negro. Las imágenes eran prácticamente idénticas. Se veía, en una posición un poco torcida, como si la cámara se hubiera caído, el bajo de un pantalón vaquero y una punta de zapato que Lucie no había percibido la primera vez. El fondo estaba sumido en la penumbra, pero se adivinaban las patas de una mesa y una pared. El suelo era de madera.
– ¿El calzado es de tipo bota militar?
Lucie se dirigía al técnico sentado frente a su ordenador, junto a ella. Julien Marquant, cuarenta años cumplidos, era uno de los fotógrafos de los escenarios de crímenes. A cada homicidio, ofrecía a los policías lo peor sobre papel satinado. Algunos fotografían a top models, él a muertos. Cabezas de suicidas reventadas con un calibre 22, ahogados hinchados por el agua, ahorcados… Julien era un excelente fotógrafo cuyo talento permanecería en los cajones de la policía. A aquella hora, ya muy tarde, era la persona más indicada para aclarar el tema a la brigada.
– Eso parece.
Le mostró las fotos que él mismo había hecho en el domicilio de la víctima. En particular las de la sangre hallada en el suelo del laboratorio, en el primer piso. Lucie estableció una relación que ahora le parecía evidente:
– Es en su domicilio… En casa de Claude Poignet. Tenía cámaras y películas. El film se rodó en su propia casa. ¡Mierda…!
– Sí. Las dos imágenes halladas en sus ojos eran negativos, procedían de una película original y no de una copia, que, por lo general, se tira en positivo.
Lucie lamentaba no haber reaccionado antes. Poignet le había explicado aquellas historias de tirajes en negativo y en positivo, de original y copia. Julien Marquant golpeó con el índice las fotos.
– ¿Quiere saber mi opinión? Creo que fueron los asesinos quienes manejaron la cámara. Debieron de, no sé…, situarla junto al cuerpo yaciente de la víctima, como si quisieran capturar las últimas imágenes que vio antes de morir.
Lucie sintió un escalofrío al mirar las fotos. Frente a ella se hallaban los últimos segundos de la vida de Claude Poignet, ante sus ojos. El pobre hombre se fue de este mundo con aquellas imágenes… Las de un desconocido calzado con botas militares que miraba cómo moría mientras otro le estrangulaba.
– Como si… Claude Poignet fuera él mismo la cámara. Esos cabrones querían ir hasta el interior de él.
– Exactamente. Como usted ha dicho, la víctima disponía de un laboratorio de revelado, una cámara antigua de dieciséis milímetros y bobinas de película virgen. Los asesinos se aprovecharon de ello. Filmaron, fueron al cuarto oscuro y sumergieron en el líquido de revelado las imágenes que les interesaban. A continuación, las cortaron para disponerlas en las cuencas oculares de la víctima. La operación, toda una técnica, debió de llevarles una hora.
Lucie apretó los labios. Aquellos dos enfermos no se habían contentado con hacerse con la bobina, sino que habían elaborado un guión digno de una película de terror pensado incluso para darle trabajo a la policía. Unos individuos que pensaban las cosas antes de hacerlas, organizados, tan seguros de sí mismos que hasta se habían permitido quedarse en el lugar del crimen a jugar. Lucie expresó sus sentimientos:
– Al hacerlo, nos han ofrecido amablemente dos elementos. La posición exacta del cuerpo antes de colgarlo y el calzado. Unas botas militares… Eso confirma que quien fue al domicilio de Szpilman y quien participó en el asesinato de Poignet es el mismo individuo. ¿Un militar, tal vez?
– O alguien que pretende hacerse pasar por un militar… O ni lo uno ni lo otro, cualquiera puede tener en su casa unas botas militares. Añadiría sobre todo que saben de cine. Uno de ellos sabe filmar, extraer la película de la cámara en un cuarto oscuro y revelarla. Créame que, sin algunas nociones, usted no podría ni siquiera poner en marcha uno de esos viejos aparatos.
– Los de las huellas no han descubierto nada en el cuarto oscuro, aparte de las de la víctima. Habrá que enviar de nuevo a los hombres allí, para que inspeccionen el material, las cámaras. Seguro que hay rastro del ADN de los asesinos, sobre todo si el ojo estuvo en contacto con el visor. Por fuerza tuvieron que cometer errores. No se puede jugar así con la muerte…
Cogió las fotos y le dio las gracias. Una vez en la calle, caminó lentamente, en plena reflexión. Se preguntaba por el cómo, el porqué. ¿Por qué los asesinos dejaron aquellas imágenes en el lugar de los ojos? ¿Qué trataban de demostrar aquellos sádicos?
Sumida en sus preguntas puramente psicológicas, pensó en Sharko, aquel curioso tipo al que había conocido durante sólo unos momentos frente a la estación del Norte. ¿Sería capaz él de dar con la respuesta gracias a sus conocimientos y sus años de oficio? ¿Sería mejor que ella frente a aquella escena del crimen particularmente dura e insólita? Ardía en deseos de hablarle de aquel nuevo homicidio, de ver cómo se las apañaría él a sus cincuenta años.
Por asociación de ideas, Lucie trató de atar cabos con el caso de Gravenchon. En aquél, las víctimas también habían sido enucleadas. Un médico, alguien del oficio, según Sharko. Ahora se le añadía también la competencia de «cineasta». El perfil comenzaba a dibujarse, aunque no pudiera adivinarse nada concreto. ¿Por qué el robo de los ojos? ¿Qué importancia revestían los ojos para quien los robaba? ¿Qué hacía con ellos tras robarlos? ¿Acaso los conservaba como trofeo? A Lucie le venía a la cabeza también la obsesión en el cortometraje por la retina, el iris… El tajo del escalpelo en la córnea, la palpitación de los párpados… Recordó también el comentario de Poignet: «El ojo no es más que una vulgar esponja que capta la imagen».
Una esponja…
Repentinamente excitada, Lucie cogió su móvil, rebuscó en sus contactos y llamó al forense.
– ¿Doctor? Soy Lucie Henebelle. ¿Le molesto?
– Espere un momento, se lo digo al negrazo manido que tengo sobre la mesa… No, dígame. ¿Qué quiere saber, Lucie?
Lucie sonrió, el forense la conocía muy bien. Hay que reconocer que era una «buena clienta».
– Puede parecer estúpido, pero… Se trata de algo de lo que he oído hablar, pero para lo que no tengo respuesta: ¿el ojo puede conservar algún tipo de huella de lo que sucedió justo antes de la muerte?
– Perdone, ¿a qué se refiere?
– ¿Una imagen violenta, por ejemplo? ¿La última imagen antes del cese de las funciones vitales? ¿Un conjunto de granos de luz que podrían ser reconstruidos, no sé, analizando las células fotorreceptoras excitadas, o partes del cerebro que hubieran conservado la información en algún lugar?
Silencio. Lucie se sentía incómoda, probablemente el forense se echaría a reír.
– El fantasma del optograma…
– ¿Cómo dice?
– Me está hablando del fantasma del optograma. Hacia finales del siglo XIX, la creencia popular era que un asesinato, por la violencia y su carácter instantáneo, podía impresionar la retina del muerto como si ésta fuera una película sensible…
Película sensible, ojo, celuloide… Unas palabras que aparecían una y otra vez en bucle desde el inicio del caso.
– Algunos médicos de la época se interesaron por el tema. Creían que de la retina de un cadáver se podía extraer el retrato de un criminal. El fantasma del optograma es la grabación directa del asesinato por el cuerpo en el que ha sido perpetrado. En aquella época se creía que, fotografiando el globo ocular desprendido de su órbita, una vez eliminado el cristalino, se podrían interpretar las pruebas tangibles del crimen. Algunos médicos llegaron a utilizar ese método para colaborar con la policía, y se llegó a detener a gente. Probablemente a inocentes.
– Y… ¿esa impresión retiniana es verosímil?
– No, no, evidentemente. Como su nombre indica, forma parte del mundo de los fantasmas.
Lucie planteó una última pregunta.
– Y, en 1955, ¿aún creían en eso?
– No. En 1955 no estaban tan atrasados, créame.
– Gracias, doctor.
Se despidió y colgó.
El fantasma del optograma…
Fantasma o no, el asesino o los asesinos habían pretendido llamar la atención sobre la imagen, su poder, su relación con los ojos. Ese órgano sensitivo debía de ser importante para el asesino, simbólico. Ese instrumento increíble era el pozo que ofrecía luz al cerebro, el túnel que conducía hasta el conocimiento del mundo físico. Y era también, desde el punto de vista artístico, el origen del cine. Sin ojo, no hay imágenes y no hay cine. La relación era tenue, pero existía. Lucie consideraba desde aquel momento al asesino como una personalidad escindida entre lo médico -el ojo como órgano que se diseca- y lo artístico -el ojo como medio de comunicación y portador de imágenes-. Al ser dos los asesinos, tal vez cada uno tuviera una competencia. Un médico y un cineasta…
Sumida aún en sus cavilaciones, Lucie se detuvo frente a una sandwichería. Su móvil vibró. Era Kashmareck. Sin preámbulos, le dijo:
– ¿En qué andas?
– Acabo de salir de la policía científica con algunas noticias, llego enseguida.
– Perfecto. Sé que es tarde, pero nos vamos a la clínica universitaria Saint-Luc, cerca de Bruselas.
Lucie compró un bocadillo y se puso de nuevo en camino.
– ¿Otra vez Bélgica?
– Sí. Hemos revisado las llamadas efectuadas por la víctima. Entre otros, Poignet habló con un tal Georges Beckers, especialista de las imágenes y del cerebro. Me diste su tarjeta. Trabaja en neuromarketing. No sabía siquiera que existiera ese oficio. Justo después de escanear el film, Claude Poignet le envió la dirección del servidor en el que había guardado una copia, y le pidió que lo analizara. Tenemos el film digitalizado, Lucie. Nuestros servicios están descargándolo. Voy a poner a trabajar de inmediato en ello a un especialista en lenguaje labial y a técnicos de la imagen. Vamos a despiezarlo al detalle.
Lucie suspiró en silencio. Los asesinos habían sido derrotados por la tecnología. Habían asesinado para guardar su secreto y éste se difundía en aquellos mismos instantes a través de los ordenadores de la policía.
– Y Beckers, ¿ha descubierto algo?
– Según él, Wlad Szpilman ya había pasado por su centro de investigación con el mismo film hará unos dos años. Szpilman conocía al director de entonces, fallecido de un paro cardíaco hace unos meses.
Lucie reflexionó, antes de responder.
– Wlad Szpilman debió de tener la misma intuición que el restaurador. Según su hijo, era de los que veían la misma película decenas de veces, tenía ojo de experto. Debió de acabar por sospechar que el film ocultaba cosas extrañas y por ello hizo analizarlo. Dos años es mucho tiempo, sin embargo.
– Vamos para allá ahora mismo. Hemos hablado con Beckers y nos espera. ¿Estás bien?
Ella miró su reloj. Más de las ocho.
– Déjeme pasar primero por el hospital. Quiero ver a mi hija y decirle por qué hoy no podré quedarme a dormir a su lado.